Espíritu democrático, lenguaje democrático
Considero que, en buena lógica, el espíritu democrático, hecho de exigencia intelectual, imperativo ético y compromiso del individuo con la sociedad, reclama un lenguaje igualmente democrático, merced al cual quien habla o escribe expone lisa y llanamente, a título personal, lo que piensa.
En Europa, el espíritu democrático con sus atributos, lenguaje incluido, fue tomando cuerpo a lo largo de su historia, bajo el doble impulso del individuo y la sociedad, desde la intelectualidad laica surgida a caballo de la baja Edad Media y el Renacimiento hasta los regímenes democráticos de los siglos XIX y XX, con el Estado del bienestar (Welfare State) como referente último y más logrado.
Hitos suyos fueron la Reforma, la Ilustración, la Revolución francesa, las revoluciones burguesas y la Revolución industrial.
Gracias a esa historia, sus hitos y sus nombres, hoy sabemos que los regímenes democráticos, en cuanto formas de convivencia socio-política basadas en la racionalidad, son obra de un ser humano intelectualmente adulto. Y viceversa.
Ese ser humano intelectualmente adulto es el ciudadano. Y como el ciudadano es el que vota y es votado, el que habla y es hablado, parece lícito y necesario verlo como sujeto agente y paciente tanto de las formas de convivencia social democráticas como del lenguaje democrático.
Lamentablemente, a España, alejada de las grandes corrientes intelectuales, sociales y políticas de la Europa de las naciones en sus siglos más decisivos, todavía hoy, en pleno siglo XXI, se le sigue resistiendo tanto el espíritu democrático como el lenguaje democrático.
Y, así, una democracia precaria en muchos aspectos y muchas parcelas de su soberanía se conjuga con un lenguaje político abiertamente deudor, no sólo en su retórica sino también y sobre todo en sus esquemas conceptuales y sus modelos lingüísticos, de púlpitos y cuarteles.
¿Aprenderán algún día nuestros ciudadanos que, en democracia, lo que uno dice es sólo una opinión?
Bueno, esa es al menos mi opinión.