La incierta gloria del irreductible
En una dictadura encubierta como la que tenemos hoy en Cataluña, con una sociedad civil sometida, nolens volens, al dictado de la clase dominante, eterna valedora y beneficiaria de la ideología dominante en cuanto estructura de poder político, social y económico, no son precisamente muchos los que se han mostrado y se muestran dispuestos a presentar batalla a un régimen ilegítimo por abusivo e inmoral. De hecho, a lo largo de la historia no han abundado los suicidas. Las dictaduras, sí. Y, en contra de todo lo que se ha escrito y se escribe, para conseguir sus objetivos a las dictaduras les basta y les sobra por lo común con un arma de dos filos: la promesa del premio y la amenaza del castigo.
Hoy, en Cataluña, la fórmula vale para la inmensa mayoría de la población. El resto corresponde a los irreductibles, seres que han decidido mantener y defender a toda costa ese disparate absurdo, contrario a la cordura y el seny, llamado dignidad, no enajenarla.
Ahí están. Pero valedores y servidores de la ideología dominante han recibido órdenes de acabar con ellos. Un servidor celoso del establishment ha dicho alguna vez, ¡en público!, que el límite del independentismo militante es el asesinato. Es posible que así sea, al menos de momento. En cualquier caso, sabemos que quienes así piensan y actúan no dudan en someter a los elementos irreductibles a condiciones de muerte civil.
Cuando le llega la hora, el irreductible es despojado —¡sigilosamente!— de su puesto de trabajo y alejado del mercado laboral, reducido a la no existencia como intelectual y cabeza pensante, marginado socialmente y sometido a un acoso implacable en su entorno vecinal e incluso familiar. Para ello se recurre por norma general a medios y agentes alejados, al menos en apariencia, del catalanismo oficial, pues lo que se pretende es que el irreductible quede desacreditado socialmente por su comportamiento, no por sus ideas políticas. Así, el irreductible pondrá de manifiesto su carácter asocial y agresivo en sus relaciones con amigos, conocidos, miembros de su propio partido más sumisos y en general con personas calificadas como dóciles por los valedores de la ideología dominante. Siempre fue así y así es también aquí y ahora, entre nosotros. Es práctica común presentar al disidente como un perturbado mental. Y, en cierto modo, lo es, pues su comportamiento no responde a las leyes dictadas por el instinto de supervivencia. De hecho, el disidente podría constituir la contrafigura del esclavo, definido por Hegel como aquel que lo supedita todo a la supervivencia.
Consumada con éxito la operación de acoso, al irreductible le quedan pocas salidas, si es que sobrevive. De hecho, entonces hay quien abandona el país, hay quien se rinde y, por supuesto, hay quien cambia de bando, mientras que alguno se ve obligado a separarse de la mujer y de los hijos y subsiste como piltrafa humana por su mala cabeza. Como arma político-policial, la muerte civil persigue la destrucción psicológica de la persona. Y en muchos casos lo consigue.
Esa es la incierta gloria que espera con toda probabilidad a aquel que, por irreductible, figura en los ficheros secretos de la Generalidad y su régimen político de carácter mafioso e inmoral con el sello/estigma: «EC» (Enemic de Catalunya).
En cualquier caso, al que piense mantenerse fiel a sus ideales en estas tierras y estos tiempos tal vez le convenga hacerse a la idea de que con toda probabilidad va a morir no como un héroe sino como un delincuente. Yo lo he hecho y además me he refugiado en la realidad virtual en espera de mi día y mi hora.
Ramón Ibero