Entre el muro de papel y el ojo de buey
El muro de papel
Una llamada telefónica, y ahí llega Ingo Weber que acaba de bajar del cielo. El avión viene de Alemania, vía Londres. El Insomne, en funciones de operador logístico, le explica el trance. Y la jugada, que es como él llama a la mudanza. Ya tiene a punto el equipo humano y el medio de transporte. Una recua de subalternos y su menda como capomastro.
Es momento de contar y pasar revista. Tres moritos sietisientas de la aljama de Tetuán con su camioneta-fragoneta-patera anfibia y multiuso. Cochambre y mugre con reminiscencias bíblicas. Y, ay, evocación nostálgica –-sí, nostálgica– de una infancia aterida. El Insomne da gracias a Dios, pero en el mismo instante casi se avergüenza de ser casi un hombre rico. Él, nieto, por vía materna, de un hortelano de la isla de Plasencia enemigo de los latifundios e hijo de un tonelero de la castellana Rueda que vivió y murió fiel a sus ideales sociales y socialistas. ¿Será que con el paso de los años se ha rendido y ha recobrado el juicio o, lo que es peor, el seny cuando se dispone a cubrir el último tramo de su vida?
Uno de los moritos habla español de Al-Andalus, otro inglés de Kenia, otro francés de Argelia; los demás miembros de la tropa, cristiano, cristiano rancio, meseteño. Enrique el de la katana ni abre la boca ni pestañea. Dice que sufre depresiones, y, ahora que pienso, el pobre tiene una mirada lánguida, muy lánguida. Además de hombre orquesta, es especialista en acciones de emergencia y, a pesar del sobrenombre que le endilgaron sus compañeros de fatigas, rehúye la violencia en todas sus formas. Falta el Lampi. (A los de su profesión aquí se los llama lampistas y allende el Ebro fontaneros.) Últimamente se le ve un poco descolgado, como a los del aluminato, que montan y desmontan ventanas o, en la lengua de Carod, finestres y finestretes. En cambio, está presente la señora María, oriunda de la Alpujarra granadina, que se ha ofrecido a colaborar. Y, claro está, Margarita; ambas, madres y amas de casa. Las mujeres nunca fallan. Están, pero no se las ve; no se las ve, pero están.
Ingo Weber pasó seis años en casa del Insomne cuando sus hijos, Ana y Miguel, estudiaban en el Colegio Alemán. Régimen de au-pair, estudio y trabajo, familia de clase media, cinturón industrial de la urbe catalana. El muchacho es listo, inteligente, activo, hiperactivo. Y aplicado. Tanto que aprende español, estudia dos carreras y aún le queda tiempo para cortejar a una buena y guapa moza de la comarca. Ahora el Insomne tiene, como quien dice, tres hijos: dos españoles y uno alemán.
Hechos los cumplidos a la usanza centroeuropea, Ingo pregunta a su segundo padre por ciertos aspectos de la jugada, a la que él llama joint venture, y, sin esperar respuesta, comenta con ladina ironía: «Te lo haré con interés, no por interés». El aludido se percata al instante y, tras recordarle que siempre le ha remunerado generosamente, le explica que hay que trasladar los muebles, y por descontado los libros, de la casa vieja a unos pisos recién adquiridos; una mitad ha de ir al de Ana y Miguel; la otra, al de Blacky. «¿Blacky?» «Sí, al de Blacky; la criaturita viene a vivir con Margarita y conmigo». «Ya entiendo, pero ¿caben todos los libros en los dos pisos? ¿Cuántos hay en total?» «Imagino –-dice el Insomne– que siete mil volúmenes; de ellos, unos cinco cientos son diccionarios. Pero además están los trescientos o trescientos cincuenta títulos traducidos en treinta y cinco años de actividad profesional… Los embutiremos en estanterías, armarios y cajones. Y los que sobren, si es que sobran…» «Eso mismo, ¿qué hacemos con los que sobren?» «Sencillamente, con ellos levantaremos un muro, uno o los que haga falta». «Ya entiendo. Tú lo que quieres es construirte un búnker. Para eso me has hecho venir de Alemania». «Búnker o muro de papel, mein lieber Sohn, de aquí no me mueven ni todos los bulldogs del Tripartito juntos».
Una semana después, exactamente a las diez de la mañana del 10 de enero de 2006, Blacky ladraba con fingida cara de perro desde su nuevo predio, una galería con barrotes de hierro y persianas de madera en una vivienda no exenta de encanto, y el eficiente teutón Ingo Weber posaba para la posteridad delante de su última construcción, un muro de papel y letra impresa que, con utópica ingenuidad, él considera indestructible, mientras que el Insomne, siempre soñador, gritará una y otra vez en dormivela: «En esta espelunca, a tres tiros de piedra de la Barceloneta, puerto del mar de la Sargantana, vive un proscrito al que los libros dieron alas para volar hasta la realidad virtual».
Con el ojo en el ojo de buey
Blacky, el caniche con alma de criatura, tira de la manta. El Insomne, apercibido, rezonga pero en seguida ahueca el ala. A pesar de su condición de interfecto, habida cuenta de que vive y sobrevive en situación de muerte civil, pone en marcha la máquina. El primero en comparecer es el poeta de la Granja. Ahí, en la pantalla, está la marca de su visita. Sólo hace falta mirar y leer entre líneas: interlegere!
Quien tiene un amigo poeta tiene un tesoro.
Cuando está en marcha la máquina, ayer industria, el Insomne pega uno de sus ojos al ojo de buey que mira al nordeste. El sol ilumina el búnker y alegra la mirada de su morador-recluso.
El Menesteroso, avanzando por la izquierda, asoma en la esquina con su figura de legionario venido a menos. Bolsas del Corte Inglés. Comidita para la colonia felina. Potaje calentito en escudilla de aluminio. El hombre, largo y estrecho como un suspiro, ni ríe ni parpadea. Tampoco mira a las criaturas. El Insomne piensa en ciertos médicos, en ciertos curas, en ciertos padres. Como hijo de la guerra, él sabe que no hay calor comparable al calor de una madre en una noche de invierno. Ese calor, junto con la mirada, vivifica y alimenta.
Los gatitos se relamen y, entre zarpazos y dentelladas de mentirijillas, se retiran a sus aposentos, que son sus amagatalls, mientras el Menesteroso se aleja canturreando: “Ay, pena, penita, pena…”
Diez de la mañana.
Una mujeruca —facciones abotargadas, gorro hincado hasta por debajo de las orejas, el cuerpo, a lo que parece, embutido en refajos— se asienta en el banco que hay frente a la colonia de gatitos. La mujer tiene a su izquierda un carrito de niño y a su derecha otro carrito de niño, los dos cargados con bolsas. Ella, la mujer de la cara abotargada, el gorro y los refajos, en medio con su bolso en la mano. Al Insomne le asalta un recuerdo a modo de intriga. ¿Dónde ha visto él esa mujer, ya anciana, de rostro abotargado? ¿En el metro de Barcelona, en el metro de Madrid, en el metro de París? ¿En el metro infinito de Berlín con sus tribus suburbanas de alcohólicos anónimos? ¿O fue acaso en una Kneipe-espelunca de Basilea, a orillas del Rhin?
El Insomne aparta la mirada y va a posarla en una pareja —rubia de pego ella, moreno de Cuba él— que ha instalado su mesa en el banco situado debajo del ojo de buey al que está asomado. Picnic callejero. Mantel gris oscuro, acaso de papel, platos de plástico, cucharas de plástico. Engullen, hablan, parecen tranquilos, incluso contentos, ya están en los postres, siguen hablando, él fuma, ella fuma, el Insomne, a tres metros de altura sobre el nivel de la calle, atiende al teléfono.
El búnker de pladur con sus tres ojos de buey y su balcón guarnecido con verja de hierro y persianas celosía es a la vez mirador y atalaya. El Insomne tiene a sus pies una calle con escenas de la vida comunitaria en vivo y en directo y, a cuatro tiros de piedra en dirección Este, el mar de la Sargantana, hoy ciénaga, ayer piélago de fenicios, griegos y romanos.
¿Qué hace en estas tierras y en estas aguas un ibero?
El muro palimpsesto
A la izquierda, según se mira a poniente, la casa misteriosa horada el aire como si quisiera huir de las tinieblas y liberarse de la oscuridad por elevación. Se dice que sus paredes, siempre aderezadas con becqueriana hiedra, oyen.
A la derecha, brazos y plumas de grúas desguazadas yacen en el suelo como tentáculos de robots abatidos o soportes de un raro escaléxtric venido a menos. Grúas de la construcción, mecanos deconstruidos.
En el centro, una precaria teoría de vigas y tablones, con hierbajos como tramoya y camuflaje, constituye la morada y el amagatall de una tribu de gatitos con vocación de okupas. Laberinto con galerías para entrar furtivamente y salir de estampida. Para esconderse y dormir al amparo de la noche.
Junto a la morada-amagatall, un muro, a buen seguro sordo como una tapia, ofrece amoroso resol a los felinos en las mañanas mínimamente soleadas de invierno.
Delante del muro, los integrantes de la troupe gatuna escenifican sus combates de pressing-catch a la mexicana con saltos y tombarelles tan reales e indoloros como sus zarpazos y dentelladas.
Además de cicatrices y protuberancias, el muro muestra cortes y orificios que llegan hasta su alma y la traspasan. Alma de guijo, arcilla y argamasa.
Si el tronco del árbol de la vida tiene anillos que son otros tantos años, este muro tiene estratos que son otras tantas épocas de una genealogía, cada época con sus mensajes escriturísticos. Signo y símbolo. Signo de barro, símbolo imaginado.
El muro es un palimpsesto.
El Insomne, con el ojo pegado al ojo de buey que mira al septentrión, contempla la escena –casa, laberinto, muro, robots– y observa al Menesteroso, mano izquierda de la Providencia, que llega cuando cae la tarde.
Es la hora del àpat. Frío de invierno. Calor de Navidad. Diciembre de 2009.