Cualquiera que sea el origen inmediato y más visible de los movimientos populares que en estos momentos agitan el mundo árabo-musulmán desde el Magreb hasta Afganistán (1.300 millones de seres humanos), me inclino a pensar que, una vez más, esos movimientos van a cristalizar –¡necesariamente!– en un recrudecimiento del odio de los hijos de Alá a Occidente, de manera especial a Israel y Estados Unidos.
Si los estrategas de estos dos países consideran que para controlar, aunque sólo sea temporal y parcialmente, a los pueblos de ese mundo hay que enfrentarlos entre sí para que, después de gastar buena parte del dinero del petróleo en comprar armas a países occidentgales, se diezmen y se debiliten unos a otros y, acto seguido, entregar su dirección política a dictadores corruptos y obedientes, tal vez deberían saber asimismo –y de hecho lo saben– que nada une con más fuerza a los árabes y los musulmanes que el odio a Israel y todo lo que Israel representa para ellos.
Basta con que aparezca en algún momento y en algún punto del horizonte la sombra de su enemigo ancestral para que los habitantes del desierto olviden sus atávicas querellas y se vuelvan a una contra el intruso, aunque, como ocurre desde hace tiempo, éste haya enviado por delante a los marines norteamericanos con sus tanques y sus aviones.
Recientemente Noam Chomsky ha observado que el núcleo duro del actual conflicto no está ni en Libia ni en Egipto sino en los arsenales del tándem Irán-Pakistán, dos potencias nucleares tanto más peligrosas cuanto que ni Israel ni Estados Unidos están en condiciones de controlarlas y las dos se muestran dispuestas a actuar en cualquier momento, por sorpresa, sin mensaje de aviso por delante.
¿Contra quién, contra quienes, contra qué?
Evidentemente, contra Israel, pero también y, por eso mismo, contra Estados Unidos, sus intereses y su zona de influencia en el ancho mundo, desde Japón hasta España, pasando, cómo no, por ciertos países árabes.
Eso es lo que, a mi entender, debe tenerse en cuenta más allá de las algaradas que en los últimos meses vienen protagonizando los habitantes del desierto, donde, conviene saberlo, no hay ni estados ni naciones ni fronteras; sólo tribus, tribus ahora en una situación límite y, por la misma razón, fanatizadas.
Aunque todo lo que salga de ahí será necesariamente malo para nosotros, sus enemigos históricos y, en cierto modo, naturales, es conveniente tener en cuenta asimismo que lo peor y más peligroso no van a ser, ni mucho menos, las oleadas de personas –en su mayoría hombres jóvenes– que van a llegar a las costas europeas en procura de alimento y trabajo sino las intervenciones por sorpresa que en estos momentos se están fraguando en Irán y Pakistán.
Debemos pensar que no tardarán en aparecer señales en el cielo. Eso sin contar con que tanto Israel como Estados Unidos pueden verse obligados a intervenir –juntos o por separado, siempre de acuerdo– en cualquier momento.