El muro palimpsesto
A la izquierda, según se mira a poniente, la casa misteriosa horada el aire como si quisiera huir de las tinieblas y liberarse de la oscuridad por elevación. Se dice que sus paredes, siempre aderezadas con becqueriana hiedra, oyen.
A la derecha, brazos y plumas de grúas desguazadas yacen en el suelo como tentáculos de robots abatidos o soportes de un raro escaléxtric venido a menos. Grúas de la construcción, mecanos deconstruidos.
En el centro, una precaria teoría de vigas y tablones, con hierbajos como tramoya y camuflaje, constituye la morada y el amagatall de una tribu de gatitos con vocación de okupas. Laberinto con galerías para entrar furtivamente y salir de estampida. Para esconderse y dormir al amparo de la noche.
Junto a la morada-amagatall, un muro, a buen seguro sordo como una tapia, ofrece amoroso resol a los felinos en las mañanas mínimamente soleadas de invierno.
Delante del muro, los integrantes de la troupe gatuna escenifican sus combates de pressing-catch a la mexicana con saltos y tombarelles tan reales e indoloros como sus zarpazos y dentelladas.
Además de cicatrices y protuberancias, el muro muestra cortes y orificios que llegan hasta su alma y la traspasan. Alma de guijo, arcilla y argamasa.
Si el tronco del árbol de la vida tiene anillos que son otros tantos años, este muro tiene estratos que son otras tantas épocas de una genealogía, cada época con sus mensajes escriturísticos. Signo y símbolo. Signo de barro, símbolo imaginado.
El muro es un palimpsesto.
El Insomne, con el ojo pegado al ojo de buey que mira al septentrión, contempla la escena –casa, laberinto, muro, robots– y observa al Menesteroso, mano izquierda de la Providencia, que llega cuando cae la tarde.
Es la hora del àpat. Frío de invierno. Calor de Navidad. Diciembre de 2009.