Para
María Fernanda y Rosario
Allá por los años cuarenta de ese siglo que ha pasado a ser historia, don Cipriano ejercía su ministerio como pastor de almas en un pueblo de la Alta Extremadura. Situado en una de las estribaciones de la sierra de Gredos y más concretamente en la ladera que mira a Poniente, el pueblo tenía abundantes aguas y, gracias a ellas, multitud de huertas y huertos enriquecidos con árboles frutales. Según el censo municipal, el número total de éstos oscilaba en torno a los quince mil quinientos entre cerezos, higueras, perales, ciruelos y especies menores, pero sin contar las encinas, los robles, los alcornoques y, por supuesto, tampoco los castaños. En realidad, los castaños eran con mucho los árboles más numerosos, ya que cubrían las lomas que se escalonaban desde el fondo del valle hasta la cota alpina.
Con la ayuda de su sacristán, don Cipriano cumplía dignamente su misión y salía adelante con cierta holgura, de modo que, después de cuidar de las cuatro mil quinientas almas de su parroquia, aún le quedaba tiempo cada día para rezar el breviario, hojear/ojear algún periódico de la capital, colaborar en la labranza de su huerto y, a media tarde, echar una partida de ajedrez con el secretario del ayuntamiento o, en su ausencia, con algún otro devoto feligrés.
A pesar de que los vecinos del pueblo eran pacíficos y la precariedad de la posguerra los mantenía unidos y sumisos, don Cipriano estaba un poco dolido con ellos y sobre todo con el alcalde. Terminada la guerra, la parroquia, dedicada a San Pedro, seguía sin tener una imagen digna de él en el retablo del altar mayor, pero como el pueblo ya estaba costeando las obras de restauración de la ermita del Cristo de la Salud, el buen hombre no se atrevía a aumentar la cuota mensual de las familias, ni a poner más cepillos en las capillas laterales de la iglesia, ni siquiera a hacer una colecta navideña.
Un día del mes de mayo, más apesadumbrado que de costumbre, o acaso inspirado por el Espíritu Santo, don Cipriano llamó a Antonio, que era a un mismo tiempo sacristán, subdiácono, tallista imaginero, mozo hortelano y subalterno suyo, y le pidió que convocara a los feligreses para el primer domingo de junio, a las cinco de la tarde, en la iglesia parroquial.
Así que hubo congregado en su iglesia al pueblo de Dios, el solícito pastor le expuso su idea de que entre todos debían poner remedio a tan ominosa carencia, que, según el magisterio papal, avalado por doctísimos Padres de la Iglesia, era poco menos que un pecado de iconoclasia.
La palabra escandalizó a muchas almas sencillas, hasta el punto de que el alcalde, temeroso de que el pueblo viviera una escena más propia de la República que de la nueva era, se lo comentó a Antonio, pero éste, asesorado por su superior, le explicó como pudo que todo era mucho más elemental; según don Cipriano, en la iglesia de San Pedro debía haber una imagen del apóstol, pues los fieles no tenían ni a quien rezar ni a quien pedir ayuda en sus tribulaciones.
Uno de los pocos que no se escandalizó, por la simple razón de que no acudió a la asamblea parroquial, fue Salustio el Centauro. Salustio era todo un personaje no sólo en el pueblo sino incluso en la comarca. De él se contaban infinidad de historias, unas relacionadas con mozas y otras con fechorías, bravuconadas o hazañas guerreras. De acuerdo con Pájaro bobo, investigador histórico-folclórico del municipio a partir de la segunda República, el nombre de Centauro se lo puso Aurelio el Morgaño, vecino suyo, una noche en la que Salustio, que entonces debía de tener unos quince años, se presentó en su casa y, como si hablara a borbotones, se puso a contar que iba a comprarse una moto para subir con ella al Pinajarro, que era y, cabe suponer, sigue siendo la cumbre más alta de toda la sierra. Nada más oírlo, Aurelio dio un salto y gritó: ¡Salustio, eres un centauro! Y con el nombre de Centauro se quedó para el resto de su vida, a pesar de que a él no le hacía ninguna gracia y prefería el de Salustio, que según le habían explicado en la escuela, era el de un célebre escritor romano.
Un día de principios de 1937, cuando estaba en la estación esperando que pasara algún tren con víveres o pertrechos de guerra, le cogió la basca y se subió a un vagón que le llevó directamente el frente. Nada más llegar, sin preguntarle siquiera cómo se llamaba, le dieron un fusil con la correspondiente munición, y Salustio, que tenía a la sazón unos 17 años, estuvo disparando sin parar hasta que terminó el combate. Entonces se le acercó el jefe de la unidad (por lo que se supo después, un militar de alto rango) y le entregó un uniforme de legionario y una medalla con el Cristo de la buena muerte, pues, según declaró solemnemente, se lo merecía «por valiente y porque trepaba montaña arriba más deprisa que nadie».
El bueno del Centauro siguió en el frente, disparando a troche y moche, siempre protegido por su medalla, hasta el punto de que un día, en un combate, ésta le salvó la vida, ya que una bala fue a estrellarse justamente en ella.
Al mozo le gustaban la guerra y la manera de combatir de los legionarios, pero sin que sepamos cómo, pues él nunca quiso explicarlo, se pasó al bando republicano y, ya en tiempos de la retirada, huyó a Francia, donde se incorporó a la Resistencia. Aquí estuvo luchando dos años, hasta que, dada su condición de comunista convencido y militante, fue seleccionado para formar parte de una delegación de republicanos españoles que debía visitar la Unión Soviética y asistir oficialmente al desfile del primero de mayo en la Plaza Roja. Si nos atenemos a sus palabras, esto debió de ocurrir en torno a 1940.
Cuando, transcurridos ocho años desde su marcha, el Centauro volvió al pueblo y contó sus aventuras como guerrero, aderezadas con historias de mozas –milicianas españolas, resistentes francesas y camaradas comunistas–, sus amigos se las creyeron todas, en especial las de mozas, pues hay que decir que el Centauro, además de valiente, era un muchachote de buena planta.
Así que don Cipriano se enteró de que había llegado al pueblo un ex combatiente republicano, consultó a Antonio y éste le contó sus andanzas y algunas de sus proezas. En resumen, «un buen muchacho, noble y bruto como un toro; un alma descarriada».
Con estos antecedentes, el cura decidió visitar al Centauro, que, al poco de llegar, se había instalado en una especie de cortijo que compró junto al río, en un paraje conocido con el nombre del Salobral. Allí pasaba los días y las noches, siempre trajinando y siempre rodeado de sus animales; a veces, en vez de labrar el campo, se iba de caza con los perros, sin escopeta, para no levantar sospechas.
Así que vieron avanzar por el camino una figura humana toda vestida de negro, los cuatro perros del Centauro, asilvestrados como estaban, se pusieron a ladrar en coro como si hubieran visto al demonio, pero no se atrevieron a acercarse a ella. Su amo compareció momentos después y, como llevaba la camisa al estilo legionario con su
Cristo de la buena muerte bien visible en medio del pecho, el visitante aprovechó el detalle para decirle con retintín: «Hombre, veo que eres creyente…» «Bueno, la verdad es que me salvó la vida. Por eso lo llevo siempre en el pecho, aunque la verdad es que yo… Sí, eso, soy comunista, bueno, bueno, bolchevique territorial. ¿Sabe usted, don Cipriano? He estado en Rusia, en Moscú, en la Unión Soviética».
Al Centauro se le humedecieron los ojos y empezó a soltar palabras en una lengua extraña, tan extraña, que don Cipriano no entendía nada. En un primer momento le pareció griego, luego búlgaro cirílico y por último ruso. Pero no se asustó. Meditó unos segundos, pidió inspiración al cielo y luego le dijo a su nuevo feligrés: «Mira, yo sé que eres buena persona. Aquí, en el pueblo nadie te va a molestar, ya le tengo dicho a Adolfo, sí, a Adolfo, el cabo de los guardias civiles, que te deje en paz, que tú no vas a armar bronca ni hacer propaganda a favor de los ateos. Lo mejor para todos es que te quedes en casa con tus perros y tus ciruelos. Y a propósito de ciruelos, ¿qué vas a hacer con esos troncos que tienes ahí, junto a la parra?» «Pues guardarlos para hacer fuego con ellos en invierno». «Entonces, ¿me darías uno?» «Pues claro que sí, don Cipriano. Pero, ¿para qué quiere usted un tronco de ciruelo?» «Ya te lo explicaré».
Al día siguiente, Antonio se acercó al cortijo del Centauro con su burro, cargó el tronco de ciruelo más grande y macizo que encontró cabe la parra y se lo llevó a su casa, donde le esperaba el señor cura, que, nada más verlo llegar, le ordenó: «Ya puedes empezar».
Y así lo hizo. Como el subalterno del señor cura manejaba la gubia con pasmosa habilidad y destreza, en poco menos de un mes puso a punto una figura de San Pedro con las medidas del Cristo que había hecho para la ermita de la Salud. Las dos imágenes estaban talladas en madera de ciruelo, pero mientras en el Cristo Antonio había aprovechado la resina que desprendía la madera para simular las lágrimas de la Pasión, en el San Pedro, advertido por don Cipriano, tuvo mucho cuidado en que la cara resplandeciera de pura bienaventuranza.
Cuando Antonio terminó de tallar la imagen del santo, don Cipriano fue a verla y juntos acordaron pedir al obispo de la diócesis que acudiera al pueblo para consagrarla oficialmente. «Y ¿qué hacemos con nuestro Centauro?» preguntó Antonio en el momento de despedirse. «A mí, lo único que se me ocurre –repuso su superior– es invitarle a que venga a verla. Así, al menos conseguiremos que se acerque a la iglesia». «No vendrá, estoy seguro de que no vendrá, don Cipriano». «Eso ya lo veremos. Ten en cuenta que, modestia aparte, yo tengo cierta influencia en el cielo». «Pues mejor para usted». «Tú lo que tienes que hacer es dejarte caer un día por el cortijo del Centauro como quien va de caza y entre gazapo y gazapo le preguntas si quiere ver el tronco de ciruelo, mejor dicho, lo que has hecho con él. A ver cómo respira». «Lo que usted diga, don Cipriano».
Nadie en el pueblo supo nunca qué le dijo al Centauro el sacristán la mañana en la que, acompañado de sus tres galgos y sus dos lebreles, éste se personó en el cortijo del Salobral. Lo cierto es que el primer domingo de julio de 1944, a las doce de la mañana, cuando el ministro del Señor, revestido de pontifical, salió de la sacristía y se dirigió al altar mayor para celebrar la santa misa, el alma descarriada apareció en la iglesia, fijó los ojos en el retablo y, así que vio la imagen del santo apóstol allí, en todo lo alto, exclamó como si no quisiera creer lo que veía:
«Ay, San Pedro, yo te conocí ciruelo
y de tu fruto comí;
los milagros que tú hagas
que me los cuelguen a mí».
Hervás, agosto de 2003
Nota. Escribí este cuento durante el mes de agosto de 2003, cuando me alojaba con Margarita, mi señora, en un apartamento del antiguo Hotel Sinagoga de Hervás. Como de costumbre, Blacky estaba con nosotros. Mientras contemplaba el Pinajarro, que me parecía tener al alcance de la mano, recordé leyendas, hechos, dichos y personajes de mi niñez. La imaginación y un cariño teñido de nostalgia hicieron el resto. Se prendió fuego en el monte, y un presagio me hizo saber que sería mi última visita.
Caerá la noche
sobre el bosque en llamas
y arderá mi pueblo
arderá mi casa
arderá mi río
arderá mi infancia