Pablo Iglesias: historia de una ambición
El año 2011 hace sus primeras apariciones en la pequeña pantalla respaldado y precedido por un curriculum académico impresionante en un hombre de su edad.
Hablo de Pablo Iglesias Turrión (Madrid, 1978), líder siempre discutido y, aun así, indiscutible de Podemos, formación situada en un principio a la izquierda de la izquierda nacional y en estos momentos falta de una definición ideológica y programática clara, pero por encima de todo viable y fiable.
¿Qué es y qué quiere hacer?
No obstante, entiendo que, en cierto modo, el Podemos de Iglesias es al PSOE de Pedro Sánchez lo que el Ciudadanos de Rivera es al PP de Rajoy.
Bipartidismo a cuatro bandas con el bloque/frente de los separatistas catalanes como elemento desestabilizador y beneficiario único y absoluto de los desencuentros entre españoles.
En definitiva, un predador implacable.
Si en un primer momento Iglesias se sitúa y sitúa a su formación en un espacio político con aderezo anarcoide y, dicho cum grano salis, bolchevique, considero que lo hace más por pose de intelectual progre que por convicciones sociales o ideológicas y siempre en procura de espacio vital (Lebensraum) para un proyecto político que capitalice y catapulte su desmedida ambición personal.
Por ese motivo, cuando pone pie en Cataluña, busca de inmediato la complicidad de un babélico conglomerado de grupúsculos separatistas bajo la marca Catalunya en Comú, liderado por Xavier Domènech y Ada Colau, que pronto dará lugar al engendro social, político e ideológico conocido, entre otros muchos, por el nombre de En Comú Podemos.
El engendro vive su gran fiasco en las elecciones catalanas de diciembre de 2017, fiasco que lo es ante todo para Iglesias y su ingenua visión del país.
A pesar de su rango intelectual y sus títulos universitarios, lo veo como uno de esos españoles que son incapaces de meterse en la cabeza de un separatista catalán y reproducir sus procesos mentales, aunque sea sólo en modo simulación, no digamos en vivo y en directo, o sea, en plena bronca y en pleno embrollo procesal.
Pero lo cierto es que ahora está ya en terreno enemigo. A través de Ada Colau, toda una garantía de deslealtad a España, su Constitución y cuanto huele o suena a español, Iglesias pacta con las formaciones separatistas de cuño burgués, dispuesto a entregarles el control de Cataluña a cambio de que le ayuden alcanzar, a medio plazo, su gran sueño, hacerse con el poder de una España desnaturalizada y desvertebrada.
Así, el ácrata con sesgo bolchevique de hace cuatro días, que mientras tanto se ha instalado en un casoplón más propio de un nuevo rico que del dirigente de un partido de izquierda, añade a su condición de impostor la de estafador de sus votantes cuando, después de actuar como intermediario y recadero en la línea de los falsos socialistas de Cataluña, decide firmar pactos contra natura por partida doble con una burguesía, la catalana, siempre dispuesta a traicionar a España y con mucho más motivo a la clase trabajadora española.
¿Sabe el pobre que la división y la ruina de una sociedad bien estructurada y cohesionada, después de siglos de convivencia, comportan siempre y necesariamente en primer lugar la división y la ruina de la clase trabajadora?
Lo sepa o no lo sepa, parece lícito pensar que, en nuestro caso y referido a España, ahí está la clave del derecho a decidir.
Ante ese panorama general hecho de irracional falta de solidaridad y sano egoísmo, vuelvo la mirada a una época indudablemente muchísimo más cruel e inhumana que la actual, pero presidida a mis encantados ojos de niño por el elemental y heroico activismo obrero de nuestros padres, para preguntarme como tantas veces ¿qué queda de la superioridad moral de la izquierda a estas alturas de la historia?
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