Misterios de la política
Podemos imaginar que, si en su última etapa Zapatero se deshizo de las pocas reminiscencias socialistas que le quedaban en el caletre, fue porque entonces ya estaba convencido, por una parte, de que todo eso constituía un lastre invendible y, en consecuencia, inservible para él y, por otra, de que tenía un método mejor que el de su partido para ganar las elecciones. En realidad, más que método era una oferta compuesta en torno a un lote de promesas –sorpresa, sorpresa– capaz de cautivar a cualquier mujer de carne y hueso y no sólo de neutralizar a los poderosos e influyentes clanes periféricos sino incluso de hacerles morder el anzuelo. Peix al cove!
Si las mujeres quieren igualdad, aquí tienen un Ministerio. Eso para empezar. Y si los periféricos, nunca separatistas, quieren la independencia de sus respectivas naciones, aquí tienen, de momento, un Estado federal, criptofederal, pseudofederal y todo lo que los señores manden y ordenen. Como es sabido, la semántica nunca fue un problema para nuestro no culto pero sí refinado Zapatero.
Con el apoyo frontal de las mujeres y a tergo del Sanedrín catalán, Zapatero, además, de ganar la elecciones, comprobó que su táctica-estrategia era poco menos que invencible e infalible. Había descubierto la fórmula magíca. Tan mágica que su oponente político e ideológico, el gallego Marianín el Corto, después de dejarse asesorar y convencer por sus allegados, decidió imitar, copiar y plagiar al prestidigitador leonino. El clan de los posibilistas capitaneado por Gallardón y González Pons, con Fraga como apoyo y contrapeso, le convence de que debe acercarse al astuto y desinhibido Zapatero y, por lo tanto, llevarse bien con Jordi ben Gurión y con el cardenal arzobispo Martínez Sistach y con la Caixa y con todo el establishment de la Sagrada Familia, conocido en la provincia eclesiástica de la Tarraconense como el Sanedrín. Y ahí está ahora Marianín el Corto, convertido en aprendiz de prestidigitador y acompañado por toda su caterva de subalternos, beneficiarios y vividores.
Todos y todas menos una. En el momento mismo de que se consume el trasvase/cambiazo/traición, una mujer vasca, simplemente María, se le solivianta y se le planta. «Por ahí no paso». Dicho y hecho. Inmediatamente llama a su mejor amiga, que vive en la misma calle pero en el partido de enfrente. «Rosa, mira…» «María, cuenta conmigo». Vascongadas. Llueve. Los ojos se empañan como si fueran cristales.
Pregunta ingenua e intempestiva: ¿es posible que, como barrunta Pájaro bobo, la defensa de la unidad de España recaiga muy pronto en dos vascas, Rosa y María, y un catalán, Alejo Vidal-Quadras?
¿Y dónde está el gallego?
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