El violín roto
Los sábados, a eso de las diez de la mañana, llevo la ropa sucia a una lavandería que hay en la Zwinglistrasse. Allí me la lavan y me la planchan. La dependienta es relativamente joven. Tendrá unos treinta años. Buena moza. Agradable. Me da acceso a su vida. Y a sus asuntos. Y a sus aficiones. A su intimidad. Quedamos, nos vemos, salimos, entramos. Tiene un cuerpo escultural, no escultórico. Muy femenino.
Como voy cada semana, nos vemos a menudo. Somos vecinos. La moza se llama Brigitte Reinhardt, y yo la llamo mentalmente Corazón limpio. Es soltera. Vive con sus padres. Nunca estuvo casada. Hoy la acompaño hasta la puerta de su casa. Me baja un trozo de Kuchen, especie de tarta o pastel casero. A diferencia de Isabell, a quien dejo de ver durante una larga e ingrata temporada, Brigitte no tiene inquietudes intelectuales. Quiere vivir. Casarse, naturalmente no conmigo. Lo nuestro es una aventura coyuntural. Una solución de emergencia.
La amistad con Brigitte, salidas y entradas incluidas, dura unos seis meses. Una vez por semana, como la ropa sucia, como la ropa limpia, la muda. Ella, tengo que decirlo, es limpia, huele bien, pero prácticamente, a la media hora de estar juntos y una vez terminado el cortejo con sus lances, simulacros y aspavientos, ya no tenemos de qué hablar.
Brigitte es unidimensional.
Un día de otoño, sobre las siete de la tarde, me llama. Dice que desea verme. No es urgente, pero tiene interés en que nos veamos y hablemos. Primero quiere que vayamos a mi/nuestra habitación y escenifiquemos en la cama el encuentro. Después me dirá qué decisión ha tomado y por qué. No estoy especialmente intrigado, pues Brigitte es una mujer previsible en sus demandas y en sus reproches.
Contemplo por última vez su cuerpo. Y lo admiro. Y disfruto de él. Al tacto y a la cala. Ella parece no enterarse. Simplemente deja que ocurra lo que se entiende que debe ocurrir en tales situaciones. Si yo fuera catalán tal vez diría que me deja hacer. Y hago. Brigitte está tranquila, sosegada, luego satisfecha, luego preparada para la despedida. Vamos a un Tea Room, pues ella no bebe alcohol, y en seguida se dispone a explicarme los pormenores de su decisión.
En un principio la relación conmigo la ilusionó. Creía que podríamos llegar a vivir juntos, pero pronto la llama de la ilusión (nunca pronunció la palabra Liebe) empezó a apagarse.
Y así estaban las cosas cuando, una noche, tuvo un sueño. Nada más iniciar su relato, a Brigitte se le nublan los ojos, luego los aparta de los míos, los entorna y continúa:
–Ha sido un sueño triste, muy triste y, para mí, aleccionador. Se lo he contado a un conocido mío, que es psicólogo, y me ha dicho que es premonitorio.
–¿Premonitorio?
–Sí, premonitorio.
–Entonces continúa, por favor…
–Sí, pero antes tengo que advertirte que nuestra intimidad ha terminado. Creo sinceramente que es mejor para los dos. Aun así, me gustaría que pusiéramos fin a nuestra relación con una despedida civilizada, de modo que tú conservaras un buen recuerdo de mi y yo de ti.
Aunque herido en mi amor propio y en cierto modo intrigado, no inquirí ni puse condiciones a su propuesta. Pensé que tal vez carecía de sentido simular sentimientos que no tenía. Y Brigitte continuó:
–En el sueño apareces de repente ante mi puerta. Abro, miro y, al ver que tienes un paquete en las manos, sonrío. «Es para ti». «Danke schön!». Vuelvo a sonreír. Tomo el paquete y me dispongo a abrirlo. Es un violín. Vuelvo a sonreír, ahora casi complacida, pero en el mismo instante observo que el violín está roto. Sí, roto. Y tú eres ese violín…
Cuando me entero de que soy un violín roto, cambio de lavandería y decido no volver a ver a Brigitte, tampoco a pensar en ella. Al menos, durante un tiempo. Posiblemente, eso significa, de una parte, que nunca la había querido y, de otra, que no le guardo rencor. A decir verdad, considero que no soy capaz de sentir odio. ¿Y deseos de venganza?
Vuelvo a frecuentar el Odeon y también el club de ajedrez, pero como aquí no se juega con dinero, mit Umsatz, y para colmo está mal visto, me voy al Select. Allí casi siempre tengo partida. Y, con ella, cena pagada. Cada día debo asegurarme, además de un menú igual o parecido al que hoy ya he engullido o estoy a punto de engullir, la comida del día siguiente. Diez, quince, veinte francos. Y, por un milagro de la vida o por una dádiva de la Providencia, cada día lo consigo. Y salgo adelante. En el trabajo no lo saben, pero saben que juego bien al ajedrez. Paso por ser un chico inteligente, inteligencia natural. Y quedan sorprendidos de que, a estas alturas de mi vida, hable con corrección y fluidez cuatro idiomas.
—Was haben Sie denn studiert? –me pregunta un día, nada más llegar, mi jefe. Y se queda mirándome, como si yo fuera un aparecido, para añadir luego–: Und die Sprachen, wo haben Sie die Sprachen gelernt?
–Las lenguas -–le digo– las he aprendido, las estoy aprendiendo, aquí y allá. Y, en realidad, cuatro lenguas tampoco son tantas. Ya sabe, estudié latín y griego, lenguas muertas, dicen. Para mí, redivivas. Y, sobre todo, lenguas maestras.
El hombre se aleja con expresión de asombro en su cara. Un español que da clases de alemán…
En cierto modo, el trabajo en la fábrica de rodamientos a bolas es mi refugio y mi parapeto. Y mi coartada. No falto nunca a él y, a pesar de mi vida agitada, desordenada, procuro cumplir, y cumplo.
Por la noche, una noche de invierno de 1962 en la cama, repaso una vez más mi situación. Afortunadamente, al día siguiente es sábado. Podré dormir. Y preparar un plan de supervivencia. Ahora recuerdo que una madrugada, hace ya bastante tiempo, fue a buscarme la policía y por suerte no me encontró. Días después me enteré de que había ido con intención de deportarme, de ponerme de patitas en la frontera, porque había estado trabajando sin tener permiso de trabajo, ni de trabajo ni de residencia. Y es posible que efectivamente no tuviera ni lo uno ni lo otro, pero entonces yo no lo sabía. Hay cosas que un emigrante/inmigrante rara vez aprende, cosas que rara vez llega a saber, cosas que nadie le explica y, si las aprende o se entera de ellas, es por casualidad. O por mor de la vida, sus asechanzas y sus enseñanzas.
Es invierno. Hace mucho frío. Ahora ya no me quito nunca los calzoncillos largos. Sí, con frío el hambre es más hambre y con hambre el frío es más frío. Me dejo caer por el Select. Voy a ver si echo unas cuantas partidas y saco de penas la andorga. Descubro al polaco de nariz afilada en línea con la barbilla, igualmente afilada. Él también me descubre pero me ignora. Capto el mensaje, el doble mensaje. Llega el matemático Heller y dice que quiere explicarme una idea o teoría que se le ha ocurrido últimamente, a ver si yo la entiendo y le doy una respuesta satisfactoria. Él sostiene que si hay algo que no tiene sentido, entonces nada tiene sentido. Según el matemático Heller, no puede haber un sistema racional en el que haya algo que no sea racional. La razón no conoce ni reconoce agujeros negros.
–Y eso, ¿qué quiere decir?
–Pues que las cosas, el Cosmos, o tienen sentido o no tienen sentido. No puede ser que unas cosas tengan sentido y otras no.
–Evidentemente, así planteado el problema, parece que tienes razón. Pero, a mi modo de ver, en tu planteamiento hay un fallo.
–¿Y es?
–Que hablas como si fueras un observador omnisciente. El saber humano es una forma de no saber. Además del saber humano, puede/debe de haber modos de percibir, de interiorizar la realidad más perfectos, más puros, más psíquicos, más teóricos, menos invasivos, menos matéricos. Y, por supuesto, también modos de percibir y entender la realidad más imperfectos. El mundo es una obra en proceso de ejecución, a Work in process.
–Es posible que haya otros modos de percibir y entender la realidad, pero el que tenemos es éste. Con él debemos vivir y trabajar.
–¿Y entonces?
–Prefiero dejarlo para otro día. Tengo que pensar en lo que me has dicho. ¿Echamos una partida?
Efectivamente, echamos una partida, y otra, y otra. Heller paga, cenamos y ahora el que paga soy yo. Con su dinero. Una vez más, el Gauss alpino ha errado en sus cálculos frente a un hombre de letras ajeno a las matemáticas y, lo que tal vez es más triste, a la música.
Por cierto, a mi entender la esencia de la música es la armonía, no el sonido. Hay música sin sonido, no sin armonía. Y la armonía es movimiento. Alguien ha dicho que el universo es una nave en movimiento.
Mientras tanto, en la fábrica de Oerlikon la vida sigue su curso rutinario entre fríos y nevadas. Y una tarde, cuando los obreros de la expedición se disponen a recoger sus herramientas y limpiar sus puestos de trabajo –Aufraumen!, Aufraumen!–, se me acerca un carretillero alemán más o menos de mi misma edad, con el que yo acostumbraba a hablar mientras echábamos un cigarrillo. El muchacho, alto y fuerte como un castillo, me pregunta si quiero ganarme unos francos de extranquis, y le digo que sí, que cómo, cuándo y dónde. Entonces me explica que se trata de portear sacos de carbón en la estación de ferrocaril.
–Cinco horas, de las siete a las doce de la noche. Veinticinco francos y toda la cerveza que quieras. Pago inmediato, Bargeld! Yo he ido varios días.
–Venga. ¿Dónde es?
–Espérame allí, a la salida, a las seis y media.
Efectivamente, fuimos, trabajamos, bebimos, cobramos. Yo terminé con el cuerpo destrozado. Dos colegas te colocaban el saco sobre los hombros, tú lo sujetabas y lo llevabas de un vagón a otro. Los sacos no eran grandes. Debían de pesar unos cincuenta kilos. Los primeros se cargaban y se llevaban bien, pero al cabo de un par de horas ya pesaban el doble y luego más y más. No creo que la cerveza ayudara a soportar el peso y el castigo, pues castigo era aquello. Transportar a hombros sacos de cincuenta kilos, carbón de piedra, arenilla y polvo incluidos, en la vía muerta de una mísera estación de ferrocarril sumida en la oscuridad de una fría y nevosa noche de invierno de la Europa continental. Años sesenta.
Allí, a diez grados bajo cero, aprendí a filosofar con el martillo de la voluntad.
Llego a casa como puedo. No cansado, molido como la carbonilla. Me dejo caer en la cama. Cuando despierto son las seis menos cuarto de la mañana. Tengo que ir a trabajar. Antes lavarme, mejor ducharme-bañarme con agua fría para quitarme la carbonilla y el sueño. Resisto. Estoy vivo. Me llevo la maquinilla de afeitar y, a escondidas, me afeito en el lavabo. Trampas y travesuras de juventud. He ganado algún dinero. Puedo comer un par de días. Pero sigo chapoteando en la precariedad. En invierno, en un país inhóspito. En una sociedad cruel, terriblemente cruel. Nuestro orden social nace de la filosofía práctica del homo homini lupus. El débil es siempre un enemigo de la sociedad, de la especie humana, de sí mismo.
El trabajo, en cada una de sus formas, es la guerra, en cada una de sus modalidades, de los tiempos modernos.
¿Conseguiré aprender la lección y, sobre todo, seré capaz de asimilarla y sobrevivir?
Frau Bechtold, mi patrona, se queja de que en los últimos días las sábanas de mi cama presentan manchas extrañas. Negras. Que, siendo yo una persona tan ordenada y limpia, no lo entiende. Que si he estado trabajando con carbón. Que, claro, espera que no se repita, sea lo que sea.
–No, señora, no se repetirá. Se lo aseguro por mis huesos.
Se lo cuento a Isabell, y se echa a reír. En realidad, se lo cuento a medias. Me dice que tengo que buscarme otro trabajo complementario. Para eso es mejor el ajedrez, mover madera, razonar con trocitos de madera, engañar a un pobre iluso con figuras de madera. Le doy la razón. Isabell me quiere y dice que el carbón no es para mí. Y una estación a oscuras es una caverna.
Me dejo caer de nuevo por el club de ajedrez frecuentado por burgueses —Spiessbürger–. Me tratan bien, me respetan, un español que los vence en el tablero de ajedrez, que habla alemán, que…
Un día me presentan a un argentino que trabaja en el consulado. Me dice que se llama Alejandro Jendresky y es vicecónsul de su país en la ciudad. Hablando, hablando, me cuenta que se reúne casi a diario con un grupo de españoles e hispanoamericanos que estudian en el Polytechnikum. No llegan a diez. Se alojan en una especie de hostal con su bar-restaurante en la planta baja. Voy. Conozco a un catalán, a varios madrileños y, muy concretamente, a un gallego. Organizan un torneo de fútbol con colegas de otras nacionalidades. Participo en varios partidos. Quiero creer que será la última vez que le dé al balón, uno de los sueños de mi infancia y mi adolescencia.
Por la tarde, los integrantes de la colonia española del Poly se reúnen en su bar-restaurante. Son hijos de familias ricas o muy ricas, únicos que en estos tiempos pueden estudiar en el extranjero. De hecho, el Polytechnikum es un centro docente reservado a los vástagos de ciertas élites europeas. Y aquí todo el mundo sabe que Einstein enseñó en él.
Evidentemente, todo el mundo es algo muy relativo.
Los madrileños, tres o cuatro, hablan de finanzas y ministerios; el gallego explica que su abuelo tiene una naviera o cosa por el estilo. Todo lo pronuncia con acento gallego: el gallego, el español, el italiano y, me imagino, también el alemán. Yo le imito perfetamente y todos ríen.
A través de mi nuevo enlace consular frecuento durante un par de años la compañía de aquellos hijos de potentados. Con el tiempo, a mi manera yo también me procuraré una formación europea y abierta, no local, no localista, no provinciana.
En definitiva, pensar, al menos, en una de las tres lenguas cultas de Europa –inglés, alemán y francés– es condición primera y necesaria, no suficiente, para tener una formación intelectual europea. El español no es una lengua culta en cuanto que en Europa no se conoce una cultura española actual. ¿Existe hoy una cultura española? Sí, en términos sociológicos o antropológicos, no en términos de calidad y excelencia. Bueno, eso es, al menos, lo que yo pienso, entiendo y, sobre todo, lamento.
El español es una lengua literaria. Gracias, en gran parte, el ingenioso hidalgo Don Miguel de Cervantes.
Además de servirme de enlace, el argentino Jendresky me proporciona algún trabajo y me da vidilla. Informes y traducciones. Por regla general son artículos de periódicos y revistas.
Por mediación del argentino Jendresky conozco a Carmelo Keuchner, emérito profesor de teología que vivió casi treinta años en Sudamérica. Defiende los derechos de los desheredados de la fortuna y, por lo tanto, también los principios conceptuales y prácticos de lo que años después se conocerá con el nombre de Teología de la Liberación. A los pocos días de entablar amistad con él, ya quiere convertirme y hacer de mí un defensor revolucionario del evangelio de los pobres.
Sospecho que este hombre de Dios fue clérigo, tal vez jesuita, y que dejó el púlpito y la cátedra para adentrarse en la selva y vivir a su manera el mensaje de Cristo. En cualquier caso, su figura tiene el aura de los místicos, de los idealistas, de esos seres que, por un don del cielo, no pisan el suelo, a pesar de vivir entre nosotros. Carmelo Keuchner. ¿De dónde le vendrá el nombre? Él afirma que es sudamericano y que en su país, Sudamérica, no hay fronteras.
Y es cierto, ni en la selva ni en el desierto hay fronteras.
También es cierto que los místicos son diáfanos, transparentes. No tienen personalidad, o sea, coraza.
Según mi nuevo amigo, el evangelio de Jesús va dirigido a los pobres, y los misioneros deben tomar partido a favor de ellos y en contra de los poderosos. La redención debe empezar aquí. No hay mensaje divino sin mensaje humano.
Por lo que me cuenta, hace algunos años conoció y trató a destacados apóstoles del cristianismo revolucionario en tierras de Simón Bolívar. Entre ellos, Gustavo Gutiérrez Merino, Leonardo Boff y Camilo Torres Restrepo.
Además, en sus treinta años de misionero recorrió el continente desde México hasta Tierra de Fuego, siempre con las mismas botas, siempre con los mismos calzones, siempre con el mismo mensaje, siempre con el nombre de Cristo en los labios.
Pero yo no poseo temple de misionero. Tengo una religión y no digo que me sobre, pero sí que no cumplo sus preceptos.
Un día, después de escuchar atentamente su visión del evangelio y la redención del ser humano, le solté:
–A mi entender no tiene mucho sentido que, siendo Dios infinitamente bueno, infinitamente…, en una palabra, pefecto, haya creado el infierno y condene a un castigo eterno a miríadas de criaturas suyas. A mi modo de ver, al hacerlo se condena a sí mismo.
Así que oyó y escuchó mis palabras, el hombre de Dios se puso en pie de un salto, levantó los brazos, abrió los ojos y me gritó como si yo fuera el mismísimo demonio.
–¡Eso es una herejía!
Como por un momento me parecíó que iba a abalanzarse sobre mí, salí corriendo para no aparecer nunca más ni en su presencia ni en la cervecería que él frecuentaba
Después me enteré de que había preguntado por mí, que dónde me había metido, que por dónde andaba, que quería verme aunque no le hiciera caso, que, claro, yo era un alma rebelde, que los demonios también son almas rebeldes y Dios, pudiendo aniquilarlos, no los aniquilaba y dejaba/consentía que intrigaran contra él, blasfemaran y le insultaran. El hombre, atrapado en sus contradicciones, luchaba contra su propio fanatismo y trataba de ser tan manso de espíritu como Cristo había predicado y enseñado.
En cualquier caso, yo no iba a la iglesia; ni domingos ni fiestas de guardar. Si acaso en alguna boda, nunca en un bautizo. Los del club de ajedrez, burgueses todos ellos, eran reformados, seguían la doctrina de Zwingli; los del Select y el Odeon, bohemios e intelectuales de vena izquierdosa y por lo tanto parásitos de la sociedad capitalista, se declaraban hijos de la Ilustración (Aufklärung) y agnósticos convencidos, mientras que mis amigos socialistas del resturante Alotria eran abiertamente ateos y anticlericales.
A pesar de todo ello, yo conservaba viva mi fe supersticiosa-religiosa en Dios, una fe de la que nunca llegaría a desprenderme, pues, como pude comprobar con el paso del tiempo, formaba parte de mi Self: no sólo de mi personalidad como coraza sino también de mi identidad como ser pensante. Al menos eso entendía y eso sigo entendiendo.
Isabell, a quien recupero con una llamada telefónica y un grito angustiado de Hilfe! Hilfe!, no se complicaba tanto la vida, pues para ella era igual que Dios existiera o no existiera. En nuestras manos está vivir haciendo el mayor bien posible y el menor mal posible. Ella afirmaba que lo que da sentido a la existencia humana es la búsqueda de la felicidad. Yo, en cambio, sostenía entonces y sigo sosteniendo hoy que lo que da sentido a todos los seres y sus existencias es el dolor, el sufrimiento, la desdicha; y al ser humano, nuestra mala conciencia, conciencia de pecado. Ahí estamos presos. Chapoteamos en una ciénaga y no conseguimos liberarnos.
¿No es ese el infierno?
Ahora, otoño de 1962, los periódicos, la televisión, la gente, toda la gente, hablan de los misiles soviéticos con destino a Cuba. Están a punto de llegar. ¿Qué pasará? John Fitzgerald Kennedy, presidente de los Estados Unidos, se muestra decidido a impedirlo. El líder soviético Chruschev tiene en sus manos el destino de la humanidad. Al menos eso parece.
Afortunadamente, el dirigente soviético se echa atrás. Kennedy ha ganado el envite, tal vez la partida. A partir de ese momento se inicia el retroceso de la Unión Soviética, retroceso territorial e ideológico que acabará en su destrucción o, al menos, en su desmantelamiento. Los helvéticos se alegran.
Ha triunfado el capitalismo.
Justamente entonces, poco antes y/o poco después, diversos políticos, pensadores e ideólogos venían vaticinando el fin del capitalismo a manos del comunismo o, más exactamente, del socialismo real. Henry Kissinger, secretario de Estado, era uno de ellos. Yo también estaba convencido de que así sería y, además, de que con un poco de suerte tendría la oportunidad de verlo, vivirlo y comprobarlo.
En la segunda mitad del siglo XX Alemania, inicialmente dividida, vive una prodigiosa recuperación económica y se erige de nuevo en la locomotora de la Europa continental, que vuelve a ocupar un lugar destacado en la economía mundial y, por lo tanto, en la política internacional.
Europa se recupera y avanza, pero el mundo se abre a un futuro incierto, cada vez más incierto. El capitalismo no se hunde. Marx se equivocó. El sistema capitalista es a la vez una rara avis y un Ave Fénix. La lucha por la supervivencia de acuerdo con la selección natural marca la vida actual y el futuro inmediato del ser humano, de todos los seres vivos. El socialismo, como teoría, es racional; como práctica, irracional e incluso inhumano.
Darwin contra Marx.
Mientras Alemania se entrega con fiebre a su reconstrucción, a pesar de estar dividida o precisamente por ello, Suiza vive una coyuntura caracterizada por una intensa actividad productiva y económica (Hochkonjunktur).
Los muchachos ricos del Polytechnikum, a quienes sigo viendo de vez en cuando, dicen que todo eso del marxismo y su triunfo sobre el capitalismo son pamplinas. Cada uno de ellos tiene su visión de la realidad y su receta para los problemas del ser humano. En resumen se trata de vivir y dejar vivir.
Por entonces conozco también a una azafata de las líneas aéreas checas. Es una chica menuda y graciosa. Habla inglés. Nos vemos en un parque, junto al lago. Paseamos. La chica, educada, femenina y casadera, me insinúa la posibilidad… Nos despedimos, me escribe, estoy a punto de visitar Praga. ¿Voy, no voy? Decido no ir, la pierdo de vista. Me quedo con sus cartas. Las rompo.
Una tarde como tantas, en el Select, me pongo a jugar con un hombre joven. Habla alemán con acento eslavo, ese acento duro de gentes que hablan todos los idiomas o, al menos, los entienden y se hacen entender en ellos. Terminada la partida pretexto, me cuenta que es funcionario, comisario de juventudes o algo parecido. Me confiesa que los jóvenes de la Yugoslavia de Tito son intelectualmente más sanos que los de los países capitalistas. Tienen más ilusión, menos vicios, son más idealistas. Y juegan mucho mejor al ajedrez. No será por él. Este comisario de juventudes también está convencido del triunfo final del comunismo o, por mejor decir, del socialismo real. Al menos eso dice.
–¿En cuánto tiempo?
–Depende de cómo se desarrolle la política internacional, pero pongamos unos veinte años. La economía capitalista, asentada en la explotación del ser humano por el ser humano, cubrió una etapa en la historia de la humanidad, esa etapa pertenece al pasado. Hoy, el capitalismo está herido de muerte. Afortunadamente.
–Dios lo quiera. Y mis ojos lo vean…
El comisario se marcha riendo y se pierde en la calle, ya a oscuras, para siempre.
Curiosamente, días después, en el mismo escenario, casi a la misma hora, se dirige a mí un señor de mediana edad. Yo le habría tomado por norteamericano y, en cualquier caso, por un hombre de mundo con mucho mundo. Quiere echar unas partidas conmigo.
—With money?
–Of course!
Será cosa del frío, del hambre o de la necesidad, pero lo cierto es que hoy estoy especialmente inspirado. Disputamos ocho partidas, gano siete, cobro veintiocho francos. Cash! El caballero hace honor a su porte. Pido un Birchenmüsli, un rösti y una grappa. Alegría para el cuerpo.
Cuando se marcha el gentleman americano, se acerca a mí un cliente habitual del local conocido por sus compañeros como der Litauer, o sea, el Lituano. Según me cuenta ahora, él huyó hace años de su país, a causa de los comunistas, como el caballero con el que he estado jugando hasta hace unos minutos, que por cierto se llama Vaitonis, Paul Vaitonis. Fue campeón de Lituania, donde nació y se crió, y después de Canadá, donde se instaló en 1948. Su carrera ajedrecística alcanzó el cénit en la década de 1950-1960, cuando participó en un torneo de candidatos al título mundial.
¿No era entonces campeón del mundo el soviético Botvinnik?
El Lituano ya sabe que el tal Vaitonis ha jugado conmigo y también cuál ha sido el resultado del match.
–Eres el único de la ciudad que le ha ganado –me comenta–, pero se ha divertido jugando contigo y, en consecuencia, ha pagado a gusto.
Después de un otoño frío viene un invierno insufrible. Llevo calzoncillos largos. Ahora ya no me río cuando los veo en los escaparates. La temperatura se mantiene siempre por debajo de cero. En cuanto anochece, las calles quedan desiertas; sólo algunas sombras se mueven torpemente en la bruma crepuscular. Miro desde la ventana de mi habitación. Las sombras buscan indefectiblemente el camino de alguna cervecería y luego, cuando suena el inapelable y militar grito de Polizeistunde!, inician la travesía en la noche hasta sus casas, los que tienen casa; hasta algún albergue, los que lo tienen; hasta algún escondrijo, los que lo tienen.
La Europa del progreso es cruel, terriblemente cruel con quienes consumen y no producen. Y eso que, según dicen, todo organismo tiene sus parásitos y los necesita.
Nieva. Tres días seguidos nevando sin parar. La calles principales tienen barreras de nieve a los lados. La vida continúa con toda normalidad. También la circulación de vehículos.
El lago ha empezado a helarse y, al amanecer del tercer día, su superficie es una lámina de cristal con barcas y yates atrapados en ella. Una imagen estática, inmóvil, congelada. Una superficie de treinta y cinco kilómetros de largo por tres, cuatro, cinco de ancho. Voy e Intento patinar sobre el hielo. Con poca fortuna, con poca gracia, con poca insistencia. Isabell ríe a costa de mis maneras y mi torpeza. Está visto que patinar no es lo mío.
Una vez más me refugio en el Select. Aquí si me defiendo. Las veo venir de frente. Y gano casi siempre, y casi siempre consigo calderilla suficiente para comer y sobrevivir en un mundo hostil, terriblemente hostil. Eso significa, entre otras muchas cosas, que no tengo contacto con compatriotas. No frecuento ninguno de sus locales. Cervecerías y bares donde se reúnen para hablar de sus cosas, para cantar flamenco, para consolarse mutuamente, para defenderse mutuamente. Ese no es mi caso.
Cuando salí de casa me arrojé al agua y desde entonces no he dejado de nadar en solitario. A lo sumo, en compañía de una mujer, casi siempre Isabell, la mujer fiel, la mujer sin odio ni rencor, sin resentimiento. Que, por cierto, acaba de cumplir treinta y tres años. Dos más que yo.
Me pregunto qué será de mi, qué debo hacer: si debo quedarme aquí para siempre o volver a un país al que ya no pertenezco. En realidad, el emigrante/inmigrante no pertenece totalmente a ningún país. Ni al de origen ni al de residencia y tal vez también de adopción. En los dos es extranjero: aquí le llaman Spanier o Ausländer y, allí, en el país en el que nació, le llaman cualquier cosa menos lo que es, lo que cree ser, lo que quiere ser. Eso le obliga a replantearse continuamente su posición en la vida y su camino.
A mí los que me conocen me consideran, a lo sumo, un assimilierter Ausländer, nunca un nativo, nunca uno de los suyos, uno de los nuestros. Hay una barrera infraqueable que se llama sentimiento de pertenencia (Zusammengehörigkeitsgefühl) y se manifiesta en la lengua, en lo que se dice y en lo que no se dice, en lo que se siente y se presiente, en el silencio, en los silencios.
En realidad, aquí cada nativo es un confidente de la policía, un espía. Contribuye a mantener el orden, la limpieza, la pureza, el espíritu de la sociedad, la esencia de la nación. Por eso cuando Herr Wiederkehr me dice que me ayudará a obtener la nacionalidad de mi nuevo país, de mi nueva patria, me está diciendo que reúno las condiciones necesarias para ser aceptado en su sociedad, una sociedad de seres superiores, incluso de seres selectos. Tener la nacionalidad de este país no está al alcance ni de todos ni de cualquiera. Hay que hacer méritos, cumplir condiciones de idoneidad que son condiciones de clase y calidad.
¿Hay acaso algún pueblo que no se tenga por el pueblo elegido?
He conseguido integrarme, aprender un idioma poco menos que vedado a un meridional, a alguien con una lengua nativa románica, a alguien sin una buena formación humanística, sin los debidos conocimientos gramaticales.
Doy gracias a Dios por todo lo que he recibido, que no es poco si se compara con lo que han recibido muchos chicos de mi edad, de mi generación, de mi ambiente, de mi país.
Soy un hijo de la guerra y un muchacho de la posguerra. En resumen, dos guerras y dos posguerras.
Ahora descubro que soy un español que se ha rebelado contra su condición de español para seguir siendo español, más español, mejor español.
La tarea no es fácil. Paradójicamente, ahora ya casi no pienso en mi lengua materna. No obstante, recuerdo cosas de mi infancia, de mi pueblo, de los pueblos de mi infancia, de mi juventud, Hervás, donde nací y donde, en cierto modo, nunca estuve. Mi madre me lo prohibió expresamente. Plasencia, el colegio de los Maristas. Barcelona, el barrio de Sants, el barrio chino, el servicio militar, ni servicio ni militar y, aun así, hito y referencia de mi vida.
La noche, una noche de invierno de 1962, me trae tristezas adobadas con el frío y la soledad. Pienso en la red de trampas que he tejido en torno a mi persona, en torno a mi vida. El trabajo en la fábrica es como una tabla de salvación. Doble vida. Si me coge la policía, en un instante se viene abajo todo. Sé cómo es esta gente y, en especial, cómo actúa. Para empezar, una medida cautelar: detención. Y, luego, a investigar, y no cabe duda de que investigando terminarán averiguándolo todo. Lo que he hecho y lo que no he hecho. Los nativos y, en este caso, las nativas tienen un crédito que es negado sistemáticamente a los extranjeros.
De repente, sin saber por qué, me miro en el espejo de mi habitación. En mi frente se dibuja una brecha. Cierro los ojos. Pienso en el suicidio.
Aun así, sigo haciendo una vida normal, aparentemente normal. Como siempre, frecuento el Select, el Odeon, el club de ajedrez propiedad de unos cuantos burgueses autocomplacidos, autosuficientes, autorrealizados.
Compro un libro. Der Weg zu Nichts, Camino a la nada. Nietzsche en busca de su destino. Entiendo que la nada no es la meta del pobre demente, sino el resultado de la desintegración de su psique. El que piensa deja de pensar porque el que es deja de ser. Se extingue. Ahí está su carcasa, sólo su carcasa.
En cuanto alienado, el demente es un ser con dos almas, tal vez también con dos existencias. Todo por culpa del pecado original, ¿verdad, Freud?
Mientras yo sigo en la peligrosa compañía de un demente ilustre, Isabell, mi confidente de cuerpo y alma, va y se echa un amigo. Amor platónico. Para hablar en el café, para salir sin entrar, para buscar, tal vez, un futuro en paz. De cintura para abajo, nada. De cintura para arriba, cabeza incluida, lo que da un bohemio aburguesado. Me lo dice. Le deseo suerte. Sólo a ella.
Quizas por eso, o a pesar de eso, conozco a una chica que trabaja en Correos, oficina de la estación. Es jovencita. Delicada, cariñosa, aparentemente ingenua, aparentemente inofensiva. ¿Hay alguna mujer que no se muestre, según la situación, cariñosa, delicada, ingenua, inofensiva y, según la situación, todo lo contrario? Heidi vive en la parte alta de la ciudad. La visito en su casa y en su cama. Me quedo sin dinero. Una vez más. Como siempre. «Aquí tienes». «Nos vemos en el Select». Ella mira mientras yo juego, también cuando cobro: Cassieren! Bargeld! «Aquí tienes». Vamos a cenar. Cenamos, Vamos a dormir, jugamos. Heidi exige, reclama su parte. Me llama egoísta. Y lo soy. Me llama desconsiderado, y lo soy. Dice que está harta, que ya tiene bastante. Genug! Que me llamará. Algún día. Que nos veremos en el Select con los bohemios, con los artistas, con los intelectuales de medio pelo. Ella va alguna vez. Se mantiene a distancia, pero le gusta mirar, observar, ojear. Heidi, la jovencita ingenua, no tiene muchas ambiciones. El trabajo y poca cosa más.
Isabell me llama de improviso y me dice que en verano quiere ir de vacaciones a España. Que nuestro país está de moda. A la Costa Brava. A un lugar que se llama Aigua Blava. Le digo que lo conozco y, también, que no lo conozco. Quiere saber si hay muchos rateros. Y muchos gigolós. Va con una amiga. Esperan pasárselo bien. Que… bueno, a rivederci… Ah, sí, que si quiero algo para la familia.
Pero, ¿tengo yo realmente familia?
Isabell va ilusionada, prejuicios incluidos. Con los tópicos del tiempo. Las corridas de toros. Los toreros, Stierkämpfer!, que siempre venden mucho. Vuelve encantada. Conoció a un chico en Barcelona. En la Plaza Real, junto a la Rambla. Pero en seguida le perdió la pista. Piensa volver el año próximo, pero con más tiempo. Mientras tanto seguirá estudiando español. España es otro mundo. Y tanto calor, tanto sol. Eso ya no es Europa. Al menos, no es la Europa de la burguesía protestante. De la Zivilgesellschaft que ora et labora.
–En España decimos que se trabaja para vivir, no se vive para trabajar.
–Pues aquí decimos que se vive para trabajar. Man lebt um zu arbeiten. El trabajo constituye la razón de la vida. Vivir es una tarea. Y una tarea dura.
–Eso –-comento yo– es una manera de estar en el mundo. No la única. Una manera de estar en el mundo determinada por el entorno. El entorno impone la visión a los que viven en él. Un entorno duro impone una visión dura de la vida, la vida como lucha; un entorno amable, generoso, impone una visión amable y generosa, no agresiva, de la vida. Lucha contra disfrute. El ser humano, como todos y cada uno de los seres vivos, es producto del entorno, del ambiente. Éste hace que el ser sea lo que es y lo que no es.
–¿Y eso quién te lo ha explicado? O mejor, ¿dónde lo has leído?
–En parte es algo que he leído y en parte es algo que he pensado. En definitiva, según un filósofo griego cuyo nombre no viene al caso, aprender es recordar. Y, por lo tanto, también pensar es recordar…
–Ya te diré, cuando vuelva de España, si recuerdo algún lugar donde estuve con anterioridad… y no recordaba haber estado.
–De acuerdo. Y cuidado con los toros…
Los toros. Eso fue lo que trajo hasta mí a Dieter Bergsteiger.
Una tarde-noche de diciembre, pongamos que de 1963, apareció en el Select un hombre de aspecto decididamente peculiar, de edad imprecisa, acaso entre los cincuenta y los sesenta, a la vez atildado y mugriento, cabellos largos, lacios, un día acaso rubios, nariz adunca, ojos de búho protegidos por sendos lentes redondos, velados por el humo del cigarrillo, ora encendido ora apagado, que atenazaba con sus labios de sádico.
El aparecido inspeccionó el local y sus moradores con una mirada panorámica y, así que se situó, se acercó a mí y me preguntó si yo era tal vez der Spanier und bekannter Schachmeister.
–Jawohl, Herr Doktor!
El interpelante, honrado y halagado por el tratamiento del maestro de ajedrez, de quien había oído hablar elogiosamente en aquel mismo local y a quien hasta ahora no conocía, se presenta:
–Dieter Bergsteiger…
–Miguel Benítez para servirle.
Así que los dos han tomado asiento, el visitante se pone a explicar a su interlocutor, todo ojos y todo oídos, que está escribiendo un tratado sobre la corrida de toros y lo que él llama el síndrome del torero —das Stierkämpfersyndrom–, en el que, según sus investigaciones, éste, convertido en héroe, ofrece a su Señorita el cuerpo de su rival simbolizado en el toro, al que se dispone a dar muerte hundiendo su espada en el pecho del animal, hasta el corazón. El acto, convenientemente escenificado, tiene lugar, como tantos actos heroicos, en la plaza pública, donde, si triunfa, el torero espadachín será vitoreado por todos, o sea, por el pueblo y en especial por el Weibervolk.
—¡El mujerío!
–Sí, el mujerío. Muy bien, Herr Spanier! Pero permítame que continúe…
–Además del favor de la Señorita, el premio incluye, a modo de símbolo y recordatorio, algunos de los apéndices más representativos del animal macho: las orejas y el rabo, sí, el rabo.
El erudito caballero se recrea en la descripción del héroe y la heroína, así como en los pormenores de la plaza y su ambiente. Todo ello lo conoce de primera mano, pues cada año va a Sevilla para vivir su feria y asistir a las corridas.
En resumen:
–Un espectáculo con un profundo simbolismo: el amor y la muerte frente a frente. El amor como premio, la muerte como castigo. Und… ¡sangre, mucha sangre!
–Muy bien, Herr Doktor. Me gusta su visión del espectáculo heroico-teatral y también su interpretación de la fiesta nacional española, pero debo confesarle que la estetificación no consigue hacerme olvidar que se trata de un acto cruel, injustificadamente cruel…
–Cierto, muy cierto. Eso hoy, pero no en un principio, no en su origen.
–Podemos o debemos pensar que, efectivamente, en un principio la corrida tuvo un sentido vinculado a la lucha por la vida y la conquista del amor de una mujer. Das Weib es a la vez la hembra, la mujer amada y la madre de la prole. Sin saberlo, el torero actúa como un símbolo al servicio de un símbolo. Ahí está la estetificación.
—De acuerdo, pero las circunstancias actuales, las condiciones sociales de hoy no son adecuadas a ese simbolismo, no lo justifican.
—Lo entiendo. Aun así, yo he decidido mantenerme fiel a esa sociedad, sus símbolos y mi síndrome, el síndrome del torero, último representante desgarrado y teatral del héroe romántico, plenamente romántico, plenamente idealista, plenamente, sí, plenamente irracional…
Volví a dar la razón a mi interlocutor y después le aseguré que estaba a su disposición para contestar a sus preguntas sobre el torero, la señorita, los aficionados y todo el mundillo de la tauromaquia, evidentemente hasta donde alcanzaran mis conocimientos.
Herr Bergsteiger me lo agradeció y añadió que, si yo estaba de acuerdo, me daría a leer la obra cuando estuviera terminada. Quería tener la seguridad de que su teoría se asentaba en una visión a la vez original y razonada de la cultura popular española y su fiesta nacional.
Dicho esto, me entregó una tarjeta, que ya tenía a punto en la mano derecha, al tiempo que añadía a modo de ruego:
–Si me da su número de teléfono, le llamaré en los próximos días.
–Claro, claro. Mire, apunte: siete, cinco, dos, cuatro, ocho, siete, cero. Ya sabe mi nombre: Miguel Benitez
—Danke schön!
—Gleichfalls!
Tan pronto como Herr Bergsteiger salió por la puerta, leí la tarjeta. Decía: Dieter Bergsteiger, Freiforscher europeischer Volkskultur, o sea, Dieter Bergsteiger, Investigador libre de la cultura popular europea. O sea, un intelectual diletante sin titulación oficial y, muy probablemente, sin formación académica, pero con ganas, muchas ganas, de figurar en el Libro Guiness.
Como pude comprobar al día siguiente, el teléfono de la tarjeta de visita de Herr Bergsteiger correspondía a una localidad checa en la que residía y desde la que, por lo visto, emprendía sus viajes a España, Suiza, Alemania y Francia principalmente. Pregunté a los habituales del Select, pero sólo uno, mi querido y viejo Spitzmaus (Musgaño), acertó a darme una pista, cuchicheándome al oído con sigilo:
–Es un alemán checo.
Me pongo a investigar y descubro que el caballero checo es en realidad un Lobkowicz, noble familia vinculada a la historia de Bohemia y Moravia desde la Edad Media. Ahora vive en su castillo de Melnik situado en un promontorio desde el que se domina un paisaje de bosques sólo truncado por el río Moldava en su confluencia con el Elba, que allí se llama Labe.
Aunque el régimen comunista se apropió de casi todas sus posesiones, Herr Bergsteiger, que por una cuestión de principios sólo habla alemán, pudo retener el castillo en el que vive con una docena larga de criados y sirvientes, así como varias decenas de caballos. Cultiva los campos anejos al castillo pero vive prácticamente de la caza. El administrador de sus tierras, bosques incluidos, organiza monterías para miembros de las noblezas europeas y le entrega una parte de los ingresos, siempre insuficientes, con los que vive y viaja. Hace años, los comunistas intentaron arrebatarle el castillo para convertirlo en museo de valor turístico, pero él se defendió hábilmente, alegando derechos históricos, y las autoridades decidieron dejarlo en paz, al menos mientras viviera.
Al cabo de algo así como diez días, ya en las postrimerías del invierno, el aristócrata checo llamó por teléfono y una semana después apareció de nuevo en el viejo tugurio de los bohemios de Birkendorf. Así que me vio, se acercó y, hechos los cumplidos de rigor, me entregó una carpeta gruesa, limpia y, al parecer, bien ordenada, al tiempo que me decía:
–Herr Spanier, aquí tiene usted mi estudio sobre la corrida y el Stierkámpfersyndrom.
—Danke schön. Lo leeré con mucho gusto y le comunicaré mi opinión. Si usted lo desea, por escrito.
–Naturalmente. Como ya le di mi teléfono, sólo tiene que llamarme. O, si lo prefiere, escribirme. Yo vengo regularmente a esta ciudad. Ya sabe, business. Bancos y esas cosas.
–Comprendo.
–Quiero publicarlo en alemán, inglés y español. Y, evidentemente, me gustaría que usted se encargara de la versión española.
–En principio estoy dispuesto a colaborar. Pero antes de darle una respueta definitiva tengo que leer el texto y ver si tengo los conocimientos necesarios para hacer el trabajo.
–Lógico. Ya hablaremos. De momento, empiece a leer…
Cuando estaba a punto de marcharse, Herr Bergsteiger se volvió y me dijo con ceremonioso sigilo:
–Usted me dirá a cuánto ascienden sus honorarios…
Me eché a reír, pero luego, reflexionando sobre mi situación y la mentalidad de mi visitante, decidí llamar a Isabell.
La moza no contestó, se presentó en mi habitación. Abrí la carpeta y le mostré su contenido. Exactamente cuatrocientos veinticinco folios ordenados; sueltos pero ordenados. En el primero de ellos podía leerse:
Der Stierkampf in der spanischen Kultur
Symbolismus des Kampfes und des Blutes
—¿Cómo lo traducirías?
–Literalmente. La corrida de toros en la cultura española. Simbolismo de la lucha y la sangre.
Entonces le expliqué lo que me había ocurrido con el aristócrata checo, Herr Bergsteiger. En resumen, éste quería que yo leyera su obra, pues me consideraba persona entendida en el tema por mi condición de español. Además pensaba publicarlo en forma de libro y editarlo en varios idiomas, entre ellos el español. Yo debía darle el precio de la traducción española, pero ya me había adelantado que con toda seguridad llegaríamos a un acuerdo. En principio, me concedía unos seis meses de plazo. Y, como ya tenía el texto definitivo, quería dárselo a leer a un psicólogo y a un sociólogo amigos suyos. No cabía duda de que el núcleo del libro era la interpretación simbólica de la corrida y, concretamente, lo que su autor llamaba el síndrome del torero.
A Isabell le entusiasmó enseguida el proyecto y, antes de que yo se lo propusiera, se ofreció a colaborar en todo lo que estuviera en sus manos. Ella no quería dinero, se conformaba con que su nombre figurara junto al mío en la versión española. Le contesté que estaba de acuerdo con la segunda parte de su propuesta pero insistí en que el dinero debía repartirse entre los dos de manera proporcional al esfuerzo y a la aportación. Lo justo sería que cada uno recibiera el cincuenta por ciento de la cantidad total.
De acuerdo. De acuerdo.
–¿Cuando empezamos?
–Mira, haré dos copias completas del texto: una para ti y otra para mí. La que nos ha enviado el autor la reservaremos como referencia y guía para la comunicación con él: observaciones, consultas, cambios, correcciones, etc. Ya sabes. Los autores son muy caprichosos. Ahora lo que tenemos que hacer es ver cuánto podemos pedir, si nos pregunta. Y si nos ofrece una cantidad, saber si debemos aceptarla o no.
–Yo puedo informarme llamando a una editorial que publica trabajos sobre medicina ocular, muchos de ellos traducidos del inglés.
–Si quieres, puedes hacerlo, pero no hace falta. Yo he hablado con el vicecónsul argentino, amigo mío, para el que he hecho varios trabajos. Ya sabes, informes y traducciones. Casi siempre son artículos de prensa que, una vez traducidos al español, envía al Ministerio de Asuntos Exteriores de su país. La tarifa del consulado es de ocho a diez francos suizos por folio. Eso es lo que yo sé. Nosotros le pediremos al caballero checo siete francos suizos por folio. Y cuando llegue el momento, le diremos que nos pague en negro, es mejor para las dos partes y, por descontado, para nosotros. Taxfree!
–¿Y cuánto le costará la traducción del libro?
–Según mis cálculos, 35.000 francos suizos. O sea, siete francos suizos por quinientos, que es el número de folios que tendrá nuestra traducción.
–¿Tanto, Miguel? ¿Y tiene ese dinero el aristócrata checo?
–Creo que sí. Además es muy vanidoso. Y está convencido de que su obra será un éxito en el mundo de las ciencias del espíritu.
–Dios te oiga. Si nos sale bien, haremos un viaje.
–Uno o dos.
Aquella noche, Isabell me hizo compañía en la mesa y en la cama. A media noche me desperté y le pregunté:
–¿Tienes máquina de escribir?
–Sí, una vieja y pequeña. ¿Y tú?
–Yo sí tengo una buena máquina. Pero no es mía. La he alquilado para practicar y hacer mis trabajitos. Nos vendrá muy bien.
–Seguro. A lo mejor cambias de empleo, incluso de profesión. Ya te veo convertido en…
–No te rías, tonta…
Días después, a eso de las nueve de la noche, cuando estábamos leyendo el texto alemán, recibí una llamada de Herr Bergsteiger. Me preguntaba si ya había leído su tratado. Y qué me parecía, muy concretamente lo referente a la fiesta nacional española, el torero, el toro, la señorita y los aficionados. Y que para cuándo podría estar a punto la traducción.
–Primero tenemos que hablar del precio.
–Dígame cuánto y hemos acabado.
–Mire, como su obra consta exactamente de cuatrocientas veinticinco folios que, traducidos al español, se convertirán en quinientos, el precio es de 35.000 francos suizos. Son seis meses de trabajo, repartidos en dos plazos, dos entregas y dos pagos.
–El precio me parece un poco alto, pero dejémoslo ahí. Bueno, es más o menos lo que me habían dicho en la editorial…
–Y, así, ¿cuándo estará terminada la traducción?
–En seis meses a partir de la próxima semana. Como estamos a principios de enero, cuente que la tendrá en la primera semana de julio. Hablamos del texto traducido y revisado. Una colega mía, que conoce el alemán y el español, me ayudará en el mecanografiado y hará una última lectura de la versión española de la obra.
–Muy bien.
–Cuando tenga a punto la mitad del texto, o sea, doscientos cincuenta folios, se la entregaré y usted me abonará la mitad de los 35.000 francos, exactamente diecisiete mil quinientos francos suizos. Eso será en la segunda mitad de marzo. ¿De acuerdo?
–De acuerdo.
–Naturalmente, deseo que el nombre de mi colega y el mío figuren en la versión española. Si tengo alguna duda, ya le llamaré. ¿Vendrá usted a recoger la primera parte o prefiere que se la envíe por correo?
–Ya hablaremos. Es importante que conserve usted una copia de seguridad.
–Por supuesto.
—Aufwiederhören…
–Aufwiederhören, Herr Bergsteiger.
Cuando se lo dije a Isabell y le expliqué los pormenores del proyecto, la mujer dio saltos de alegría. Acordamos ponernos a trabajar inmediatamente. Yo tenía un buen diccionario español-alemán y alemán-español y una máquina de escribir en perfectas condiciones. Sólo necesitaba comprar papel. También acordamos que yo haría una primera traducción, con su correspondiente copia, y ella la revisaría. A mano y en rojo. Para el mecanografiado final y, en principio, definitivo, podríamos buscar a alguien; por ejemplo, un estudiante de románicas… Eso si hacía falta. Eso, dependiendo de cómo se desarrollara el trabajo y de cómo quedara la traducción.
En cualquier caso era una buena oportunidad para salir de la penuria y, tal vez, iniciar una nueva andadura profesional. Isabell estaba ilusionada, y a la mañana siguiente, al despedirse, me dijo:
–Que te vaya bien.
–Y a ti también.
Cuando tuvimos las dos copias del texto completo, guardamos el original provisto de la indicación Deutsche Original. Isabell se quedó con una copia en la que escribí a lápiz: Erste Kopie. Yo me quedé con la otra, en la que anoté igualmente a lápiz: Zweite Kopie.
Como ya teníamos programada la tarea, nos pusimos a trabajar. Dos horas cada día. De las seis a las ocho de la tarde; sábados y domingos por la mañana, unas diez horas. De acuerdo con nuestros cálculos debíamos traducir treinta folios a la semana, ciento veinticinco al mes. Eso significaba que a principios de marzo podíamos y debíamos haber terminado la primera parte para entregársela a nuestro comitente a finales del mismo mes, una vez corregida y revisada.
Aún no han transcurrido tres días cuando el aristócrata checo me llama de nuevo. Dice que está de acuerdo con el precio, que pagará siempre contra entrega de la parte traducida, siempre cash, Bargeld.
–Entendido, Herr Bergsteiger. Ayer le envié por correo a su residencia de Melnik las treinta primeras páginas, o sea, el Prólogo, para que vea el trabajo y el nivel de la traducción.
–Muy bien, Herr Spanier. Cuando las reciba le llamo.
La cosa marcha. Isabell viene cada tarde. Hemos dividido el texto en dos partes y, de acuerdo con lo convenido, le entregaremos la primera a finales de marzo, como muy tarde. Creemos que así el proyecto se hará más llevadero. Además, trabajo hecho, trabajo cobrado. Al menos, eso esperamos. Disponemos de tres meses para la primera parte y de tres meses para la segunda y última. En ese tiempo hay que incluir asimismo las correcciones, el mecanografiado en limpio y una última lectura, seguida del visto bueno definitivo.
Han transcurrido cuarenta días y ya hemos alcanzado la velocidad de crucero: treinta folios a la semana, ciento veinticinco al mes. El trabajo avanza, pero a veces se atasca. Hay bastantes términos que no figuran en el diccionario, en ningún diccionario. Por ejemplo: aficionado, banderillas, estoque muleta, mulillas, monosabio, montera y otros muchos. Tendremos que dejarlos en español y hacer un glosario o vocabulario explicativo que pondremos a continuación del texto, antes del Índice. Eso significa que el trabajo debe avanzar en varios frentes a la vez. Y así lo hacemos. Falta que lo apruebe el autor.
A mediados de enero recibo un mensaje escrito de Herr Bergsteiger. Tiene el Prólogo. Le gusta. Lo ha dado a leer a dos amigos suyos que enseñan en la Universidad de Praga y tienen fama de ser entendidos en la lengua y los temas de España. Seguimos.
A finales de febrero recibo una llamada telefónica:
—Herr Spanier, Telefon aus Prag…
–Wie?
–Telefonanruf aus Prag…
—Ein Moment, bitte. Komme gleich.
Sí, es Herr Bergsteiger, el aristócrata checo. Pregunta cómo va el trabajo con la traducción. Quiere leer al menos la primera parte. Le digo que le llamaremos a finales de febrero. Entonces concertaremos una cita para la entrega y el pago. Será a principios de marzo. Diecisiete mil quinientos francos suizos. En negro, sin factura, sólo con un recibo.
–De acuerdo, Herr… Spanier. Espero sus noticias. En marzo nos veremos.
Cuelgo el teléfono pero vuelvo a cogerlo inmediatamente para marcar el número de Isabell.
–Mira, ha llamado el aristócrata checo. Quiere tener la primera parte de la traducción a principios de marzo. Vendrá a recogerla y traerá el dinero: diecisiete mil quinientos francos suizos.
–¡Qué alegría! Ahora voy para allá y hablamos.
Hablamos. Trabajamos. Y el día 25 de febrero tenemos ya los doscientas cincuenta folios estipulados y prometidos.
Ese mismo día, a las cinco de la tarde, hora de la verdad, Herr Bergsteiger cumple con el rito taurino y llama.
–El viernes, 5 de marzo, llegaré a Birkendorf con el expreso Praga-Milán. Exactamente a las nueve de la mañana. Me alojaré en el hotel Splendid. Está en la Bahnhofstrasse, número…
–Herr Bergsteiger, no hace falta. Iremos a esperarle a la estación. Con el nombre del expreso y la hora de llegada tenemos bastante.
Y, efectivamente, el día 5 de marzo de 1962 Herr Bergsteiger, vástago de la noble familia bohemia de los Lobkowicz, llegó a la estación principal de Birkendorf en el expreso Praga-Milán y, así que puso pie en tierra, nos saludó a Isabell y a mí con estudiada y casi sincera efusividad.
–La estación de Birkendorf es muy activa, bastante más que la de Praga.
–Sí, Herr Bergsteiger, muy activa…
El hotel Splendid está a dos pasos de la estación. Nos instalamos en el hall. Herr Bergsteiger echa un vistazo alrededor. Pocos clientes. Ninguno mira. Mete la mano en su cartera de mano, saca un sobre ni grande ni voluminoso y me dice:
–Tenga. Son diecisiete billetes de mil francos suizos y uno de quinientos. Cuente, por favor.
–No hace falta. Me basta con echar una mirada.
Efectivamente, son billetes suizos. Sí, de mil francos.
Guardo el dinero en el bolsillo interior de mi chaqueta y pongo encima de la mesita la carpeta que contiene la traducción.
–Aquí tiene, Herr Bergsteiger. Puede echarle un vistazo.
—Gerne!
El aristócrata bohemio se ajusta los lentes, toma distancia y, papel en mano, lee y recita con cierta dificultad y evidente empaque:
La corrida española: Síndrome del torero. Hace una pausa como para reflexionar o tomar aliento y luego continúa: Versión española: Isabell Bartel y Miguel Benítez. Nueva pausa, ahora más larga. Breve y último comentario:
–Tiene buen aspecto. Esta noche le echaré un vistazo.
–De acuerdo. Estamos seguros de que lo encontrará bien. Además, si quiere hacernos alguna observación, la tendremos en cuenta y la estudiaremos para incorporarla si procede. Y, a propósito, habíamos pensado que tal vez no estaría de más añadir un glosario de términos taurinos al final del texto.
–No parece mala idea. La estudiaré y les diré algo…
—Aufwiedersehn!
–Aufwiedersehn, Herr Bergsteiger!
Herr Bergstieger se marchó del hotel Splendid y de Birkendorf sin avisarme. Business, business me dijo después.
El día 20 de junio, a las ocho de la noche, llamó de nuevo.
–Aquí, Bergsteiger desde Praga. Herr Benítez, ¿cómo está la segunda parte de la traducción? La primera nos ha gustado, tanto a mí como a mis colegas de la universidad.
–Lo celebro. La segunda parte estará lista el día 30 de este mes.
–Entonces podemos quedar, ya ahora, para el día 5 de julio. Expreso Praga-Milán. Estación principal de Birkendorf, 9 en punto de la mañana. Me alojaré igualmente en el hotel Splendid.
–De acuerdo, Herr Bersteiger. Allí estaremos el día 5 de julio, a las nueve de la mañana.
Y, efectivamente, el día 5 de julio de 1962, a las nueve de la mañana, hizo su entrada en la estación de Birkendorf el expreso Praga-Milán.
Y allí estaba otra vez Herr Bergsteiger. De nuevo, los saludos de rigor. De nuevo, ya en el hotel, el intercambio: diecisiete mil quinientos francos suizos contra doscientos cincuenta folios de texto mecanografiado, con la mención en folio aparte: Texto completo de la obra La corrida española, integrado por quinientos folios.
Nueva despedida rápida y mínimamente protocolaria. Pero esta vez, cuando tengo el sobre con el dinero Isabell y yo decidimos ir al Select. Conocemos el local y sabemos que hay una especie de reservado. Allí podremos contar tranquilamente los billetes. ¿Hace falta? Después, si queremos, nos repartimos el dinero. Dicho y hecho.
–Mira, Miguel. Nueve mil francos para ti y ocho mil quinientos para mí. ¿Te parece bien?
–Hombre, si tú quieres…
–El proyecto es tuyo, y, a decir verdad, has trabajado más. Y, a propósito, ¿qué piensas hacer con el dinero? Con este y con el otro…
–Con el otro, como tú dices, he pagado algunas trampas, recibos atrasados, ya sabes. Y me he comprado algo de ropa, claro.
–Pero no te lo habrás gastado todo…
–Bueno, me quedan unos dos mil en una libreta de ahorro.
–¿Sólo dos mil francos? ¿Quieres que te guarde estos?
–Si te empeñas. Bueno, pero ahora dame mil quinientos.
–De acuerdo. Y no me pidas más, porque no te los daré. Antes tienes que decirme para qué son.
–De acuerdo, eres una buena administradora…
–Gracias.
–En premio, y para celebrarlo, esta noche te llevaré a cenar a un local elegante.
–Sí, pero que no sea excesivamente caro. No vayas por ahí haciendo el new rich a la española.
–Gracias. Lo tendré en cuenta. Pero pagaré yo.
La cena fue buena, la sobremesa corta, la noche larga. Siempre en brazos de Isabell, la mujer del regazo blando, acogedor, femenino.
Como había prometido a Isabell, aquel mismo verano hicimos un viaje a Viena, ciudad que tanto ella como yo conocíamos. Visita turística. El Albertina Museum, el Prater, el Danubio, río de aguas marrón oscuro, nunca azules. Y poca cosa más.
Viena, en otro tiempo una de las capitales políticas y culturales de Europa, es hoy una ciudad triste. Músicos y musicantes callejeros no consiguen calentar la atmósfera de este mes de julio de 1964. Estamos en plena guerra fría. A un tiro de piedra del telón de acero.
Nuestro segundo viaje juntos fue a Praga, ya al otro lado del telón de acero. Tres horas escasas de tren. Praga, ciudad fortaleza, residencia del emperador Rodolfo II y, con él, capital del Sacro Imperio Romano Germánico.
A pesar del telón, a pesar de la crudeza del ambiente, nos gustó la ciudad, nos gustó su gente, nos gustó incluso su clima. Ahora entendíamos mejor algunas historias y algunas leyendas de la Europa profunda.
Visitamos el castillo de Hradcany y su puente sobre el caudaloso río Moldova, el barrio viejo (Staré Mesto) y el barrio nuevo (Nové Mesto), así como el gueto y sus sinagogas, entre ellas la conocida como sinagoga española.
Deambulamos por la ciudad vieja. De pronto, Isabell se detiene y señala con su mano una figura humana, completamente inmóvil, que tenemos delante, a veinte metros escasos. La figura, un hombre de carne y hueso, toca el violín, pero lo hace con tanta delicadeza que apenas se le oye. Nos acercamos.
–Isabell, dale cinco marcos.
–Le daremos diez. Cinco por cada uno…
–De acuerdo.
–Y pídele que toque algo para nosotros. Por ejemplo…
–Ya lo tengo. La Marcha turca de Mozart.
–Si la sabe.
–Seguro que la sabe. Señor, ¿podría tocar usted la Marcha turca de Mozart?
Mientras habla con el violinista, Isabell deposita un billete de diez marcos alemanes en el sombrero que tiene en el suelo para recoger donativos y donaciones.
En ese momento, el hombre abre los ojos, mira el billete, se agacha, lo coge y se lo mete rápida y furtivamente en el bolsillo de su enorme gabán. Entonces, sólo entonces, vuelve los ojos a la dadivosa dama y contesta ritualmente:
—Sehr gerne, Madame!
Isabell escucha embelesada la interpretación mozartiana, luego saca del bolso su cámara fotográfica, se aleja unos pasos y dispara. Una imagen, dos imágenes, tres imágenes para la posteridad: el violinista en la callejuela praguense donde vivió el Grajo, conocido por Kafka, donde habitó el rabino Jehuda Loew con su golem pícaro y trapisondista, donde perdura la música de los viejos maestros de Bohemia y con ella el espíritu de Europa. Mientras tanto, yo miro y remiro su violín. Viejo, muy viejo, limpio, muy limpio. ¿Roto? ¡No!
Ahora ya sabemos que el violinista praguense de facciones afiladas, figura quijotesca y mirada interior no es ciego. Se hace el ciego. Acaso para concentrarse. Acaso para observar mejor a la gente.
Lo cierto es que, de pronto, el violinista da un paso adelante, se inclina sobre mí y me pregunta casi en alemán:
–¿Qué pieza le gustaría escuchar?
Medito, recorro el pentagrama de mi memoria y le contesto:
–Algo español. Por ejemplo…
—Sind Sie Spanier?
—Sí, soy español. Si es posible, me gustaría escuchar el Concierto de Aranjuez.
–Del maestro Rodrigo. Natürlich! Of course. Un momento, per piaccere. Viene subito.
El violinista me habla en un argot hecho de palabras alemanas, inglesas, italianas, españolas, unidas a otras que supongo serán de una lengua eslava. El caso es que se le entiende todo o casi todo porque, al margen de sus dotes de políglota, el hombre se esfuerza. Ahora ya sé que conoce la música española.
Mientras le observo, nuestro Mozart callejero ha dejado cuidadosamente a un lado el violín y se ha vuelto al carromato en el que guarda y transporta los aperos de su industria. Empieza a hurgar en una bolsa enorme y al momento saca de ella un instrumento. Lo pone en alto, me lo muestra y casi grita con una satisfacción tan visible como audible:
–¡Guitarra española! ¡Andrés Segovia!
Y, sin perder un instante, el músico praguense cierra de nuevo los ojos, se concentra e interpreta la pieza del maestro Rodrigo.
Escuchar el Concierto de Aranjuez una mañana de julio de 1964, en una callejuela de la vieja Praga, tiene para mí resonancias de una época idealizada por una memoria que no es sólo mía.
Nos despedimos del músico y su música con abrazos y apretones de manos. Isabell vuelve a disparar su cámara. El hombre está de perfil: alto, delgado, los ojos cerrados, la cabeza vuelta al cielo en busca de inspiración, los dedos de su mano derecha sujetando levemente el arco para que se deslice sobre las cuerdas sin castigarlas, sin herirlas.
Al fondo, la callejuela se abre a una plaza de perfiles difusos, tan difusos que se pierden en el gris de la atmósfera y, más arriba, en el gris de un cielo que no existe.
¿Cuántas primaveras faltan para la primavera de Praga?
–Isabell, debemos volver, debemos volver con más tiempo. Quiero conocer a fondo esta ciudad en la que, no sé por qué, tengo la impresión de haber vivido antes.
–Eso se llama dejà-vu. Lo que no sé es qué significado puede tener esa especie de paranoia en términos psicológicos o psicoanalíticos.
Por la noche, durante nuestro largo Pillow talk en la cama, pregunto a Isabell si yo soy un violín roto y, como no entiende mi pregunta, le cuento el sueño de Brigitte. Cuando termino, le repito:
—¿Crees tú que soy un violín roto?
Isabell no contesta, se ha quedado dormida. Yo, en cambio, me paso la noche preguntándome si seré realmente un violín roto.
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