La guitarra berlinesa de Miguel
Nada más llegar a la capital de todas las Alemanias, Miguel se compró una bicicleta de segunda, de tercera, de cuarta mano. A su padre le hizo pensar inmeditamente en la bicicleta de Picasso, que no era una bici sino una escultura. Luego le dijo a su padre que quería una guitarra. Su padre, un servidor de ustedes y de él, le dijo que sí, pero, que dado los tiempos que atravesamos, la operación debería hacerse por el procedimiento del tuberculoso pobre. Ahorrando y poco a poco. Como, por herencia paterna, Miguel tiene bastante de trapero, resulta que le gustan las cosas viejas. Si puede, se lo compra todo viejo. En cambio, su padre, pueda o no pueda, compra sólo cosas que pesen y a ser posible brillantes y a ser posible del color del oro. Atavismos, atavismos. A Miguel le gustan la música y las matemáticas, que es una buena combinación. Para su padre, un servidor de ustedes y de él, Miguel es demasiado inteligente, y, curiosamente, eso le preocupa. Aun así, es equilibrado y sensato, pero, para su padre, distante, muy distante, acaso demasiado distante. Por eso se ha ido a Berlín a estudiar aplicaciones prácticas de redes de sensores. Para su padre, un servidor, Miguel es ahora el que siente y piensa al otro lado del hilo. Estamos en la red, formamos parte de la realidad virtual, que es una forma de espiritualización.
Pregunta ingenua e intempestiva: ¿puede llegar a existir una realidad virtual en sí misma, por sí misma y para sí misma?