De niños y niñerías
En alemán se dice coloquialmente que todo hombre adulto lleva, conserva, un niño en su interior: das Kind im Manne. Normalmente ese niño queda ahí y va perdiendo presencia en términos absolutos y relativos a medida que el individuo desarrolla su personalidad.
La personalidad puede entenderse como una máscara e incluso como una coraza. El desarrollo de la personalidad es, en realidad, una extroversión y una forma de alienación. La persona adulta es un ser dual, escindido, esquizofrénico, necesariamente falso. Si los seres humanos no mintieran y engañaran, probablemente no podrían vivir y con toda seguridad no podrían convivir, al menos en la forma que conocemos.
Freud lo aprendió en la Biblia, concretamente en el relato mítico del pecado original. ¿He dicho mítico? Bueno, mítico en la forma.
El caso es que, según parece, el ser humano que no se desarrolla debidamente en lo intelectual y no crece simultáneamente en lo espiritual sigue siendo un niño y, como tal, permanece aferrado a su mundo, que es como un segundo útero. Y, lógicamente, cualquiera que sea su edad, los conceptos y las figuras que pueblan su imaginario son conceptos y figuras de su infancia. Y, como no podía ser por menos, los retratos y las descripciones que hace de los demás son retratos y descripciones de niños que en realidad son él mismo.
Por eso, y por otras muchas razones, el Insomne recuerda siempre al ilustre profesor placentino de segunda enseñanza que, allá por los años de nuestra durísima e interminable posguerra, declamaba con voz solemne desde lo alto de su tarima con pretensiones de cátedra:
«El que con infantes pernocta excrementado alborea».
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