Artículos del día 11 de enero de 2010

La trama que nunca existió

En pleno verano de 1963, digamos que a mediados de  agosto, recibí una carta extensa y detallada del aristócrata checo especializado en el tema de la tauromaquia,  desde las capeas de las alquerías y los villorrios de la alta Extremadura  hasta  los encierros pamploneses de san Fermín y la feria de abril sevillana, pasando por la corrida goyesca  con su vistosa escenificación. Me daba las gracias por la traducción, que tanto a sus dos asesores como a él les había parecido excelente, habida cuenta de que, además de respetar el pensamiento original, en ella se empleaba un lenguaje adecuado al tema y su realidad social.

El texto parecía obra no de un estudioso centroeuropeo sino de un español culto y entendido. Eso le dijeron. Y, en cierto modo, así era.

Consecuentemente, Herr Bergsteiger me otorgaba su conformidad para que redactara un glosario integrado por un total de cincuenta a cien referencias, algunas de ellas  con foto o dibujo para clarificar ideas y acortar la explicación textual. Ésta no debía sobrepasar en ningún caso las diez líneas por entrada y concepto.

En su carta me decía también que  el importe de este trabajo adicional me lo abonaría  de acuerdo con las condiciones estipuladas y hasta ahora cumplidas. En este caso, mediante giro postal a nombre de Miguel Benítez, tan pronto como recibiera el texto.

Hablo con Isabell. Redacto el esquema del glosario.   Éste empieza con Arrastre y termina, cómo no, con Tauromaquia. En la plaza de papel meto un total de setenta y cinco términos más, así como veintisiete ilustraciones entre fotos, grabados (reproducciones de aguafuertes de Goya) y dibujos. Casi un mes de trabajo.  incluidas las labores de  localización y acoplamiento de las ilustraciones al texto.

El día 25 de septiembre Isabell se lo envía como paquete postal exprés a Herr Bersteiger y, concretamente, a su residencia de Melnik, a orillas del Moldava y el Elba. El envío incluye una nota  en la que se comenta de manera sucinta el trabajo y su precio, que es de 480 marcos alemanes. Naturalmente, confío en que tanto lo uno como lo otro merezca su aprobación,

Y así es. Primero, una llamada:

–Herr… Spanier, todo en orden. Perfecto. Envío…

–Muchas gracias, Herr Bersteiger.

Me sorprende el laconismo y la premura del aristócrata checo al teléfono, pero tres días después recibo el giro postal de 480  marcos y la sorpresa se traduce literalmente en desconfianza y recelo  al comprobar que  el giro ha sido efectuado en  Viena por alguien que firma con las letras D.S.

Está claro que esas letras corresponden a las iniciales de nuestro señor Bergsteiger, pero, ¿a qué viene tanto sigilo? ¿Por qué el envío se hace desde Viena?

Faltan veinte días para Navidad. Navidad de 1963. Decido llamar a Herr Bergsteiger para felicitarle las fiestas y desearle un  buen año nuevo. Lógicamente, aprovecharé la ocasión para   preguntarle por el libro. Cuándo se publicará y  si se mantiene en pie el proyecto de hacer una edición simultánea, acaso conjunta,  en alemán, inglés y español.

Marco el número. No recibo señal. Vuelvo a marcar. Tampoco recibo señal. Repito la operación varios días,  unas veces  seguidos y otras alternos, a diferentes horas. No recibo señal. ¿Seguro que no me he equivocado? ¿Es correcto el número? Decido escribir. Escribo. Cuatro días después  de Navidad, exactamente el 28 de diciembre, me viene devuelta la carta con el sobre cubierto de sellos, matasellos y anotaciones a mano. Una de ellas ordena y manda: Retour; otra, Back to sender.

Intrigante, muy intrigante.

Mi primera idea es acudir al consulado de Checoslovaquia y, carta en mano, preguntar, acaso pedir una explicación. Hablo con Isabell. Me lo desaconseja.

–Es posible que le haya ocurrido algo desagradable.

–¿Por ejemplo?

–No olvides que el país tiene un régimen comunista y está sometido a los soviéticos.

–Pues ahora que pienso creo que tienes razón.

Abandono la idea. Dejo pasar unos días y entonces me acuerdo de mi viejo y querido Musgaño (Spitzmaus). Me planto en el Select, no juego, espero,  ahí llega, no me ve, se sienta en un rincón, saca un libro pequeño de no sé donde, se pone a leer, lee y escribe, pide un Kaffee-Milch, se lo sirven, echa un sorbo, paga, sigue leyendo, sigue anotando, otro sorbo,  me acerco:

–Buenas tardes-noches, Herr…

–Hola, Spanier… ¿Cómo le van las cosas?

–Bien, bien, no puedo quejarme. ¿Y a usted?

–Hombre, ni mal ni bien. Yo soy viejo, y la pensión…

–Pero, ¿cobra usted pensión?

–Pues claro, como todo bicho viviente, quiero decir como  cualquier otro ser humano… Bueno, bueno, ¿qué te trae por aquí? Hacía tiempo que no se te veía el pelo…

–Quiero hacerle una pregunta. Si usted me ayuda a mí, yo le ayudaré a usted…

–Hombre, siendo así, cuente conmigo…

–¿Se acuerda usted de aquel señor checo de porte aristocrático que apareció aquí, en el Select, hace ya algún tiempo?

–Sí me acuerdo.

–¿Sabe usted que ha sido de él? ¿Le ha ocurrido algo?

–En concreto, no sé gran cosa… Según mis fuentes de información, que aún tengo algunas, a  varios aristócratas checos las autoridades comunistas les requisaron las propiedades. A él, además, lo metieron en la cárcel por tráfico de divisas.

–¿Tráfico de divisas?

–Es lo que me dijeron…

–¿Y sigue vivo?

–Eso, mi joven y querido amigo español, ya no lo sé. Ni yo ni, probablemente,  nadie a este lado del telón de acero.

Saqué del bolsillo el billete de veinte francos que tenía a punto, se lo entregué sigilosamente a mi querido informante y salí del local sin apenas despedirme de él y procurando que nadie me viera. Minutos después, al teléfono:

–Isabell, malas noticias. No habrá libro de toros. La autoridad gubernamental ha suspendido la corrida.

–¿Qué dices?

–Lo que oyes. Ya te lo contaré con más detalle.

Por la noche, cuando Isabell llegó a mi habitación de  la Hohlstrasse, le expliqué todo lo que sabía pero con premura. El asunto me quemaba. Suerte que la operación se había hecho con dinero negro, sin papeles, sin facturas,

Días después decidimos salir a cenar para celebrar nuestra última joint venture. Nadamos en vino y así nos quedamos dormidos entre palmas  y banderillazos.

La nueva actividad es sin duda más  lucrativa que el trabajo en la fábrica de cojinetes y el de los trebejos en el Select. Aunque, por lo visto, también puede tener sus riesgos.

En abril de 1964, tras una ausencia cautelar de cuatro meses, aparezco y comparezco de nuevo en el viejo local de intelectuales, bohemios y  parásitos de Birkendorf. Busco   tertulia y partida.

Nada más entrar se dirige a mí un hombre joven al que conozco de vista.

–Tú eres der Spanier, nicht wahr?

–Sí, soy el español… ¿Y tú?

–Ya me conoces. Me llamo Adolf Baumgartner.  He estudiado historia universal y estoy preparando mi tesis doctoral. Trata de la invasión de Europa por los bárbaros. Uno de los textos que quiero utilizar para documentarme está escrito en español y necesito que alguien me lo traduzca. He pensado que tú podrías ser ese alguien. ¿Qué te parece? ¿Estarías dispuesto a hacerme la traducción?

–Hombre, primero tengo que examinar el texto, echarle un vistazo y ver si estoy en condiciones de hacer lo que me pides.

–Lógico, pero ten en cuenta que no es un texto para publicar, sólo  para utilizar como fuente de documentación e información.

–En ese caso, creo que sí puedo hacerlo. Además si tengo alguna duda, ya te consultaré.

–Eso mismo. Mira,  son unas cincuenta páginas de libro. Puedo pagarte novecientos francos. Tienes un mes de plazo. ¿Te parece bien?

–Me parece muy bien.

Tan pronto como recibo el libro llamo a Isabell y, en cuanto llega a mi habitación, trazamos el plan de trabajo. Proporcionalmente, ahora tenemos mucho más tiempo que   con el libro de tauromaquia. En menos de tres semanas la traducción está lista. Hacemos una revisión final con dos lecturas por separado, y fertig!

Se la entregamos al doctorando, cobramos, lo  celebramos. Días después me ve en el Select y me da las gracias de nuevo. Tiene una teoría propia y original sobre el tema de su tesis. ¿Fue realmente una invasión? ¿Eran en verdad  bárbaros? Su respuesta en ambos casos era no. De ahí arrancaba su teoría y ese era el núcleo de su tesis doctoral.

Isabell está contenta. Se alegra, sobre todo por mí. Me dice que he descubierto un filón. Le contesto con una sonrisa y un «no  será para tanto».

Un par de meses después, hacia  septiembre, voy al club de ajedrez de los burgueses con el propósito de participar en un torneo abierto que ofrece varios premios en metálico. Alguno pescaré. Eso es, al menos, lo que pienso y espero. Mientras estudio el calendario de las partidas, veo llegar a alguien que conozco tanto de vista como de oídas.  Sé que trabaja para la FIFA, que es abogado y tiene un cargo importante en este organismo. Mal jugador de ajedrez, por lo general se limita a husmear y meter cuchara, siempre a favor del ganador o presunto ganador.

Así que me ve,  se acerca à la nonchalante y me dice que quiere hablar conmigo.

–Privat.

–Comprendo.

El hombre de la FIFA me explica que este organismo  envía sus comunicados  a las federaciones nacionales en inglés y en el idioma respectivo. Ahora hay que traducir varios de esos comunicados del inglés al español. El texto tiene que estar traducido fielmente y redactado en un lenguaje gramaticalmente correcto. Es para publicar.
–¿Se atreve usted?

–En principio, sí, pero sería conveniente que revisara el texto traducido una persona competente en las dos lenguas y sobre todo en temas de fútbol o, más exactamente, de su organización.

–De eso no se preocupe. Tenemos varias personas que se dedican precisamente a eso, a revisar los textos traducidos: forma  contenido.

–Entonces, de acuerdo.

El funcionario de la FIFA, de nombre Roth, me entrega una carpeta con unos folletos. Nos sentamos, los hojeo, ojeo, leo por encima. El trabajo no parece excesivamente complicado.

–Bueno, ya lo he visto. Respetaré el formato y, para facilitar el cotejo del original y la versión española, numeraré los apartados, siempre dos números iguales: 1/1, 2/2, 3/3 und so weiter…

–Muy bien. Veo que tiene usted orden en sus ideas.

–Sí, claro. El orden de las ideas es el orden de las cosas. Y viceversa.

–Estupendo, Herr Spinoza! ¿Y qué me dice del precio?

–¿Precio? Tengo que contar las palabras. Así, a ojo, dos mil francos. Si me equivoco, peor para mí.

–De acuerdo. Plazo: mes y medio. Pago a la entrega del trabajo, naturalmente con factura oficial.

Herr/Mister Roth levanta su impresionante mole de carne y soberbia, me mira desde arriba, hace ademán de saludarme, se arrepiente, se marcha, se vuelve y, como si  se dirigiera a una cucaracha o a un insecto, escupe  por encima del hombro, sin mirar abajo:

–Ya me avisará cuando termine el trabajo.

–Por descontado. Con mucho gusto…

Llamo a Isabell.

–Un hijodeputa necesita un traductor y me ha convertido en una cucaracha.

–¿Cómo? ¡No entiendo nada!

–Tengo que traducir unos folletos del inglés al español para la FIFA. Sí, de fútbol. Son como ciento cincuenta páginas. Un mes y medio. Lo podemos hacer perfectamente:  treinta días para traducir y quince días para corregir y revisar. Los dos. Como siempre. Pago al contado, con factura oficial. La mitad para cada uno. Esta vez tendremos que declararlo. No hay escapatoria. O lo dejamos…

–Eso nunca.

–Pues, manos a la obra. Te espero. Ya lo tengo todo a punto.

Esta vez no me he atrevido a pedir un anticipo al comitente. Cuando me entregó el trabajo había varios socios y Kibitze delante, todos ellos conocidos. En cualquier caso, estoy un poco mosca. Roth tiene un cargo oficial y es persona influyente. Lo de la factura no me gusta ni un pelo

Cuando tengo terminada la traducción, le llamo y nos citamos para el sábado de la semana siguiente, a las cuatro de la tarde, en el club de ajedrez. Le repito el precio. Dos mil francos.

–¿Metálico o cheque?

–Cash, siempre cash.

Sábado, cuatro de la tarde, club de ajedrez, Römergasse 5, erste Stock.

–¿Herr Roth?

–Jawohl!

–Aquí tiene la traducción con la factura. Y también sus folletos.

-Sehr gut. Le echaré un vistazo…

Herr Roth, siempre envuelto en su aire prepotente, se acomoda y empieza  a mirar y remirar la traducción y, simultáneamente, los folletos originales: 1/1, 2/2, etc. Cuando llega a la página veinte pasa a la cuarenta, de aquí salta a la ciento diez y de aquí vuela a la última. Cierra la carpeta con la traducción y los folletos dentro y grita con voz y ademán de referee:

–Me parece bien.

Hace una pausa, piensa, coge su cartera de mano y en seguida vuelve a gritar:

–Aquí está el dinero. Dos mil francos. Cuente.

Cuento. Levanto la cabeza. Le miro. Me mira.

–Hasta la vista.

–Hasta la vista.

Estoy contento. El negocio prospera. Negocio e industria. Llamo a Isabell para decírselo. La mujer ríe con ganas.

–Tendrás que cambiar de oficio, y también de industria. Dejas los cojinetes y los peones de ajedrez y te pones a traducir full time…

Pero lo cierto es que sigo intrigado. Al despedirse, el funcionario de la FIFA hizo un gesto sospechoso, tan sospechoso como su mirada. Estoy inquieto.

Se lo explico todo a Isabell, incluidos, claro está, mis temores. Le doy su parte de la última operación y le pregunto:

–¿Cuanto dinero tenemos?

–En el banco, dinero de los dos hay ahora unos quince mil francos. Diez mil míos y cinco mil tuyos. Lo tengo   anotado todo. Por supuesto, también las cantidades que me has entregado y lo que me has ido pidiendo. Cuando quieras…, para mí es muy fácil. Está en una hoja de papel. Además tengo los apuntes del banco.

–No hace falta. Sabes que te creo. Pero no estoy  tranquilo. Ahora tengo en casa mil francos del de la FIFA. A mí me va bien que la cuenta del banco esté a tu nombre. El día que te vayas a España ya hablaremos. O quizás antes…

–Y, a propósito, ¿crees que Mister Roht te dará más trabajo?

–Te repito que no lo sé. Lo dudo. Y, en cierto sentido, no lo quiero. Es un dinero que me quema los dedos…

De momento sigo en la fábrica de cojinetes. Sueldo de subsistencia. No debería quejarme. Si me administrara bien, podría vivir. Hay quien lo hace y, además, ahorra. Y además envía dinero a su familia en España, en Italia, en  Turquía, en Yugoslavia, en Hungría. Hasta quinientos francos al mes.  Los trabajadores extranjeros –llamados unas veces Gastarbeiter y otras Fremdarbeiter, o sea, trabajadores invitados o trabajadores extranjeros– envían mucho dinero a sus casas. Demasiado. Las autoridades del país anfitrión se quejan. Y los bancos también. Los nativos se hacen eco de la noticia y manifiestan continuamente su animadversión a los extranjeros.

Sigo yendo al Select. Sigo trabajando en la fábrica de Oerlikon, allí donde la metrópoli cambia de nombre. Sigo levantándome cada día laborable a las seis menos cuarto de la mañana. Sigo viendo, casi cada día y cada noche,  a Isabell, mi refugio,  refugio de un emigrante perdido en el corazón de Europa, la Europa  de los años sesenta, los años de la  guerra fría con atisbos y conatos diarios de guerra caliente, la Europa continental del carbón y el acero con su clima duro y sus gentes durísimas, crueles.

Si quiero seguir con  las traducciones –una industria clandestina o casi clandestina que permite aprender cobrando–, tengo que comprar libros de consulta y, sobre todo, diccionarios. (En alemán, un diccionario —Wörterbuch— es un libro de palabras.) Diccionarios bilingües, de equivalencias en dos idiomas. También descriptivos, Con definiciones y explicaciones. Diccionarios generales, diccionarios técnicos, especializados, por materias. Diccionarios de política, de historia, de sociología, de psicología, de psiquiatría, diccionarios de ajedrez, diccionarios de ciencias ocultas.

De momento, para mí casi todo  son ciencias ocultas. Lo único que manejo bien, con agilidad, es la máquina de escribir. Y, en otro plano, las figuras de ajedrez.

Isabell quiere verme. Consultarme algo, explicarme algo, preguntarme algo. Tiene pensado pasarse un año en España. Tal vez en un lugar de la Costa Brava, o en Madrid, o en la isla de Lanzarote, allí donde para unos termina el desierto y para otros empieza. Después, cuando vuelva, quiere comprarse un coche y un piso. Esos son sus grandes sueños.

—¡Ja! ¡Ja!

—No te rías, Miguel. Lo tengo todo bien pensado, y puedo hacerlo. Ya lo verás.

–Cuando vayas a marcharte, por favor, avísame.

–Por descontado. Si quieres tu dinero no tienes más que decírmelo. A mí tampoco me hace gracia tener en mi cuenta bancaria un dinero que no es mío. Aquí, el Estado controla todas las cuentas y todo el dinero depositado en los bancos.

–Me lo imagino, aunque también tengo mis reservas.

–Y, otra cosa, ¿cómo  estás de latín? Lo digo porque en nuestro hospital hay un médico joven de nacionalidad iraní que quiere que le den unas clases.  Algo elemental. Parece ser que el pobre habla inglés e incluso  alemán, pero no entiende lo de los casos gramaticales. Alguien le dijo que, para eso, lo mejor es empezar con el latín. Con la gramática latina. Y he pensado que tú  podrías echarle una mano y, de paso, ganarte un dinerito.

–Hombre, la idea no está mal. Habrá que ver cuántas clases necesita y cuánto puede pagar. Quiero decir, si es solvente. Para evitar evasivas y evasiones, en un caso así lo más indicado es cobrar por adelantado. Como mínimo un mes, ocho clases, Diez francos por clase, total ochenta francos. Podemos empezar, por ejemplo,  el lunes de la semana que viene, que es primero de mes.

–Se lo diré y te contestaré. Sé que el padre del muchacho  es muy rico. Tiene un cargo en el gobierno. Supongo que él posee una buena formación intelectual. En nuestro hospital está haciendo prácticas. Parece que después quiere viajar a Estados Unidos y quedarse allí unos cuantos años.

–Ya iremos viéndolo. Puedo explicarle los casos gramaticales de manera que los entienda. En una semana,  los cinco del latín y en otra semana  los cuatro  del alemán. Dejaremos el vocativo para más adelante. O para siempre. En realidad no sirve de gran cosa. Y se los explicaré por separado, con ejemplos. Estoy seguro de que no se le olvidarán en toda la vida. La lengua tiene una base lógica. Y, por supuesto, también la gramática.  Ya lo comprobarás. Yo, afortunadamente, no tuve esos problemas. Los tuve, sí, de pequeño, pero eso fue  hace ya mucho tiempo, illo tempore.

Vino el iraní, al que Isabell y yo llamaremos siempre, desde el primer momento, el Sha de Persia. Le di una primera clase. No pagó. Le recordé el pacto-trato-acuerdo. Sí, lo sabe. El próximo día, viernes, traerá el dinero. Eso espero. Pero no es así. Clase y lección. Casos gramaticales en latín. Casos gramaticales en alemán. Ejemplos prácticos. Él repite conmigo. Lo ha entendido. Es inteligente. Pero sigue sin pagar. Tengo la mosca detrás de la oreja. El Sha de Persia no me gusta ni un pelo. El lunes siguiente se presenta con su novia. Alemana, rubia, alta exuberante. Prepotente. En un apartado le recuerdo lo del dinero. El Sha de Persia se hace el longui. Se lo repito. Sigue haciéndose en longui. Estoy a punto de romper la baraja. Se lo digo en voz alta para que lo oiga también la aspiranta. A ver si reacciona. Él o ella. Ni por esas. Opto por continuar con los ejemplos. El muchacho simula un compromiso. Tiene que marcharse.  Adiós clases, adiós dinero, adiós Sha de Persia y valquiria alemana.

Entre el trabajo oficial y la industria clandestina salgo adelante con cierta holgura y cierta complacencia. Cada día que pasa es para mí una demostración cumplida de que la Providencia no me abandona. Tanto es así que, tras hablar con Isabell y pedirle consejo, decido abrir una cuenta en el Kantonalbank, agencia número 15, y depositar en ella mi dinero, los cinco mil francos que me quedan de las  últimas operaciones. No es mucho, pero siempre serán una ayuda en caso de necesidad o de emergencia.

En el otoño de 1964, con los rigores del frío en el alma, tuve un sobresalto que trocó en realidad mis temores y pasó a ser el inicio de una larga y cruel pesadilla.

Recibí una carta de Hacienda, concretamente del Esteueramt. Para entendernos, de la Oficina de Recaudación de Impuestos o, más sencillo aún, de la Agencia Tributaria. Era una citación. En el plazo de siete días debía presentarme en la oficina  de Helvetiaplatz, situada a ciento cincuenta metros de donde yo vivía.

–¿Su nombre?

–Miguel Benítez Expósito.

–Ya veo. Lleva usted como tres años sin pagar  sus impuestos al Estado.  Quiero decir, en su totalidad y a su debido tiempo. Primero, en 1961, deja usted pendiente un pico de quinientos ochenta francos; después, en 1962, desaparece usted del mapa a efectos fiscales y por último, en 1963, le localizamos en Oerlikon, donde ahora trabaja. Y este año, este año de 1964,  tendrá que pagar usted todo lo atrasado… No podrá retrasar más los pagos.  Sabemos que tiene una cuenta  en el Kantonalbank con cinco mil francos. ¿Que quiere hacer?

–¿A cuanto asciende mi deuda?

–Espere, se lo diremos en seguida. Un momento. Mire, usted tiene ahora una deuda de  dos mil  ochocientos francos. ¿Cómo quiere pagarla?

–Por meses. En doce meses y doce cuotas.

–Me parece muy bien, pero lamentablemente eso ya no es posible. Después de tantos retrasos, no podemos concederle ningún plazo más. Tendrá que pagarlo todo de una vez. Tiene dinero suficiente. Y aún le sobrará.  Además tenga presente que mientras tanto, o sea, hasta que no haya saldado su deuda con el Estado, su cuenta bancaria permanecerá bloqueada. Si fuera usted sensato…

–Lo entiendo, lo entiendo…, pero cada uno sabe sus cosas.

–Claro, claro. En resumen, ¿está dispuesto a  pagarlo todo de una vez?

— Naturalmente que sí.  Lo único que pretendía era elegir la fórmula más coveniente para mí como extranjero…

–No sé muy bien qué quiere decir usted con esas palabras, pero en este caso sólo hay una fórmula: pagar y callar.

Pronto tendrá noticias nuestras. Le escribiremos. De momento, recuerde que tiene bloqueada la cuenta del Kantonalbank…, con sus cinco mil doscientos veinte francos. Deberá firmarnos una autorización para que podamos  retirar el dinero que nos adeuda. Usted tendrá sus comprobantes. Todo legal como siempre.

–¡Por supuesto!

Hablo con Isabell.

–Problemas.

–¿Qué problemas?

–Impuestos. Me han bloqueado la cuenta.

–Mira, Miguel, aquí de Hacienda no se escapa nadie.  Te retendrán el dinero hasta que pagues. Eso lo hacen con todo el mundo. ¿Cuánto debes?

–No llega a tres mil francos. En total. Dicen que he estado casi tres años sin pagar a Hacienda. Yo creo que eso no es verdad. Es prácticamente imposible que un trabajador extranjero esté un año sin pagar sus impuestos. No sé qué ha pasado. Imagino que ahí hay un error. O un fraude.

–¿Un fraude? ¿De quién? ¿Cómo?

–No sé. Es lo único que se me ocurre…

–Bueno, si estás dispuesto a pagar y tienes dinero, como imagino,  todo se puede arreglar.  En cualquier caso, te quitarán el pasaporte para que no te puedas mover. Y avisarán a la empresa en la que trabajas.

–Ya lo han hecho. Las dos cosas.

–De momento, no harán nada más. Con el bloqueo de la cuenta y el pasaporte tienen bastante.

–¿Me meterán en la cárcel?

–Creo que no. Si no has cometido ningún delito, claro.

–A mi modo de ver, no he cometido ningún delito. Otra cosa será lo que ellos digan. O quieran ver.

Aún no había transcurrido un mes desde la citación de Hacienda cuando recibo un aviso urgente de la policía. El día cinco de octubre debo presentarme, papel en mano,  a las siete de la tarde en la Comisaría central.

Me presento. Tengo el miedo en el cuerpo. Espero como una hora. Llega un agente alto, delgado, habla italiano.

–Usted, sí, usted, ha tenido contactos y relaciones económicas con un súbdito checo llamado Dieter Bergsteiger…, ¿no es así?

–Sí, relaciones económicas. He hecho unos trabajos para  él.

–¿Qué clase de trabajos?

–Traducciones.

–¿Traducciones? ¿Qué traducciones? ¿Nada más que traducciones? ¿Por qué importe? ¿Dónde están las facturas? ¿Dónde está el trabajo? ¿Cuándo ha sido eso? ¿Qué comprobantes tiene? ¿Ha pagado a Hacienda? ¿Sabe que eso es delito, delito grave?

La catarata de preguntas me abruma, me aturde. Las entiendo y, en cierto modo, las conozco de antemano, pero    son como un alud que me arrolla y me sepulta. En un instante me veo en la cárcel, una  cárcel   fría y oscura en un país que no es el mío, y sufro una crisis nerviosa. Estoy a punto de perder el conocimiento…

–Déjate de teatro. Eso no es más que teatro. Lo hacen todos tan pronto como ven las orejas al lobo. Espera ahí fuera. Hasta que se te pase.

El agente me agarra con fuerza del hombro izquierdo, tira de él hacia arriba y me da un empujón, al tiempo que  escupe:

–Vas a tener tiempo para meditar y recordarlo todo.

Media hora más tarde aparece en la puerta el agente, que, como averiguaré después, se llama Leandro Maspoli, nacido en Lugano. El terror se apodera nuevamente  de mi cuerpo y mi alma. No acierto a ponerme en pie. No sé si rebelarme o pedir clemencia.

–Puedes marcharte. Tendrás que venir aquí el lunes próximo y todos los lunes de todas las semanas, hasta nueva orden. Te refrescaremos la memoria. Y que sepas que no debes viajar, ni cambiar de domicilio ni de lugar de residencia sin nuestro conocimiento. Ahora no tienes pasaporte. Si tienes que identificarte te bastará con el Ausländerausweis. Tu cuenta bancaria está bloqueada. Trata de ser un buen chico y portarte bien si no quieres terminar en la cárcel. Te falta un pelín. Con un poco de suerte te caerán de cinco a diez años. Eso como mínimo.

Salgo de la comisaría y me pongo a llorar. Es de noche. ¿Dónde voy? Me echo a andar. A las diez, con un frío que hiela el alma, las calles de Birkendorf están  desiertas. Algún policía de patrulla. Alguna prostituta en la acera. El policía me mira, la prostituta me piropea.

¿Acaso sabe ella lo que es saberse extranjero y sentirse perseguido…?

Tan pronto como veo a Isabell, le explico la situación a grandes rasgos: Hacienda y la policía, sus medidas y sus investigaciones; mi situación en el trabajo y fuera de él.

Tengo que elaborar a toda prisa un plan de emergencia para hacer frente a los peligros más graves y acuciantes, y, sobre todo, para salir de aquí cuanto antes.

Pero, ¿qué puedo hacer si no tengo pasaporte y para colmo me han bloqueado la cuenta bancaria con todo mi dinero? No obstante, mi primera idea es poner a Isabell fuera de peligro. No mencionarla en mis declaraciones, en mis escritos, en mis llamadas.

–Isabell, de ahora en adelante será mejor que no nos veamos.

–De acuerdo, como quieras, Miguel. Me iré a España. Ya sabes, tengo algún dinero ahorrado. Me basta y me sobra. ¿Puedo ayudarte?

–Sí, pero no con dinero…

–Entonces, ya me dirás.

–Necesito un asesor. En asuntos de Hacienda y en asuntos  policiales.

–Digamos entonces un asesor financiero y policial.

–Eso mismo. ¿Conoces a alguien que reúna esas condiciones y no pida mucho dinero? –Hago una pausa para coger aliento y pensar. Continúo–:

–Como sabes, en la cuenta bloqueada hay cinco mil francos. Tres mil son para Hacienda. Tal vez algo más por   la penalización. Lo tengo calculado. Me quedarán  libres unos mil quinientos. Eso es lo que puedo o podré pagar. Pero tiene que ganárselos. Quiero decir, tiene que desbloquearlos.

–Entendido. Justamente conozco un tipo que podría sacarte de apuros. Se llama Rudolf Essig. Es abogado,  pero creo que lo expulsaron del gremio o el colegio profesional. Ahora ejerce en calidad de investigador privado y realiza gestiones detectivescas por encargo. Lo localizarás fácilmente. Es un tipo gordo y grande como un caballo. Siempre va muy descuidado, pero tiene fama de ser persona culta y avispada. Frecuenta el Select. Allí tiene su tertulia. Ya sabes,  artistas, intelectuales, profetas y videntes. Lumpenintellektualität!

–¡Ja! ¡Ja! Me parece que lo conozco. En el Select y su zona de infuencia le llaman Essigsauer, el Avinagrado. Uno de estos días me dejaré caer por allí y, antes de hablar con él, le observaré.

–Es asequible, muy asequible. Siempre tiene ganas de hablar y dar lecciones. No le preocupa el dinero. Vive con poco. Sus principales clientes son las prostitutas. Y casi siempre  cobra en especie, quiero decir en carne…

Efectivamente. Voy al Select, descubro a Essigsauer con sus oyentes. Me sumo al quórum y al coro. Hasta que intervengo:

–No está claro cuál será el fin de la humanidad. Ni siquiera si va a tener un fin. En cualquier caso, el mundo de las ideas está supeditado al mundo de la física. Al menos, eso parece lo lógico.

–Muy bien dicho. Y usted, ¿quién es? –responde complacido y orgulloso el disertante.

–Alguien que cree haber nacido para pensar.

–No está mal para una persona tan joven. Ya tendremos ocasión de hablar y polemizar. Éste no es el momento…

–Para mí tampoco. Mire, vengo con intención de hacerle una consulta profesional. Pagando, claro.

–Diga, diga.

–Tengo un asunto pendiente con la justicia. Concretamente con Hacienda y con la policía.

–Entonces será mejor que pase usted por mi despacho. Aquí tiene mi dirección, el teléfono y el horario de atención al cliente.

Leo: Rudolf Essig. Jurist. Steuerberater. O lo que es igual: Rudolf Essig. Jurista. Asesor fiscal.

Creo que he encontrado lo que necesito. Termino de leer: Zigeunergasse, 5. Telefon: 5 678 453.

Cuando llego a mi habitación encuentro una nueva citación. Dos: una de Hacienda y otra de la policía. Las dos para el día 20 de octubre; las dos, entre siete y ocho de la tarde.  Las dos, claro está, seguidas y coordinadas. Decido llamar a Essig.

–Señor Essig, soy el español que estuvo hablando con usted en el Select hace unas horas.

–Sí, ya recuerdo. ¿Qué le ocurre, junger Mann?

–Quiero hacerle una consulta profesional. Naturalmente, pagando.

–De acuerdo. Mañana por la noche, sobre las nueve, en mi despacho. Usted ya tiene la dirección.

–Sí. Gracias. Nos vemos.

La Zigeunergasse está en la parte vieja de la ciudad.  Es una callejuela estrecha y empinada. En este caso, cuesta arriba, pues voy andando desde el puente. La casa es vieja. En la planta baja hay una tienda de animales exóticos. Desde macacos hasta serpientes, pasando por loros, papagayos y pajaritos del Nilo. A la derecha de la tienda está la puerta de acceso a las plantas altas de la casa. Dos.  Junto a la pared cuelga una cadena que, si se tira de ella, hace sonar una campanilla situada en alto. Tiro, la campanilla suena y apenas cinco segundos más tarde se asoma a un ventanuco un hombre, ya anciano, mal encarado, que pregunta:

–¿A quién quiere visitar usted?

–Al señor Essig.

–De acuerdo, le abro. Primera planta, segunda puerta del pasillo. En la puerta está escrito su nombre: Essig, Jurist.

–Danke schön!

La escalera, toda ella de madera, cruje bajo los zapatos. El pavimento de la primera planta, igualmente de madera, cruje también. Y resuena. El pasillo es largo y estrecho. Tiene puertas a izquierda y derecha. Con un número y un rótulo en cada una de ellas. Nombres propios y anónimos. No sé por qué pero, mientras voy andando, pienso en el Bateau-Lavoir parisino y picassiano. Imagino que cada puerta corresponde a un estudio de artista. Viviendas de una sola habitación. Con cocina, cama y mesa. Y así es. Al menos por lo que puedo comprobar ahora. Aquí es. Rudolf Essig. Jurist.

–Herr Essig?

–Sí. ¿En qué puedo servirle?

–Mi nombre es Miguel Benítez. Soy el español del

Select, el jugador de ajedrez.

–¿Y cuál es su problema?

–Problemas. Antes debo decirle que trabajo en Oerlikon, concretamente en la fábrica de rodamientos Magna AG. Además, desde hace algún tiempo realizo traducciones del inglés y el alemán al español. Free lance, naturalmente. Y, casi siempre, sin factura.

Y volviendo a los problemas. Primero. Llevo dos años y pico sin pagar los impuestos a su debido tiempo. Segundo. Algunos trabajos de traducción no los he declarado; he cobrado en dinero negro. Para colmo, el comitente del trabajo más importante, un trabajo por valor de unos quince mil marcos alemanes, era checo y, según parece, ha sido detenido por tráfico de divisas. Yo de todo eso ni sabía ni sé nada. Sencillamente, hice mi trabajo, cobré y me metí el dinero en el bolsillo.

–¿Y en concreto qué tiene que ver la policía con todo eso?

–No lo sé. Me imagino que, investigando, investigando, han llegado hasta mí, pero yo soy un pobre emigrante/inmigrante que se gana la vida trabajando. Ahora los de Hacienda han bloqueado mi cuenta  en el Kantonalbank y quieren cobrar.

–¿Cuánto dinero tiene en la cuenta y cuánto dinero debe a Hacienda?

–Tengo unos cinco mil francos suizos, y a Hacienda le debo en total como tres mil francos, tal vez un poco más. Digamos trescientos francos. No lo sé exactamente, pero supongo que no pasarán de tres mil quinientos francos. Eso significa que tengo  mil quinientos francos para  usted.

–Lo entiendo. Creo que aquí lo primero que hay que hacer  es pagar a Hacienda y desbloquear la cuenta. Si usted no ha hecho ninguna otra cosa mala, vamos a dejar que la policía siga investigando e incluso vamos a ofrecerle nuestra colaboración. Le tienen que devolver el pasaporte y dejarle vivir. Ya hablaré yo con el agente ese, Leandro Maspoli, o como se llame.

–Me han citado para el día 20 de octubre. Los dos. Los de Hacienda y el agente de policía.

–Iré con usted Será mejor. Así conoceré los cargos de primera mano y organizaré la defensa.

–Muchas gracias. Ya me dirá lo que tengo que pagarle. Usted sabe el dinero que hay… Eso es todo.

–No se preocupe, todo saldrá bien.

–Yo con mil francos tengo más que suficiente. A lo mejor,  menos. Depende de las gestiones que haga y del  tiempo que invierta en ellas.

Acudo a las dos citas con Herr Essig. Un acierto. El hombre se hace respetar. Hablan con él, a solas. Después me lo explica. No sé si todo o sólo lo más importante.

–En resumidas cuentas, ellos quieren que pagues lo que debes y te dediques a trabajar honradamente. Si la policía descubre alguna cosa rara o sospechosa, te deportarán o te encerrarán. Te has metido en un buen lío, pero en cierto modo has tenido suerte, mucha suerte. Aquí, la policía no se anda con contemplaciones… Ríete de la policía israelí o de la policía comunista, la Stasi.

Después de conocer al jurista Essig y hablar varias veces con él empecé a recuperar la tranquilidad. No me fue fácil. Desparecida Isabell por motivos de seguridad, me resultaba muy difícil conciliar el sueño por las noches. Y también quedarme a solas en mi habitación. Pensaba que la policía se presentaría en cualquier momento. A veces me despertaba sobresaltado en medio de la oscuridad, me erguía en la cama y preguntaba a gritos: «¿Quién es?». Y también: «¿Dónde estoy?» «¿Hemos llegado a París?»

Pero poco a poco el bueno de Essig me fue devolviendo la tranquilidad con sus consejos y su ayuda. Además de dar la cara por mí ante los de Hacienda y ante la policía, explicando a funcionarios y  sabuesos  que yo era un chico extranjero que llevaba una vida normal, dedicado a mi trabajo, fue a ver a mi jefe en la fábrica de cojinetes y le expuso mi situación y mis intenciones. Todo un acierto, pues, según supe después, el hombre, atemorizado ante el alud de  noticias y rumores que circulaban en torno a mi persona, había decidido prescindir de mí y dejar que  me despidieran. Con ello, puede decirse que Essig me salvó la vida.

A las dos citas siguientes de Hacienda y la policía acudo acompañado por Essig, que toma la palabra en representación mía y dice, primero:

–Ustedes pueden retirar, ahora mismo, el dinero adeudado por Herr Miguel Expósito. Incluso el correspondiente a la traducción. Que lo calculen y lo incluyan en la cuenta. ¿De acuerdo?

–De acuerdo. Así lo haremos.

–Según mis cálculos, en total serán unos tres mil trescientos francos suizos. Por lo tanto, no tienen por qué preocuparse. Cobrarán hasta el último Rappen.

Después, cuando comparecemos ante el prepotente Maspoli, Essig le explica que lo de Hacienda está ya pactado y, por lo tanto, arreglado. Y se despide:

–Además, el español pagará los impuestos correspondientes a la traducción del libro encargada por el checo, incluido el recargo por penalización. Y eso es todo. Herr Expósito no tiene nada que ver con tráfico de divisas porque él no ha sacado ni un franco del país. Así que, por favor…, tan pronto como tengamos la cuenta de Hacienda con el finiquito, esperamos que ustedes, los de la policía, le devuelvan el pasaporte.

–Primero vamos a comprobarlo todo. El muchacho tiene que portarse bien. Pagar sus deudas. Y no complicarse la vida no complicárnosla a nosotros. Todo es muy fácil o, si lo prefiere, muy difícil… En su momento tendrán ustedes noticias nuestras.

–Me parece bien. Puede estar seguro de que por nuestra parte no va a tener ningún problema. Deseamos colaborar con las autoridades, con la Justicia.

Gracias a la aparición y la intervención de Essig, realmente providenciales, había conseguido parar el golpe. Y, además, elaborar un plan para salir adelante. Evidentemente, tenía que cambiar y no complicarme la vida, como había hecho hasta ahora.

De momento seguiría trabajando en la fábrica de cojinetes de Oerlikon, que hasta ahora había sido mi mejor baza. En cuanto al ajedrez, no sabía si dejarlo o continuar jugando como hasta ahora e incluso hacerme profesional o semiprofesional. Hay quien vive del ajedrez. No son muchos, pero los hay. Algunos, los mejores incluso viven bien. La pregunta es: ¿tengo realmente talento para intentar la aventura? Algunos indicios dicen que sí. El gran inconveniente es la edad. A los treinta años debería ser un jugador conocido y consagrado a escala internacional. No es mi caso, pero si tenemos en cuenta que aprendí a leer y escribir con diez años…

Otra posibilidad es la traducción. Incrementar progresivamente mi dedicación y, simultáneamente, comprar libros, sobre todo diccionarios, para estudiar hasta conocer a fondo dos o más lenguas.

Un tercer punto es cambiar de habitación. Donde vivo ahora no estoy a gusto. Mi casero, Herr Bechtolt, desconfía de mí y quiere que me vaya. Me lo ha insinuado. Lo más probable es que, si no me voy, me eche. Aquí la ley es estricta y sencilla. Un  mes de plazo y a la calle.

Como ahora ya tengo cierta amistad con Essig, aficionado al ajedrez, a la filosofía y en general a las ciencias del espíritu o Geisteswissenchaften, le consulto los tres problemas –ajedrez, traducción, domicilio–, y me contesta:

–Creo que puedes y debes seguir jugando al ajedrez, pero no como un tahúr, como un Gambler. Prueba suerte en algún torneo abierto y mide tus fuerzas y tus posibilidades. Lo de la traducción es una buena idea y una vía para tu promoción laboral. Es posible que se adapte mejor a tus condiciones y conocimientos que el trabajo en la fábrica de cojinetes. Y, en cuanto a tercer punto, cambiar de domicilio, me parece muy acertado si quieres empezar una vida nueva… Ahora que recuerdo, hay un cuarto punto sin duda tan importante como los mencionados pero infinitamente más peligroso. Dinamita pura.  Me refiero a tus relaciones políticas con socialistas y comunistas…

–Pero si yo…

–Es igual. A la policía no vas a convencerla. O te lo quitas de la cabeza o no hay nada que hacer. Todo se vendrá abajo.

–De acuerdo. Lo he entendido.

–Lo único que debes tener en cuenta es que estamos en la sancta sanctorum del capitalismo mundial. En eso no hay distinción entre nativos y extranjeros. La policía  nunca  permitirá que alguien arruine el negocio nacional. Y mucho menos si ese alguien es de fuera.

Evidentemente, mi situación sigue siendo difícil, incluso peligrosa, pero ahora ya tengo un plan para salir de ella y liberarme de mis problemas, problemas con Hacienda y con la policía, que, aquí y ahora, son los más acuciantes, no los más graves, tampoco los más peligrosos. De todos modos, debo andarme con cuidado, con mucho cuidado, no cometer errores y, sobre todo, no tentar la suerte. En la práctica, eso significa que no debo tener contacto ni con socialistas ni con comunistas.

Aun así, la  vida me resulta cada vez más dura. Y, si para colmo, Isabell se iba y me dejaba solo, ya  no  tendría siquiera aquel rincón donde me presenté una noche de invierno,  vencido, acosado, atemorizado, y le pedí  un regazo en el que cobijarme y llorar, una cama en la que dormir. Isabell, alma de ángel en cuerpo de mujer, me  dio lo uno y lo otro.

Y, a la mañana siguiente, cuando me levanté, ya había tomado una decisión. Huir, escapar, dejarlo todo… Aquel país nunca sería mi país. Aquellas gentes nunca serían mis compatriotas.

¿Qué quedaría en mi de aquella lengua en la que en cierto modo había aprendido a pensar?

Afortunadamente, la gestión de Essig empieza a dar resultados. Positivos, muy positivos. De momento, Hacienda acepta su propuesta. Y también la policía, a través del agente Maspoli. Él, Herr Essig, garantiza que su defendido/protegido cumplirá con sus obligaciones. Pagará todo lo que debe y no escapará del país. Ese es el trato o, más exactamente, el gentlemen’s agreement.

Nos vemos en el Select como por casualidad. En realidad, le he estado buscando y él estaba esperando que yo apareciera por allí. Me explica sus gestiones: las ya realizadas, las que están en curso, las que tiene previstas.

–Muchas gracias, Herr Essig. Le estoy muy agradecido.  Pero, ¿puedo hacerle una pregunta?

–Sí, por favor. ¿Por qué me ha ayudado si no había dinero?

–Bueno, yo necesito poco para vivir. El asunto me interesó. Pero, sobre todo, desde el primer momento creí en ti. Vi que estabas en un apuro y necesitabas ayuda, una ayuda que, por su naturaleza, yo podía brindarte. Y te la brindé. Espero que sea para bien. Yo también me cobraré mi parte, mil doscientos francos. Aún te quedarán unos doscientos o trescientos.

–Lo suficiente para irnos a cenar un par de veces.

–Algo es algo. Lo importante es que, al parecer, todo se va a solucionar. Si no surge algún imprevisto…

–¿Algún imprevisto? ¿Qué imprevisto?

–Quiero decir, suponiendo que no salga a la luz algo que   permanecía oculto. O que la policía no empiece a ver conjuras comunistas por todas partes. Ya te he dicho lo que es este país. Y no olvides que estamos en plena guerra fría. A pocos kilómetros del telón de acero.  Y del muro de Berlín.

–Lo sé. Lo sé…

Dejamos el asunto de Hacienda y la policía, y nos ponemos a hablar de política, política europea. La situación es tensa, con peligros constantes y amenazas cada vez más agresivas y acuciantes por parte de los soviéticos.

–Ya está bien de política. Ahora explíqueme algo del ajedrez. Por ejemplo, cómo empezó usted a jugar y para qué sirve ese juego…

–Del ajedrez le podría explicar muchas cosas, y también de los ajedrecistas. De su carácter, de su personalidad, de sus manías, de sus supersticiones, de sus arrebatos, de sus patologías. Entre los grandes jugadores, a partir de la categoría de maestro internacional para arriba, abundan los desequilibrados.

–Y eso, ¿por qué?

–Yo tengo una teoría sobre el particular. En mi opinión, muchos de los grandes jugadores son autodidactas y desarrollan una actividad intelectual para la que no están preparados, esa actividad es comparable en esfuerzo y profundidad a la que realiza un pensador o un científico, con la diferencia de que, en la mayoría de casos, el jugador de ajedrez no ha tenido una formación académica adecuada; en realidad, no ha tenido ninguna formación. Es un autodidacta más o menos puro. El desequilibrio psíquico se manifiesta como  consecuencia obligada de su actividad… Bueno, eso es lo que pienso yo…, que probablemente también soy un desequilibrado. El ajedrez fomenta el desequilibrio y el jugador de ajedrez ideal es un desequilibrado: maníaco, susceptible, casi siempre irascible, sumamente desconfiado, lopsided!

–¡Ja! ¡Ja! Gracioso. Siempre se ha dicho que para comprender a un loco es conveniente estar, como mínimo, un poco loco.

–Sí, claro, de lo contrario no te harás cargo de sus problemas, ni los entenderás. Porque son problemas que no se pueden explicar con palabras..

–En realidad, ese es un problema común a la mayoría de personas que profundizan en un tema sin tener la debida preparación y la debida asistencia, y se dejan llevar por  sus impulsos. A partir de ahí, el resultado más probable es el caos, o la locura, o el delirio.

–Sí, pero no siempre.

–He dicho más probable. También ha habido genios y grandes pensadores que eran personas equilibradas.

–Es cierto. No muchos, pero los ha habido. En el ajedrez, Capablanca, por ejemplo. Y otros. Botvinik. El doctor Euwe. El problema de los jugadores de ajedrez es, a mi entender, que no necesitan una formación académica u oficial ni para estudiar ni para aprender ni para destacar. Sólo inteligencia y entrega. Eso hace que busquen la soledad, el aislamiento y, en consecuencia, que vean enemigos por todas partes.

–¿Paranoia?

–Sí, paranoia. Pero hay muchas tipos  de paranoia. Esa es una.

–Otra cosa. ¿Tú crees que el ajedrez merece tanto esfuerzo incluso en el mejor de los casos, incluso si se  triunfa y se alcanza el éxito y el reconocimiento social?

–Pregunta peliaguda, pero no sólo referida al ajedrez sino a otras muchas actividades humanas, incluso, si se quiere, a todas las actividades humanas, intelectuales y no intelectuales. El valor asignado a una actividad debe ponerlo cada uno. Social e individualmente el valor es una convención. Las cosas no tienen valor en sí mismas. Hay que ponérselo. Si se quiere. Y el valor que uno ponga a algo será el valor que tenga para él, acaso sólo para él.

–Cierto. Pero la vida en sociedad nos proporciona escalas de valores…

–Es verdad, pero en cada uno de nosotros está la posibilidad de aceptarlas o no aceptarlas, cómo aceptarlas, hasta qué punto aceptarlas und so weiter.

–Vamos a ese asunto por hoy. ¿Echamos una partida?

–Pero, Herr Essig, sabe usted jugar al ajedrez?

–Un poco, un poco. Una última pregunta, ¿para qué sirve el ajedrez?

No contesto. Jugamos. La partida, amenizada con comentarios ajedrecísticos, políticos y filosóficos, terminó, como es de suponer, en tablas.

Aprovecho una pausa para decirle que, si lo desea, puede seguir fumando, aunque, a decir verdad, yo no llego al extremo de Mihail Botvinik.

–¿Y a qué extremo llegó Botvinik?

–Pues a pedir a su contrincante, que en realidad era su sparring, que fumara y además le echara el humo en la cara e incluso en los ojos cuando estaba pensando…

–Eso es un chiste.

–No, es una anécdota. Una anécdota auténtica. Tuvo lugar cuando el judío Botvinik se preparaba para el campeonato del mundo. Y no hace tanto, fue en los años cincuenta. Su contrincante era David Bronstein.

Una semana después llamo a mi abogado y avalista para preguntarle cómo va todo, pues ni los de Hacienda ni los de la policía han vuelto a citarme.

–Todo está arreglado, quiero decir pactado: pagarás y te  devolverán el pasaporte.

–¿En cuanto tiempo?

–Si no surge nada raro, en menos de un mes. Lo del aristócrata checo lo han dejado morir, silencio administrativo,  pues no hay indicios de que hayas sacado clandestinamente dinero del país. Meter en el país dinero de fuera es un mérito, no un demérito y menos aún un delito. Además, en tu viaje a Checoslovaquia no ha aparecido nada ilegal o sospechoso. Eso es todo lo que me han dicho. Intuyo que los tiros van en otra dirección. Y, a propósito, el viernes, 30 de octubre, tenemos una tertulia en el Schrank, el estudio de un pintor, filósofo y trotamundos que acaba de regresar de la Unión Soviética. Estás invitado…

–¿A qué hora?

–A partir de las siete. El estudio está en el edificio donde yo vivo. Es el número 15. El pintor se llama  se llama Igor Turgueniev, sí, Turgueniev, como el novelista…

–¿Hay que llevar pócimas y/o brebajes?

–Hombre, es conveniente que lleves algo para comer y algo para beber. Lo normal es  que cada uno consuma de lo suyo, pero siempre sobra. Más comida que bebida.

–¿Y de qué se hablará en la tertulia?

–De todo y de  nada. Como siempre. Cada uno habla de lo que quiere. Lo nuestro es una república, una república y una democracia. ¡Ja! ¡ja! Lo digo en serio.

–En principio, me apunto.

El viernes, 30 de octubre de 1964, comparecí en el estudio número quince de la Zigeunergasse, 5. Eran las siete en punto de la tarde. Me abrió la puerta un hombre avejentado. Intentó sonreír mostrando su desvencijada dentadura postiza entre el pelo de la barba y el pelo de la cabeza que le caía a uno y otro lado de la cara y cubría sus mejillas.

–Der Spanier, nicht wahr?

–Sí, el español.

Quiero recordar y creer que en total habría unas veinticinco personas; más hombres que mujeres, más viejos que jóvenes, más barbados y barbudos que rasurados, más sucios que limpios, más anarcos que burgueses, más ateos que devotos feligreses, más parásitos del capitalismo que anticapitalistas activos.

Comían y bebían y hablaban a la vez. Todos o casi todos. En un momento de descuido, Herr Essig me presentó como Schachfigur y Dolmetscher. Y siguieron comiendo y bebiendo y  hablando.

A eso de las doce, algunos empezaron a dar muestras de cansancio. Alguien se sentó en una butaca de uno de los rincones y se puso a declamar poemas en una lengua extraña. Sí, juraría que eran poemas.

Herr Essig, que al parecer había organizado el ágape-happening-tertulia, tomó la palabra para decir a los que aún podían oírle y escucharle que no tenía mucho sentido seguir lamentándose de la opresión que sufrían los intelectuales disidentes en la Unión Soviética, sin hacer nada para ayudarlos e incluso liberarlos.

–¿Y qué podemos hacer? –soltó un hombre más bien joven con facciones eslavas y acento del Volga.

–Esa es precisamente la pregunta. Podemos pedir, por ejemplo, que dejen en libertad a todos aquellos disidentes, intelectuales o no intelectuales, que no atenten contra la seguridad del Estado. Y que permitan  salir del país a los que tienen nacionalidad suiza o alemana o israelí. Y que…

–Creo que con eso ya está bien. El anfitrión, Igor Turgueniev, tomó la palabra y con ella puso fin a la reunión. Eran más de las tres de la mañana del día 31 de octubre de 1964…

Cuando salí a la calle, los copos de nieve lanzados por la ventisca empezaron a herir mi cara como proyectiles. Por un momento creí encontrarme en Rusia, en sus estepas sin fronteras, en sus desiertos blancos.

¿Dónde quedaba España?

Como desde hacía años no tenía contacto con compatriotas, no sabía prácticamente nada de lo que ocurría en España, un país cada vez más remoto para mí. Cuando oía hablar español, me sorprendía de entender aquella lengua, de identificar a las personas que lo hablaban. ¿Cómo es que yo podía hablar como ellas o casi como ellas?

En la fábrica de cojinetes, el jefe de mi oficina  seguía confiando en mí, entre convencido y deseoso de que continuara a su lado. Por eso, aunque yo no pensaba permanecer allí, me esforzaba en mantener las apariencias. Exteriormente nada había cambiado, nada denunciaba mis intenciones.

Pero lo cierto es que vivo con  el alma atormentada por la angustia y la tristeza…

Acudo al Select. Es viernes por la tarde. Tengo partida. El cliente, un pipiolo con pocos recursos intelectuales, se deja ganar la pasta con facilidad. Partidas de cinco minutos con reloj. El muchacho se pone nervioso. Cuando tiene que jugar, aprieta el botón del reloj. Cuando tiene que apretar el botón del reloj, juega. El pobre se hace un lío. Y no le salen las palabras. Pierde y paga. Le gusta jugar con el  español. Los mirones disfrutan viendo cómo el extranjero esquilma al indígena. El indígena se cansa de perder, de apoquinar, de ver que los mirones se ríen de él. Uno de ellos se dirige mí:

–¿Dónde aprendió a jugar?

–La necesidad obliga.

–Y la inteligencia. Yo  soy amigo de Miguel Najdorf y de Reshevski. Nos criamos juntos en Varsovia.

–¿Todos judíos?

–Sí. De pequeños, todos jugábamos al ajedrez. Unos mejor que otros. Reshevski, primero; después, Naidorf, vecino mío. Yo me he dedicado siempre a los negocios.

–¿Negocios? ¿Negocios?

–Varios. Primero, tejidos; después, diamantes. Vivo entre Buenos Aires, Rotterdam y Basilea. También Birkendorf. Medio año viajando, medio año en casita. Y jugando al ajedrez.

–No está mal. El negocio va bien, no puedo quejarme. Y mi hijo continúa la tradición familiar. Ahora estaré una semana acá, pero, ya digo, vengo a menudo.

El judío polaco-argentino desapareció. Lo vi una vez más en la calle, al cabo de un año más o menos. Estaba muy atareado. Iba con un compatriota o correligionario, y los dos gesticulaban mucho. Business, business. Dinero, dinero…

Recibo carta de Alemania. Severino Severini sigue en Hamburgo. Trabaja. Está bien. Me cuenta que está organizando un grupo. Lo suyo, lo de siempre. Ya son siete: cinco italianos, un español y un sudamericano. Se reúnen todas las semanas. Quieren empezar a actuar en  la  fábrica en la que trabajan. Todos están en la misma. En diferentes secciones, pero en la misma fábrica. No quieren llamar la atención. De momento, sólo hacer  proselitismo. Severino me pregunta si quiero ir allí. Hay trabajo para todos. Allí, las condiciones de vida son  más duras, pero las relaciones entre las personas son bastante más humanas. Muchas, sobre todo las de cincuenta años para arriba, viven todavía bajo los efectos de la guerra. Se habla de ella con horror, con dolor, incluso con vergüenza. Etwas unmögliches! En algunos lugares se ven  aún huellas del ominoso conflicto. De los bombardeos, de los combates callejeros. Como en Berlín.

Contesto rápidamente por carta al socialista italiano. Le explico de manera sucinta mi situación y el acoso al que estoy sometido.

Le pido que no me escriba más. De momento. Si decido ir a Alemania ya se lo comunicaré. Por favor, silencio.

Repaso mentalmente mis amistades femeninas como posibles ayudas y las ciudades donde residen como posibles destinos de mi viaje de huida. En Baden Baden vive Johanna, de la que no sé nada desde hace varios meses. En Berlín está Gertrude, a quien conocí a orillas del lago de Birkendorf;  tuvo que volver precipitadamente a casa por culpa del muro. Me escribe con cierta regularidad. Estoy convencido de que me acogería y me ayudaría. Al menos en un primer momento.

No hay mucho en lo que escoger. Y no es precisamente bueno. Me refiero a países y poblaciones. Todo, al alcance de la policía helvética. En menos de veinticuatro horas estaré localizado y tal vez incluso detenido. Tengo que buscar una variante más favorable para mí, menos accesible para ellos, menos previsible.

Aunque en los últimos meses he realizado varias traducciones, algunas con bastante provecho económico, y he intervenido en otras ayudando a Isabell, el negocio se ha detenido, por falta de fuentes de aprovisionamiento. Acudo a una agencia del ramo y me dicen que ellos ya tienen su equipo: colaboradores fijos, profesores, catedráticos, etc. Además yo tengo que hacer los trabajos de tapadillo, a ser posible sin factura oficial, sólo un simulacro para cobrar, pues la fábrica en la que trabajo   no lo aceptaría. Aquí, todo ese tipo de aficiones y ocupaciones se interpreta no sólo como un fraude al

Estado sino también como un menoscabo de la atención debida al trabajo remunerado. Lo entiendo. Supongo que tienen razón.

Sigo, pues, con el ajedrez. Las traducciones no llegan. Los amigos socialistas del norte de Italia salieron de estampida tan pronto como se olieron que la policía les seguía los pasos. Más que probablemente, un chivatazo. Por la carta de Severino Severini intuyo que están diseminados por Europa, desde París, hasta Berlín, pasando por Bruselas y, naturalmente, Hamburgo. Los activistas políticos de  izquierda fueron siempre  huidos de la justicia.

No es mi caso. Yo también estoy a punto de convertirme en un huido de la justicia pero por otros motivos, motivos más groseros, menos nobles, incluso más punibles.

Aun así, no hubo trama. Todo fue obra del instinto de supervivencia. La andorga manda, la cabeza obedece, traduce  y fija los ojos en el horizonte.