Como el nombre de Tàpies figura desde hace más de cinco décadas en la historia del arte y su obra está presente en numerosos museos de todo el mundo, algunos de ellos tan selectos como prestigiosos, habrá que rendirse a la evidencia y convenir en que lo suyo o es arte o tiene que ver con el arte.
Evidentemente, también es lícito afirmar que existe un arte mayor y un arte menor, sobre todo en tiempos como los nuestros en los que la precariedad y la contingencia o, si se prefiere, los relativismos alumbrados por la globalización han acabado con la inmensa mayoría de los valores absolutos de implantación social y entre ellos con la belleza ideal como referente supremo y obligado de la creación artística de los seres humanos.
A mi entender, las creaciones de Tàpies —stricto sensu ni pinturas ni esculturas ni bajorrelieves– pueden contemplarse en su conjunto como una modalidad de la llamada arte povera italiana. Se trata por lo general de objetos humildes, domésticos y cotidianos a los que mediante una manipulación elemental, no siempre amorosa, este artista-artesano-bricoleur infunde el sello de una fortísima personalidad entendida, según se quiera, como manifestación auténtica de su ser o como máscara y forma alienada de él.
Es cierto que Pablo Picasso acertó a construir una cabeza de toro con un manillar y un sillín de bicicleta, una boca de babuino con dos cochecitos de juguete e incluso a suspender en el aire una figura humana con la sola ayuda de un rudimentario trampantojo, pero también es cierto que el pequeño y pícaro malagueño con los ojos como cochinillas tenía ángel, el ángel del genio, y además había pasado hambre, mucha hambre, tanto en la Barcelona de principios del siglo XX como en el París de la bohemia, mientras que el catalán Tàpies, miembro de una familia de la sociedad bien habiente y bien pensante de Barcelona, eligió para su actividad una parcela pobre en recursos estilísticos y pobre en motivos como materia prima.
Ahí tal vez sólo un demiurgo puede alumbrar un arte superior.
Se ha dicho que Tàpies se pasó los últimos treinta años de su vida activa repitiendo temas y técnicas. Es posible, pero, con las debidas salvedades y variantes, eso o algo parecido les ocurre a la inmensa mayoría de los creadores. Incluidos, claro está, los de la pluma.
El tiempo nos dirá qué hay de auténtico y perdurable en la obra de Tàpies, más allá del llamativo contraste entre una personalidad con visos de egolatría y una actividad presidida por la sobriedad y centrada en la dignificación, no meramente estética, de muchos de nuestros objetos más cercanos.
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actualidad escrito por el 15 de febrero de 2012 y
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