De niños, místicos y poetas
Imagino que, como todos hemos sido niños, nos puede resultar fácil admitir, ¿acaso recordar?, que el niño nace y vive en estado de gracia hasta que inicia su proceso de socialización y cobra conciencia de culpa.
Entonces es cuando, según nuestra genealogía mítico-religiosa, el ser humano cae en la cuenta de que está desnudo y corre a esconderse, que evidentemente es para él la forma primera y más elemental de cubrirse.
El que se cubre algo esconde. Si lo sabrán nuestras mujeres…
Podemos imaginar asimismo que el místico también vive en estado de gracia, pero, evidentemente, no ha accedido a él como el niño.
De hecho, el místico, ya ser humano adulto, decide un día desobedecer las convenciones sociales, pero, por encima de todo, despojarse de su personalidad, entendida y percibida como esa máscara-coraza con la que los humanos acostumbramos a cubrirnos y protegernos a la hora de aparecer y comparecer no sólo ante nuestros semejantes sino también y de manera especial ante nosotros mismos.
El místico –he oído decir– no tiene personalidad. Y, por lo general, su papel social, si lo tiene, ni le define ni le limita.
En consecuencia, el místico ni miente ni engaña.
Es un ser diáfano, ¿transparente?
A mi entender, el que no es ni diáfano ni transparente es el poeta. En él, ya el lenguaje –lenguaje poético– es artificio. Y su misma desnudez es, en muchos casos, vestidura y camuflaje.
Por eso entiendo que el poeta lírico personifica la esquizofrenia que caracteriza al ser humano como criatura alienada, nacida para la muerte.
¿Fin de la alienación?
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