Cataluña: dictadura burguesa, irredentismo y sociedad abierta
Cabe pensar que en 1978, cuando se restaura oficialmente la democracia en España, los separatistas catalanes, dirigidos por representantes de la burguesía condal, tienen ya punto en su imaginación tanto el modelo de la Cataluña que quieren como la hoja de ruta que ha de llevarlos a la meta. Para ello aprovecharán desde el primer momento las muchas posibilidades/facilidades que les va a ofrecer, en esta nueva etapa histórica, el Estado de las autonomías.
Es un modelo que han elaborado, desarrollado y perfeccionado furtiva y sigilosamente durante el franquismo, desde dentro del franquismo y, en buena medida, con la ayuda (involuntaria) del franquismo, de cuya estructura orgánica esa burguesía había decidido formar parte el día mismo de la Victoria.
Alguien acertó a captar con agudeza el cambio social en curso y definió la entonces incipiente y prometedora Convergencia como la auténtica continuación social del franquismo bienhabiente y bienpensante.
El hecho es que, atenta a la nueva realidad socio-política, la burguesía catalana deja de ser nacional para declararse enfáticamente nacionalista y, acto seguido, inicia la construcción de un frente unificado que le va a permitir ocupar con personas y formaciones de su obediencia la mayor parte del espectro político regional y, simultáneamente, copar, una tras otra, todas las instancias de decisión y representación popular del nuevo ente autonómico. El resultado será la implantación, a corto plazo, de una dictadura de estirpe burguesa y cuño marcadamente catalanista con una leve pátina democrática a modo de coartada legal y alivio de disidentes.
Estamos en el último tercio del siglo XX.
La sociedad de Cataluña está formada ahora por dos comunidades político-lingüísticas: una comunidad minoritaria y opresora de lengua catalana e ideología catalanista que ocupa la parte superior del espacio socio-económico, y una comunidad mayoritaria y oprimida de lengua y sentimiento españoles que subsiste en la parte inferior de ese mismo espacio, a pesar de que su existencia ni ha sido ni será reconocida en momento alguno por las autoridades autonómicas.
Con el paso del tiempo y en alas del autogobierno, la comunidad de lengua catalana no sólo acaparará la inmensa mayoría de las instancias autonómicas de decisión sino que incluso se arrogará en exclusiva la representación democrática y oficial del pueblo de Cataluña y llegará a pedir (¿exigir?) su independencia respecto del Estado español en nombre de todos los catalanes. Evidentemente, para sus dirigentes políticos en Cataluña no existe -en realidad, no ha existido nunca- una comunidad de lengua española, como no existen partidos políticos netamente españoles y, mucho menos, niños de lengua materna española.
De acuerdo con el plan estratégico y la hoja de ruta de los futurólogos y programadores del nuevo Estado, esa dictadura burguesa, dogmáticamente catalanista, debía constituir la rampa que facilitara la proyección del país y, llegado el momento, le permitiera acceder a la independencia por la democrátisima vía de la intriga sistemática (conocida en vernáculo como vía de la puta i la Ramoneta).
Pero hoy sabemos que la proclamación de la República Catalana, tramada y/o escenificada en los aledaños del Parlamento autonómico con fecha del 27 de octubre de 2017, fue un fracaso total, habida cuenta de que, además de no conseguir ninguno de los ambiciosos objetivos perseguidos por sus valedores/promotores, permitió al Gobierno estatal actuar de jure y pro jure en Cataluña para adoptar medidas como cesar a los miembros del Govern, suspender temporalmente la actividad del Parlamento autonómico y detener cautelarmente a los dirigentes políticos más conspicuos, influyentes y peligrosos.
Así, pues, deslealtad institucional, prevaricación y sedición entre otros varios delitos graves y/o muy graves.
Además, el comportamiento de los prevaricadores y sediciosos, en especial el de los cabecillas, alcanzó tal grado de indignidad y vileza que, a mi modo de ver, desautorizó y deslegitimó no sólo a los promotores directos de la República Catalana sino también, y de manera especial, al catalanismo independentista en su conjunto, o sea, visto como movimiento político-social e histórico, al que por mi cuenta y riesgo no tengo reparo en condenar aquí y ahora a esa forma de ostracismo perpetuo conocido con el nombre de irredentismo (1).
Afortunadamente, la presencia de más de un millón de personas con banderas españolas en las calles de Barcelona, como respuesta a tanta irracionalidad y tanto desvarío, me lleva a soñar que el próximo día 21 en Cataluña se cerrará el ciclo de una dictadura que sigue amenazando con llevarnos a la ruina económica a través del caos social y se iniciará el ciclo de una sociedad abierta, asentada en el Estado de derecho.
(1) En este caso concreto entiendo por irredentismo la situación de colectivos humanos -naciones, pueblos, grupos étnicos, minorías lingüísticas y/o religiosas, etc.- que hasta el momento presente no han conseguido un estado propio e independiente. Durante mucho tiempo se consideró que, de acuerdo con una maldición bíblica, el pueblo hebreo estaba condenado al irredentismo, pero lo cierto es que en 1948 fundó el Estado de Israel, que hoy es una realidad plenamente consolidada. En la actualidad es frecuente presentar al pueblo kurdo como ejemplo de irredentismo vivo y combativo.
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