Nueva normalidad
Nombre aparte, el hecho cierto es que, a juzgar por multitud de indicios y señales de diversa índole, la humanidad está a punto de culminar un salto cualitativo de consecuencias en parte previsibles y en parte imprevisibles, muchas de ellas acaso decisivas e irreversibles.
Atrás quedarán la pandemia del coronavirus y la hibernación económica, amén de sus incontables secuelas, convertidas todas ellas para siempre en historias de la historia.
Imagino que un día de estos despertaremos y nos encontraremos con una nueva normalidad, y, aunque siempre es arriesgado hacer pronósticos, me inclino a imaginar que el orden social implantado por la nueva -¡nunca última y definitiva!- normalidad estará marcado, más pronto que tarde, por fenómenos sociales como el teletrabajo, las actividades individuales y colectivas on line, la práctica desaparición del cash y su suplantación por una tarjeta universal, infinitamente más práctica, y medidas de diversa índole pero todas ellas presididas por la globalización, la informatización y, en última instancia, por el internet de las cosas y, en un sentido más amplio y ambicioso, por una realidad virtual que en estos momentos no consigo vislumbrar en qué puede consistir y no consistir.
No obstante, ya ahora puedo pensar en viajes y desplazamientos virtuales.
Y, en un plano estrictamente personal, confieso que me considero un pionero del teletrabajo, pues a principios de los años setenta del siglo pasado empecé a trabajar como traductor, corrector y redactor para una editorial barcelonesa, a jornada completa.
Claro que entonces la cosa se llamaba simplemente trabajo a domicilio.