José Burrull y Toni Farrés: la lealtad como traición; la traición como lealtad
Dos vidas, dos lecciones, una pregunta
José Burrull fue desde su juventud un falangista convencido. Por su físico —alto, rubio, ojos azules— podía encarnar perfectamente el ideal juvenil del nacionalsocialismo en la España de 1940.
Cuando lo conocí, Burrull era ya un hombre de edad, pero conservaba cierta apostura, cierta dignidad entre burguesa y joseantoniana. Sus ojos seguían siendo azules y su mirada seguía siendo diáfana.
Para mí eso significaba que su patriotismo respondía a un sentimiento sincero y que el hombre se esforzaba en mantenerse fiel a su código de honor.
Dotado de una notable capacidad política, si Burrull no consiguió rebasar el ámbito local y acceder a esferas superiores, como sin duda habría deseado, posiblemente fue más por falta de preparación que por falta de facultades intelectuales.
Aun así, gracias a su visión certera y realista de las situaciones y las personas consiguió mantener el control sobre la grey local cuando esta, aconductada y guiada por Josep Miquel Sanmiquel, inició el paso-traspaso desde el antiguo régimen hasta el prometedor catalanismo burgués.
Hombre del Opus y misa diaria, Sanmiquel fue durante muchos años el enlace solícito y solicitado por la oposición catalanista con los representantes del Movimiento instalados en el ayuntamiento de Sabadell y después dirigió la hégira de los miembros más conspicuos del conglomerado falangista a las playas de Convergencia, «on ara estiuejava la gent d’ordre».
Del Movimiento al rovell de l’ou pasando por la iglesia bendita y protectora de San Félix.
A mi modo de ver, estamos ante esa religiosidad, siempre supeditada a la ideología y en definitiva a los intereses económicos, que convierte el amor al prójimo en un sarcasmo.
Mas adelante, cuando el régimen de Franco estaba herido de muerte y los devotos feligreses de San Félix, instalados en la nueva capilla, tiraban de un Burrull ya anciano invocando los vínculos de la vieja camaradería y la nueva germanor, él procuró, primero, mantenerse fiel a sus convicciones y, en última instancia, conciliar la lealtad falangista, su propia lealtad, con la ideología ahora dominante.
No lo consiguió.
El silencio que, una vez muerto, le dedicaron sus compañeros —¡nunca amigos!– de camisa azul y acampada bajo las estrellas ha sido para mí, mortal pensante, una de las lecciones más duras y sobrecogedoras de la vida, máxime toda vez que, como pude comprobar, ese silencio, hecho de cobardía, deslealtad y oportunismo, estaba inspirado en el instinto de supervivencia y era la respuesta servil a una consigna impartida por los representantes del nuevo orden sociopolítico en el lenguaje de los mudos.
El lenguaje de los muertos.
A mi modo de ver, José Burrull fue leal a sus ideales y esa lealtad suya, esencialmente libre de connivencias y complicidades, fue percibida e interpretada como una traición a Cataluña por los que, extinguido el régimen de Franco, se erigieron en valedores del catalanismo triunfante.
Silencio, pues, plenamente merecido.
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Años setenta del siglo XX, el siglo de nuestras mejores vidas. Desde la distancia, sumidos ya en la vejez, años de lucha al servicio de algo que, al poseerlo, nos poseía.
La aureola que envolvía la figura de Toni Farrés hizo que sintiera simpatía por él antes de conocerlo. Eran los tiempos de la rebelión suburbial y arrabalera contra el franquismo. Tiempos de heroísmo, heroísmo anónimo.
Tiempos gloriosos en los que el socialismo me llevó a soñar con una humanidad inmortal: seréis como dioses.
Toni Farrés era el líder con cara y ojos, no anónimo, de los obreros y sindicalistas del Sabadell charnego. Él los llevó a la victoria y ellos le hicieron su alcalde. Al menos eso creyeron, al menos durante unos años.
Pero, al parecer, el líder obrero tenía otros pensamientos, otros proyectos. Concluida la etapa guerrera, revolucionaria, española, el hombre decidió probar fortuna en la política parlamentaria de este pequeño país y hacerse un lugar en el establishment catalán.
A ser posible, debía ser en la izquierda, pero, si no, donde fuera y con quien fuera.
Él estaba convencido de que sus méritos daban para eso y para mucho más.
Lo intentó por los medios a su alcance. Con poco éxito, con menos éxito del que esperaba.
Ahora, Farrés quería que se le viera y reconociera como un valor del catalanismo. Lo que había hecho, lo había hecho con la charnegada, pero no por la charnegada y tampoco para la charnegada. Lo había hecho por Cataluña y, concretamente, para su clase dirigente, a la que quería incorporarse, porque, a su entender, él pertenecía a ella y, en cierto modo, ella le pertenecía a él.
¿Qué otro catalán, proletario o burgués, había estado en las barricadas arengando a los obreros?
Pero el hecho es que, concluida la revuelta, el joven y victorioso luchador se dirigió a los suyos y los suyos no le recibieron.
Cabòries y cancamurrias.
Años después del incidente en las inmediaciones de la Plaza de Mercado de Sabadell, acaecido allá por los primeros años ochenta de ese siglo que ya es historia, encontré a Toni Farrés en la Rambla, a la altura del edificio de los Sindicatos.
Me detuve ante él y le dije a palo seco: «Cuánta maldad tienes en el alma».
«Y tú más» me contestó sin inmutarse. Y siguió calle abajo.
En realidad, nunca supe cómo era realmente Toni Farrés. Intuiciones e inspiraciones aparte, lo que averigüé de él me llegó por amigos y/o conocidos suyos. Nunca accedí a la parte que me interesaba y que habría deseado conocer. Nunca supe cómo pensaba, cuál era su ideario, qué imágenes poblaban su imaginario, cómo conciliaba la revolución obrera con un catalanismo burgués y, por lo tanto, doblemente opresor, habida cuenta que era a la vez antiobrero y antiespañol.
Y, lo que es más triste y más grave, nunca supe si tenía capacidad para percibir esa dimensión intangible de la realidad, llamada convencionalmente espiritual, que, a mi modo de ver, debe alentar en la cabeza de todo aquel que apuesta por la utopía como reino último, inexorable y glorioso de la racionalidad.
A su muerte, Jordi Pujol, autoridad suprema del Sanedrín o Consejo Asesor de Cataluña, le honró con su presencia y le regaló una figura, modelada a su imagen y semejanza, para que se la endosara y, una vez se la hubiera endosado, pudiera entrar con todos los honores en la Casa Gran y en la historia del catalanismo.
¡Charnegos, fuera!
Pregunta a los cuatro vientos: ¿siempre trata así la historia a los miembros de la sociedad que en vida la dirigieron y la formaron?