El Bolchevique (historia placentina)
Allá por los años de nuestra última República, el tío Hermógenes (el Mógine para vecinos y amigos) tenía su predio — huerta avenada por el Jerte, amén de casa con establo y troje— en el llano que se extendía, y parcialmente aún se extiende, desde el caño Soso, a los pies de la carretera del Valle, hasta el canal que acompaña al río durante cuatro kilómetros y le ayuda a formar la Isla de Plasencia.
Hermógenes, pequeño y esmirriadillo, lo era aún más desde que, tras perder la pierna izquierda en un percance con su carro, le pusieron una pata de palo. Aun así, el hombre, ya en los sesenta, iba tirandillo, entregado en cuerpo y alma a las labores de su huerta. Allí se pasaba las horas con una pequeña botella de tintorro cubierta por la pernera del pantalón y pegada al palo que le servía de pierna. Cuando, de atardecida, acudía su mujer para llevárselo a cenar, Hermógenes ya había escondido la botella entre los matojos, de modo que tan pronto como la Ramona hacía intención de agacharse para inspeccionar sus entretelas, Hermógenes daba un brinco, se colocaba en lo alto del surco más próximo y rezongaba por lo bajini con aire de amenaza: «Me cago en dio, me cago en dio, que no respondo de mí…» Y, al tiempo que rezongaba y blasfemaba, hacía amago de llevarse la mano a la cincha donde escondía la faca. Pero la Ramona, hermosota y, aparentemente, mandona como una militara, se alegraba de tener un hombre trabajador y valiente y se lo demostraba con algún que otro achuchón.
Parece ser que por aquellas fechas, primavera de 1933, llegó a la ciudad construida por Alfonso VIII para «complacer a Dios y a los hombres» un politicastro de los Madriles, que era como entonces se llamaba allí, en las orillas del Jerte, a los caciques de la capital. El susodicho tenia pensado pronunciar un discurso, mitin incluido, en los terrenos del cine Avenida. Pájaro bobo, que recogió la historia por vía oral, nunca consiguió saber cómo se llamaba el político y si era de izquierdas o de derechas. Tampoco llegó a saber si la historia era cierta o sólo una invención de su protagonista o de algún narrador anónimo con más imaginación que conocimiento.
Lo cierto es que, según parece, el tío Hermógenes estaba dándole a la azada, y de vez en cuando a la botella de tinto, cuando apareció a pocos pasos de él, exactamente en el camino que iba del caño Soso a la Isla, un hombre de porte distinguido y por lo tanto impropio del lugar y del momento. Hermógenes levantó la cabeza para preguntarle qué se le ofrecía, y el forastero, con visibles ganas de conversa, comentó no se sabe qué sobre la huerta, las sandías y los tomates, pero en seguida le comunicó al hortelano que, si quería cambiar sus condiciones de vida, debía ir al mitin del Avenida, al día siguiente por la tarde. Que ahora todo se hacía con mítines, que eso era lo democrático. Que, claro está, después había que votar. El tío Hermógenes, ni corto ni perezoso, le contestó que él sólo iba a los mítines en los que hubiera una bandera roja, pues él era bolchevique. «¿Cómo?» «Sí, yo soy bolchevique». El señor de los Madriles cambió al momento de tema y de cara, y, sin despedirse de su posible prosélito y votante, enfiló el camino del caño Soso, poco menos que corriendo, y en un periquete se plantó en la plaza porticada de la ciudad.
Cuando Hermógenes le contó el encuentro con el señorito madrileño a su Ramona, ésta quiso saber al momento qué era eso de bolchevique, y, como él no supo darle razón, la mujer, preocupada, fue a ver al señor cura, que, según todos los hortelanos de la ribera del Jerte, era persona leída e instruida. Así que la Ramona pronunció aquella palabra infame, don Juan Barba, párroco del Cristo de las Batallas, se llevó las manos a la cabeza y, cuando se repuso del soponcio, recomendó a la buena mujer y mala feligresa que no se lo dijera a nadie, que dejara a su Hermógenes en la huerta, pero sobre todo que no acudiera a la taberna ni hablara de aquello con otros hortelanos, no fuera a ser que cundiera la mala semilla y tuviera que intervenir el señor obispo. Que, si si intervenía, seguro que todos los comunistas de la ciudad iban a la cárcel y a él le quitaban la parroquia por falta de celo.
La mujer hizo lo que le ordenó el señor cura en lo que pudo y estaba de su mano, pero alguien debió de propagar la especie, pues desde entonces el hortelano pata de palo pasó a ser Hermógenes el Bolchevique y, muerto él, sus hijas pasaron a ser las Móginas del Bolchevique y como tales vivieron hasta su defunción, ya avanzado el siglo XX.
Nota
Pájaro bobo procede de Hermógenes el Bolchevique por vía materna, pues su madre, la señora Lucía, era la mayor de las Móginas.