Profesor Blawinsky, el mago de Plasencia
A José Luis, vecino y amigo
Hace muchos años, cuando Pájaro bobo vivía en Plasencia y aún no se llamaba Pájaro bobo, su hermano Miguel, bastante mayor que él, le contó que una vez, con motivo de las ferias y fiestas de la ciudad, que se celebraban y siguen celebrándose a principios de junio, se instaló en la explanada de San Antón, entre el Acueducto y el Nido, un circo húngaro, ruso o indio de la India. Su número más misterioso y emocionante consistía en un experimento de magia o, para ser exactos, de hipnosis colectiva.
El mago, presentado en carteles y prospectos como Profesor Blawinsky, era un hombre alto y enjuto de voz solemne con acento de zíngaro de Transilvania y mirada profunda como el averno. Nada más pisar la pista, inició su ritual con mucha química y mucha prosopopeya, entre juegos de luces y sombras, humos y polvos de enervante fragancia. Como remate, y a fin de crear plenamente el clima requerido, pasó varias veces su varita mágica por encima de las cabezas de los asistentes con mano poderosa y dominante, advirtiéndoles sin parar que a nadie le ocurriría nada malo. Él tenía en todo momento el control de la situación y, si observaba alguna presencia sospechosa o simplemente extraña, podía interrumpir inmediatamente el número, y santas Pascuas.
Rapaces y mozalbetes jalearon las palabras del mago, mientras los demás adoptaban una actitud circunspecta y espectante. Pero si aun así accedieron a seguir sentados, sin chistar ni pestañear, fue porque su curiosidad era igual a su inquietud y su zozobra, cuando no mayor. Además, junto a la entrada del circo había dos guardias municipales en uniforme de gala, y es sabido que en aquellos tiempos los uniformes, todos los uniformes, imponían respeto.
El mago siguió adelante con su liturgia ritual, ayudado por un subalterno que pronto resultó ser una subalterna jamona y suculenta. Simultáneamente, su actitud se fue haciendo cada vez más enigmática y su mirada cada vez más penetrante.
«Y ahora –dijo una voz de ultratumba– todos ustedes van a entrar en trance. Pero tranquilos, tranquilos, la situación está controlada. Tranquilos, todos tranquilos. Silencio, mucho silencio».
Al momento, niños y adultos empezaron a cerrar los ojos, mientras las cabecitas les quedaban colgando y luego les caían sobre el pecho.
«No pasa nada, no pasa nada. Ahora todos ustedes tendrán la sensación de que van a ahogarse, pero tranquilos, no pasará nada».
Entre el público había alguien que no cerró los ojos, ni estaba dispuesto a cerrarlos. Y mucho menos a ahogarse. Era un vecino de la carretera de la Estación que había vuelto del frente un año antes y había ascendido de soldado raso a sargento por méritos de guerra.
Como aquello no le gustaba ni un pelo, echó mano a su pistola y, tras empuñarla a la usanza militar, esperó acontecimientos.
El mago ejecutó hasta cinco veces consecutivas sus manipulaciones y sus ritos con mucho aspaviento y evidente dominio de todos los secretos de la profesión, mientras la subalterna pasaba otras tantas veces su mirada por el público con el no menos evidente propósito de supervisar el estado de ánimo de la grey.
De repente, el mago levantó su varita y la dejó suspendida en alto para que se viera que era mágica. En seguida todos empezaron a jadear como si realmente estuvieran ahogándose, pero en el mismo instante el sargento, sentado a pocos metros de la pista, se puso en pie, sacó su trabuco o, por mejor decir, su arma reglamentaria, lanzó tres tiros al aire y gritó: «¡Aquí no se ahoga nadie!»
Al oír los disparos, el mago dejó todo el attrezzo, arrojó su varita mágica al suelo y, seguido por su subalterna, desapareció volando por los aires como el fantasma de Drácula.
En cuestión de segundos, los adultos se liberaron del sofoco y de los efluvios maléficos de humos y polvos y volvieron a respirar de manera acompasada, mientras muchachos y mozalbetes, aún un poco aturdidos y desconcertados, aplaudían entre risas y chanzas, y los dos agentes de la autoridad municipal cruzaban raudos la pista en pos del desaparecido, al tiempo que gritaban: «¡Que no se escape, que no se escape!».
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