Sandías de árbol

Para Álvaro, placentino

Allá por los años de nuestra última posguerra, cuando la primera familia de Pájaro bobo vivía en la carretera de la Estación de Plasencia, él, apenas un rapaz, solía acudir, poco antes de anochecer, al puente de Trujillo, sobre el Jerte. Desde allí podía contemplar el río, escenario de sus andanzas [piscis era entonces y piscis volverá a ser después], la explanada de los chopos, a la que los del barrio llamaban el Cachón, y las lomas que se escalonaban y a continuación trepaban montaña de Santa Bárbara arriba. En el pretil del puente, lado de la estación, se reunía casi todas las noches de buen tiempo la pandilla del Blas, conocida en aquellos andurriales como la Jarca de las garullas o de los garulleros. Allí estaba el Rey, que comerciaba con arena del río y era aguerrido como un guerrero mameluco, el Mudo, que lo era de nacimiento y, las más de las veces, de conveniencia, el Jaime, dueño de dos carros y sendos tiros de mulas con los que se dedicaba a acarrear piedra, los Chinatos, oriundos de Malpartida, que tenían algo parecido a una tahona, el Belitre, que vivía y sobrevivía en el camino de la Chimenea sin que nadie supiera ni cómo ni de qué, el Vinagre, vecino del cerro de San Miguel que se dedicaba actividades tan lucrativas como el pillaje y el estraperlo, y media docena más de jambrinas crónicos e insaciables del mismo pelaje y parecida calaña. El capitán de la pandilla era naturalmente Blas, que, aparte de ser el de más edad puesto que pasaba de los treinta, tenía dotes de mando por haber estado en la guerra con los legionarios. Él se cuidaba de organizar las garullas en las noches de luna clara: un día a Santa Bárbara, donde había muchos huertos con sandías, melones y árboles frutales; otro día a la Pardala, conocida por sus higos y adonde se llegaba siguiendo la calleja que arrancaba junto a la vía de ferrocarril; otro día a la dehesa de la carretera de los Prisioneros, camino de Montehermoso, paraíso de raposas, liebres, conejos y lagartos; otro día….

La primera obligación de todo buen garullero, y allí, en los aledaños de la estación, todos los mozos eran garulleros, consistía en ahuyentar la gazuza cada día, como fuera y con lo que fuera. Después quedaban horas y horas para fantasear. Aunque con otro nombre, ya entonces la inmensa mayoría de las fantasías eran eróticas, seguidas de las triperas, aunque a menudo unas y otras se mezclaban y combinaban como en las ensoñaciones de todos los menesterosos.

Un día el Goriche, que no era de la pandilla del Blas pero compartía en buena parte su vida y sus aficiones, se apostó con un compiche que era capaz de comerse un pan de los de kilo en el tiempo que tardaba en dar una vuelta a la plaza del Ayuntamiento, por los soportales, mientras el pagano y donante le iba zurrando con una correa. Y se comió el pan. Pero, como queda dicho, allí la voz cantante la llevaba siempre el Blas, tanto cuando había que esquilmar y saquear el huerto y el gallinero del tío Amarillo como cuando se hablaba del mundo situado al otro lado del puente, donde ricos y personas de orden vivían en casas construidas a los pies del palacio episcopal, simbólica atalaya de paredes encaladas y estampa colonial.

Una noche, nada más sentarse, el Blas se puso a contar que había estado en el cine. Lo que él llamaba cine era en realidad un descampado con cuatro hileras de sillas de tijera y, delante de ellas, una sábana blanca colocada en alto a modo de pantalla. Pero el caso es que él había estado en el cine y había visto cosas que le habían dejado pasmao y a todos les gustaría ver y tocar. Según contó y recontó a sus subalternos, seguidores y admiradores, en una de las películas [siempre echaban dos] había visto una mujer desnuda, sí, completamente desnuda. Increíble. Al oírlo, uno de los suyos comentó con sorna que en la película no se veía ninguna mujer desnuda, porque estaba detrás de un biombo, pero el Blas le cortó como un rayo y le lanzó a voz en grito: «Tú no la viste, pero yo sí, porque me puse delante, a la izquierda, y la vi por el lado». Todos quedaron asombrados y naturalmente creyeron al Blas, que tenía fama de vivillo por sus estratagemas y su probada astucia para sorprender y burlar a campesinos, huertanos, guardias civiles y, si se terciaba, curas y frailes.

Aquella noche, el Blas explicó también, ahora con codicia de glotón en los ojos, que en la película de la mujer desnuda y el biombo salía una playa, una playa grande con muchos árboles. Él no sabía qué árboles eran, pero estaba seguro de que lo que colgaba de ellos eran sandías de árbol.

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