La hora de Gog y Magog
Para Amos Oz
Uno está convencido –en la medida en la que un ser humano puede estar convencido de la veracidad y la veraz interpretación de un mensaje no humano escrito por dedo invisible en muro de piedra y allí mismo leído después con ojo azaroso y furtivo– de que nuestra sociedad, la sociedad de principios del siglo XXI, predadora ilegítima, ni racional ni instintiva, ahora, sí, iremediablemente capitalista y sólo capitalista, está a punto de vivir, tras el paso imperceptible, sólo imaginado, de una centuria a un milenio, una hora límite: el fin inexorable, buscado y no deseado, de una carrera, a la vez errática y frenética, en pos de un señuelo llamado progreso, golem servil y celoso, a la postre levantisco y despótico, imagen ideal en un principio complaciente, siempre ficticia y desleal a los ojos de miríadas de corredores salidos en levas, llegados a oleadas, y la irrupción súbita, nunca inicio de proyecto programado, tampoco concierto programático, de un futuro no más incierto que otros futuros, sí menos prometedor, en el que las interrogaciones más patéticas y acongojantes apuntan en corto y en directo, por primera o última vez, a la vivencia y la supervivencia de la humanidad en su conjunto, de la especie hombre en su individualidad, abocada, sin escamoteo posible, sin desvío viable, sin demora memorable, una vez roto el precario equilibrio inicial y excluidos en vida y de por vida alianza, pacto y negociación, tras errores, fraudes y abusos constantemente agrandados, rara vez aminorados, nunca cortados de cuajo y en redondo, al aniquilamiento y la destrucción no sólo de todo aquello que aún hoy es obra y hechura suya –mundos físicos, universos mentales, hábitat en suma, morada y cárcel– sino también de lo que, causa de la causa, constituyó su propio ser y existir en cuanto fenomenología de un espíritu venido a menos, a lo largo de una derrota que, cuando el Verbo ya era Verbo y el universo era nada, cuando la nada era todo o casi todo y la materia prima aún no había roto el vacío poco menos que infinito, todavía ajeno al tiempo, en la implosión-explosión primordial, se inició con un soplo, aliento ensoberbecido de una voluntad de poder fatua y fatídica, negadora de Dios, émula de su divinidad, atrapada luego para siempre, una vez hecha carne y sangre, en la trampa de la contingencia, dominio de la alienación y exilio de almas.
¿Pero es que acaso no está escrito en el libro de libros, aquel en el que la palabra es idea y la idea remisión a la Idea, que la purificación y la redención del ser humano pasan inexorablemente por el aniquilamiento y la destrucción del animal hombre con todo lo que éste ha concebido y ha construido a su imagen y semejanza en el espacio a lo largo de los tiempos?