Idiolecto (II): la colonia de los tres superinos

Cuando Pájaro bobo se refugia en su espelunca, instintivamente echa mano de su idiolecto: palabras y expresiones con las que crea y recrea su mundo íntimo y más próximo. Él dice que el idiolecto es a la lengua lo que la lengua al lenguaje. Hablar es una facultad del género humano; el idiolecto, producto individual de esa facultad. Y sigue teorizando: de la misma manera que el lenguaje puede entenderse como la suma de todas las lenguas, una lengua puede entenderse como la suma de todos sus idiolectos. Hay tantos idiolectos como hablantes.

Yo hablo porque pienso, pero ¿puedo pensar sin palabras? Él dice que pensamos con conceptos y que los conceptos corresponden a palabras. Un concepto, una palabra; una palabra, un concepto. Al menos, en términos teóricos e ideales. Al menos, de momento. Acaso algún día…

Dado a esos juegos de la lengua (Sprachspiele) que cautivaban a Wittgenstein, Pájaro bobo dice que hay dos tipos de traducción: una vertical y otra horizontal. La traducción vertical —siempre y sólo de arriba abajo, siempre y sólo de lo metafísico a lo físico, siempre y sólo unidireccional— es aquella en la que una idea se transforma en palabra. La traducción horizontal, aquella en la que una palabra es sustituida por otra palabra. La traducción convencional es un intercambio de palabras pertenecientes a dos lenguas (o dos códigos) diferentes, pero situadas en un mismo plano y por lo tanto homólogas y paralelas; la traducción vertical es una transmutación. ¿Única? (Einmalig?) ¡EL VERBO SE HIZO CARNE!

A su modo de ver y entender, el misterio radica no tanto en cómo y por qué una idea consigue perforar la barrera de lo contingente e instalarse en una palabra y tomar cuerpo en ella cuanto en cómo y por qué la Idea primigenia consigue perforar la barrera de la nada y ser.

Cancamurrias y cabòries aparte, el idiolecto de Pájaro bobo está hecho, cómo no, de palabras de origen diverso; no pocas, propias y exclusivas. Las más queridas y también las más sustantivas y sustanciosas son las alumbradas entre las paredes de su universo familiar. Una de ellas es superino. Surgido al calor del contacto con los hijos, superino no figura en ningún vocabulario y en ningún diccionario; al menos, por ahora. En el hogar de Pájaro bobo se utiliza para designar una criatura que inspira cariño, ternura y/o compasión: un niño pequeño, un menesteroso, un animal desvalido… Como los tres gatitos a los que tiene por vecinos.

Delante de la ventana de Pájaro bobo hay una casa cubierta de hiedra. Parece detenida en el tiempo; por ejemplo, en los años cincuenta de ese siglo que ya es historia. A él le hace pensar en los edificios inhabitados de ciertas pinturas de De Chirico y, más concretamente, en la mansión que aparece en una película de Hitchcock. Misteriosa y decadente, con moradores que se dirían sendos fantasmas, la casa tiene a un lado un jardín y a otro un descampado. En él, cabe la puerta que da a la calle, se ha instalado una colonia de gatitos a los que un miembro de la santa y caritativa hermandad de los Menesterosos cuida y alimenta todos los días del año, incluidos domingos y fiestas de guardar. Un apat (del griego ágape) a primera hora de la mañana, un apat al mediodía, hora española, y un apat antes de irse a la cama, hora de las gallinas. Parece ser que el menesteroso, paso ligero de legionario y cara de feligrés jalamío, tiene a su cargo varias colonias.

Desde su atalaya, una ventana en una segunda planta, Pájaro bobo vigila que no les falte condumio a los tres gatitos. Son sus superinos.

Nota: Cuando Margarita regresa de la compra dice: «He visto a los superinos». Y cuando Ana llama desde los Madriles pregunta: «¿Como están los superinos?» El único que no quiere saber nada de ellos es nuestro caniche Blacky, que también es un superino.

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