De Jena a las Batuecas
Muerto Friedrich, padre y maestro, en un ataque de locura, que siempre fue una manera gloriosa y heroica, además de sana y saludable, de morir, Zaratustra, a la sazón más hombre que superhombre, escribió a su amigo el Insomne, que ya entonces vivía y penaba en tierra de fenicios, a la vora del mar de la Sargantana, meridiano de las Columbretes; exactamente, ciento veinte millas al oeste de la isla de Sardinia y, aproximadamente, doscientas ochenta y cinco de las de Pantelería y Lampedusa, hoy refugio de alcatreces y ayer de piratas sarracenos.
El pensador misántropo, nacido en la patria o Heimat de los teutones, frontera con Eslavia, le preguntaba si en el país de su admirado caballero Don Quijote aún quedaba algún lugar en el que, por ignoto y remoto, pudiera vivir lejos de hombres y mujeres, entregado por entero, sin trastornos ni perturbaciones, a sus prácticas y sus cavilaciones –adorar al Sol cada mañana, a la hora del alba, y blasfemar a voz en grito para conciliarse/reconciliarse con la Divinidad y masturbarse el cacumen con sus ensoñaciones y sus dèries durante las noches de luna– en espera de su enésimo y postrer retorno/resurrección.
El Insomne le contestó a vuelta de correo que, efectivamente, conocía un paraje adecuado a sus exigencias y necesidades. Con montañas y aguas y bosques y follajes primigenios en abundancia, y casi sin seres humanos. Además era fama, a buen seguro infundio surgido en las leyendas prehistóricas de las montaraces y belicosas tribus de las comarcas vecinas, que sus habitantes no hablaban, pues no conocían ni lengua ni lenguaje, y tampoco leían por la sencilla razón de que ni sabían leer ni tenían libros. Se decía incluso que, en la iglesia, el anciano sacerdote, intérprete y albacea de la voluntad de Dios, amén de ministro del Señor y custodio vitalicio de la santa Hostia, explicaba el evangelio de Cristo y la doctrina cristiana a sus atentos y siempre silenciosos feligreses con ademanes y gestos (nunca pecaminosos y, aún menos, obscenos), realzados con interminables rosarios de mimos, muecas y aspavientos.
La misiva del Insomne, el infraescrito, estaba redactada en alemán, última koiné de los amantes de la letra menuda y los miembros de la sigilosa hermandad de los Hijos de la Idea, e iba acompañada de un mapa de la Hesperia ibera y, dentro de él, un recuadro de la comarca y el paraje con todos sus nombres en lengua vernácula y algunos, sólo los más notorios y conocidos por hechos históricos o accidentes geográficos, en el latín de la universidad de Salmántica.
Al cabo de algunos meses, el Insomne recibió con gozo y alborozo, teñidos con un sí es no es de pasmo y zozobra, una carta garabateada en una letra como de persona perturbada. En el sobreescrito podía leerse: «Al muy ilustre señor hermano de Don Quijote». Y en el escrito: «Las Batuecas, 25 de enero de …» A partir de aquí, letra y garabatos eran ilegibles. Para colmo, el papel estaba sucio y arrugado.
Así que leyó o, por mejor decir, descifró, como pudo y hasta donde pudo, el mensaje de su alma gemela y amigo muy querido, el Insomne, incapaz de dominar sus emociones y asmismo de razonar y ordenar sus ideas, tomó una decisión: ir a ver al hombre superhombre, al que había conocido, hacía ya varias décadas, en el manicomio (¿clínica psiquiátrica?) de Jena junto a varios genios de la música, la poesía y el teatro, pues tenía el convencimiento de que, como éste estaba bastante más loco que él y por lo tanto sabía e incluso veía muchas cosas que él ni sabía ni veía, a buen seguro que podría explicarle y mostrarle con toda su retórica y toda su prosopopeya, los ojos en blanco fijos en el infinito, algunas de tales cosas, fueran o no fueran de provecho para su espíritu y/o su andorga.