Cualquiera que sea la posición ideológica que se adopte ante la escena histórica y concretamente ante sus últimos actos, considero lícito afirmar que durante el siglo XX el socialismo siguió una derrota, entendida aquí y ahora como curso o deriva, que afectó tanto a su esencia como a su existencia, toda vez que, en el fondo, estuvo lastrada por la pérdida progresiva de sus señas de identidad, sus referentes cardinales y su programa de acción.
Esa derrota, prolongada hasta el día de hoy y circunscrita al ámbito español, nos sitúa ante un panorama tan desolador como preocupante no sólo para la continuidad del socialismo –ideología y praxis político-social– sino también y de manera especial para el equilibrio de nuestra sociedad, la convivencia pacífica de sus ciudadanos y, como síntesis de todo ello, el ser y el existir de esta querida patria llamada España.
Dejo a un lado el fenómeno histórico –desnaturalización, transformación o aggiornamento del socialismo–, pues considero que ahora, y esto es algo que tal vez todos deberíamos tratar de entender y tener presente, sólo son válidas aquellas aportaciones que ayudan a solucionar el problema o, lo que es igual, a salvar la democracia percibida como expresión unívoca e inequívoca de la voluntad del pueblo español.
Por eso, si en las páginas de un texto tan breve como actual Norberto Bobbio enlaza conceptos como democracia, justicia, igualdad y libertad, yo, identificado con su planteamiento, me permito añadir a esa secuencia, a modo de remate y síntesis, el concepto de unión, que está en la base del progreso de la sociedades modernas y, al mismo tiempo, forma parte del núcleo óntico y ontológico del socialismo: de ahí recibe este una parte de su legitimidad ética y de ahí emana tanto su idea primera en cuanto doctrina germinal y programa de acción como su idea última o utopía. En definitiva, la unión puede contemplarse como expresión práctica de esa sociabilidad que Aristóteles define como característica esencial de los seres humanos. Sin unión no hay sociedad y sin unión no hay socialismo.
A partir de ahí podemos afirmar, primero –con permiso del maestro–, que sólo lo social es real y, segundo –por nuestra cuenta y riesgo–, que sólo lo social puede llegar a ser democrático.
Normalmente se considera que para que haya democracia es imprescindible que los miembros de la sociedad beneficiaria posean la probidad y la madurez necesarias, pues si una sociedad en su conjunto no respeta las leyes y su clase dirigente se entrega impunemente al saqueo de las arcas públicas a través de las diversas formas de corrupción, no es posible –¡ni aconsejable!– instaurar un régimen mínimamente democrático.
Junto a esa condición hay otra, que, aunque no suele aducirse con tanta frecuencia, en mi opinión es igualmente imprescindible y además debe darse con anterioridad. De hecho, para que en una sociedad los ciudadanos convivan pacíficamente y esa convivencia persista en el tiempo y en el espacio es necesario en primer lugar que éstos –todos ellos o, al menos, su mayoría– tengan el mismo universo nacional, toda vez que de ahí emana ese sentimiento de pertenencia (Zusammengehörigkeitsgefühl), llamado tradicionalmente patriotismo, que garantiza no sólo el respeto a la letra de la ley sino también y sobre todo la lealtad a su espíritu sin reservas mentales siempre dolosas ni maniobras tácticas indefectiblemente capciosas.
Hoy, a diferencia de un ayer que podemos situar en los años treinta del siglo XX, en el conjunto de España se dan esas dos condiciones –espíritu cívico y conciencia nacional–, a pesar de salvedades no por minoritarias menos lacerantes.
Cabe decir que, en rigor, las estructuras políticas que no responden a la realidad social contemplada como un todo no son democráticas. Y, evidentemente, lo serán aún menos si recurren a la parcelación cercenadora del espacio geográfico propio de una sociedad entendida como organismo vivo y completo y a la implantación de minidictaduras por vía de los hechos consumados, el crimen, la intriga y la usurpación/privación de los derechos cívicos a aquella parte de la ciudadanía que se opone a tales planes y procedimientos. En este caso concreto, dividir, sea cual fuere la vía que se sigue, es, entre otras muchas cosas, un signo de insana perfidia, ¡no de inteligencia!, habida cuenta que, de acuerdo con la experiencia histórica, lleva indefectiblemente al empobrecimiento y la destrucción de divididos y divisores.
Es cierto que en un régimen de libertades las actitudes insolidarias y/o disgregadoras tienen derecho a existir y manifestarse –¿incluso a ocultar lo que son y lo que pretenden?–, pero también es cierto que, aunque sólo sea por minoritarias, esas actitudes no tienen derecho a sumir en el caos a toda una sociedad ni a llevar a sus miembros a enfrentamientos fratricidas.
Justamente entonces es cuando deben hacer acto de presencia los partidos de implantación nacional. A mi modo de ver, la tarea más apremiante del Partido Socialista y el Partido Popular en estos momentos es reforzar el ordenamiento constitucional de acuerdo con una concepción integral, unitaria y, por qué no, patriótica. El momento y la situación exigen de sus líderes que prescindan de sus ideologías respectivas y adopten la perspectiva que distingue a los auténticos hombres de Estado.
Aunque entre nosotros se predicó durante mucho tiempo que el patriotismo era sólo uno de los soportes ideológicos de la derecha, yo quiero creer –¡ingenuamente!– que, además de ese, existe un patriotismo cívico y popular abiertamente supraideológico y por lo tanto integrador. Y ese es el patriotismo –lo llamemos o no lo llamemos constitucional– que debemos invocar ahora si queremos fortalecer la convivencia de los españoles, la cohesión de la sociedad y la vigencia de la Constitución. En definitiva, se trata de recuperar, junto con nuestra identidad y la conciencia de nuestra identidad en cuanto pueblo, el modo de ser y existir que nos corresponde como tal.
En este contexto considero que el Partido Socialista hará bien en recordar su idea matriz –el análisis crítico de la realidad y la visión utópica del futuro–, aunque sólo sea para recuperar el concepto de unión que articuló su trayectoria histórica y presidió, como lema y consigna, su intervención activa y directa en los acontecimientos más decisivos de la historia universal y la historia de España a lo largo de los siglos XIX y XX, pues sólo una sociedad unida puede llegar a ser justa o, más exactamente, menos injusta que las precedentes. Mientras tanto, la unión seguirá siendo el missing link de un partido que, a mi entender, hace tiempo que dejó de ser socialista.
Aun así, en estos momentos nuestro Partido Socialista, en cuanto corresponsable del presente y el futuro de los españoles, es absolutamente esencial para el mantenimiento de la convivencia, la cohesión social y, en una palabra, de la democracia en España. Pero esa tarea exige a su vez un partido sólido, con señas de identidad perfectamente reconocibles y reconocidas y, por encima de todo, con un programa elaborado de acuerdo con un concepto orgánico y, como mínimo, respetuoso con sus líneas de fuerza históricas.
Por eso, prescindiendo del resultado de las próximas elecciones, entiendo que, tarde o temprano, el Partido Socialista deberá proceder a una reestructuración profunda, acaso la más profunda de su historia, si quiere seguir siendo el partido de una gran parte de la sociedad española y responder a las exigencias que esta le formule en el futuro.
Ya ahora me permito recomendar a sus responsables que, además de recuperar, dentro de lo posible, sus señas de identidad, se deshagan de sus aliados desleales, aliados que nunca fueron socialistas, aliados que maquinan constantemente planes para convertir España en un montón de escombros, aliados que llevan décadas hablando de terceras vías, de federalismos asimétricos y soberanías compartidas, aliados que predican y sobre todo practican la desunión y el enfrentamiento, aliados que niegan el pan y la sal a los obreros españoles de Cataluña y luego trafican con sus votos, aliados cuyos actos de perfidia y deslealtad en los próximos meses –me lo dice el corazón– dejarán atónitos a los españoles.
Es una monstruosidad tan indignante como inaceptable que los separatistas, una minoría que no llega al siete por ciento de la población, se impongan a cuarenta millones mediante una intriga permanente salpicada de agresiones a la convivencia y actos de deslealtad a la Constitución vigente.
Eso me lleva a afirmar que nuestra democracia no es real y sólo lo será cuando los asuntos de España y los españoles estén en manos españolas y las estructuras políticas sean reflejo fiel (Spiegelbild) de su realidad social. Si hoy por hoy, dentro de nuestras fronteras, el separatismo constituye la excepción, es nuestro derecho y nuestra obligación asignarle el peso que le corresponde en términos demográficos y, por lo tanto, democráticos.
Mi deseo ferviente es que los españoles acierten a mantener esa realidad integradora que es España por encima de todas las ideologías y que el Partido Socialista sea realmente fiel a sus principios conceptuales e históricos y esté a la altura de las circunstancias en estos momentos en los que, parafraseando unas conocidas palabras de Martin Heidegger, quiero decir que, una vez más, a España y con ella a los españoles «nos va el ser en el ser».