Desde el búnker de pladur
Estoy en el búnker de pladur, hogar, patria y refugio desde que los demócratas de la barretina me condenaron a muerte civil por mi buena cabeza. Miro por uno de sus cuatro ojos de buey. Delante, una calle; más allá, un solar con las piezas de una grúa, tentáculos de hierro, tendidas en el suelo: deconstrucción-construcción-destrucción. En la acera de enfrente, los gatitos del jardín de infancia el Descampao juegan a cuatro patas como niños diminutos. A lo lejos, ya en los lindes de la imaginación, vislumbro una montaña y a su izquierda, que es mi derecha, la Barceloneta y el mar piélago de la Sargantana. ¿Mar, piélago o sentina? El alma me pide espacio y le regalo un mundo virtual. Ahí tiene cancha, Lebensraum, para vivir, para sobrevivir, para construir cuantos mundos pueda y, en definitiva, para perpetuarse. El alma es como Dios, Dios en su mundo. Pienso en esos robots que toman decisiones y actúan por su cuenta, al margen de la voluntad de su creador, y por un momento imagino que acaso—y acaso necesariamente— un día los robots sobrevivirán a su creador, a todos sus creadores.
Pregunta ingenua e intempestiva: ¿y si en un futuro ya no sometido al tiempo el universo, todos los universos estuvieran poblados íntegra, excclusivamente, por robots que sobrevivieron a su creador, a sus creadores?
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