La conjura y el jugador de ajedrez

En 1978, año cero de nuestra precaria democracia, Pájaro bobo, ya en sus cuarenta, vivía como a cuatro tiros de piedra de la catalana ciudad de los Condes.
Atrás quedaban los inicios de una búsqueda nacida al calor de inquietudes filosóficas y espirituales siempre vivas que, con el paso de los años y al compás de vivencias propias y experiencias ajenas, le llevaron a una visión providencialista de la historia, a la ética universal (Weltethos) y a la fraternidad cósmica, desde donde, guiado sucesivamente por Teilhard de Chardin, Hans Küng, Vaclav Havel y algún otro pensador-teólogo de la cuerda de Leonardo Boff, fue a parar a la escuela de Orígenes y su apocatástasis o vuelta de todos los seres a Dios.
En lo puramente cismundano, Pájaro bobo combinaba el ideario de un Ganivet más nórdico que granadino con una vibración leal y lealmente joseantoniana gracias a su patriotismo de emigrante, un patriotismo integrador, celosamente ajeno a toda ideología y, según propia confesión, solidario. A su modo de ver y entender, las ideologías, además de ser formas de alienación, llevaban al enfrentamiento de personas y sociedades con las consiguientes limitaciones y mutilaciones para unas y otras. El pobre Pájaro bobo era, pues, un outsider irrecuperable: heterodoxo y utópico en las cosas del otro mundo y de este, incapaz de dar con la fórmula que hiciera realidad su voluntad ecléctica y sincretista. Por todo ello y en especial por su obsesión cósmica, así que en España se inició el proceso democrático, decidió dedicar algún tiempo a observar el panorama nacional, mientras en el aire flotaba la pregunta de todos los momentos de incertidumbre: ¿Y ahora qué?
Recluido en su industria, Pájaro bobo vive y convive con sus libros, de los que, cuando llega la noche, salen miles de inofensivos y agradecidos Poltergeister. Entre ellos abundan los visionarios, los antihéroes y los disidentes, seres orgullosos que vivieron y escribieron para la historia, pero también hay representantes de la razón práctica, gentes que rindieron culto al siglo y a los poderosos del siglo. Ahora, por decisión caprichosa de su carcelero-bibliotecario, unos y otros comparten página y celda con toda una legión de hijos naturales del lumpen urbano y suburbano, criaturas anónimas, otrora desgarradas y mutiladas, por las que su anfitrión siente un cariño especial que se manifiesta sobre todo cuando, como en este preciso momento, le gritan rabiosamente a coro: «¡Nosotros también somos inmortales!»
A menudo, para contemplar y apreciar mejor la situación política de lo que en lo sucesivo se llamará este país, Pájaro bobo echa mano de un tablero de ajedrez, coloca los trebejos en él y simula maniobras de ataque y contraataque. Al fin termina jugando consigo mismo como el personaje de Stefan Zweig, situación que le lleva a recordar que el ser humano es esquizofrénico por naturaleza y le ayuda a elaborar una teoría de este juego que, según unos, es más que un juego y, según otros, es una masturbación del cacumen. Él sostiene que en una partida de ajedrez se visualizan dos razonamientos contrapuestos que son ejecutados y materializados en un espacio y en un tiempo imaginarios por figuras icónicas: el rey, la reina, las torres-fortalezas, los caballos-caballeros, los alfiles-obispos y los peones-campesinos. En general gana el jugador que comete menos errores en términos cualitativos, aunque también hay casos en los que un lapsus, grande o pequeño, en el último instante decide la partida. De todos modos, el resultado es siempre inamovible, tan inamovible como lo que en la vida real pertenece al pasado.
Después de pensar jugando y de jugar pensando durante dos largos años, Pájaro bobo llega a una conclusión acerca de la situación política de su patria. Aun así, más que una idea elaborada por vía racional es una intuición o una revelación que se ha abatido sobre su cabeza como un rayo. Frente a las declaraciones de lealtad a España, a la Corona y a la Constitución formuladas a diario por los políticos, empezando, cómo no, por los más desleales, está la realidad, refrendada insistentemente por la derrota de la nave nacional.
En la mañana del 20 de enero de 1980, Pájaro bobo escribe con dolor de su alma: «Radiografía…»
El mismo día, por la tarde, va a ver a su amigo Píndaro y, entre resuello y resuello, le suelta a bocajarro:
-¡Hay una conjura para destruir España!
-¿Y tú cómo lo sabes?
-Lee y entérate…
Píndaro toma en su mano el cuadernillo, tamaño folio, que le entrega el visitante y deletrea como si rezara:«Radiografía de una conjura. La destrucción de España desde la periferia».
-Ya veo. En cuanto lo lea, te llamo.
-De acuerdo.
-Y cálmate.
Pájaro bobo no se calmó, y no se calmaría en mucho tiempo. Ya entrada la noche, Píndaro le llamó por teléfono y con voz de sigilo le dijo que había leído su texto y, además, lo había dado a leer a alguien de su confianza. Comentario de urgencia: aquello era una bomba; si se difundía su contenido, su autor tendría que abandonar inmediatamente Cataluña. Era mejor que guardara silencio.
Pájaro bobo ni guardó silencio ni abandonó Cataluña. Pero fue condenado a muerte civil por los conjurados.

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