Para Ana, la ragazza paparazza

La mestressa, ama y señora de su casa, decide ir a ver a su hijita, que estiueja a orillas del Manzanares,  el estadio de los madrileños pobres. Parece que a la doncella le tira el oficio de escribir, lo que quiere decir que, probablemente,  tendremos una ragazza paparazza.

La madre se lía la manta a la cabeza, hace el petate, se sube al AVE y en un par de horejas se plantifica en Chamartín de la Rosa. ¿Dónde quedan los Monegros?

Ni Monegros ni onagros.

El tren es un invento que resiste el paso y el peso de los años: se moderniza y se rejuvenece continuamente a toda marcha. Quedan lejos los tiempos  —años cincuenta de un siglo que ya es historia—  en los que para ir de  Plasencia, a un tiro de piedra de las Hurdes, en la raya de Portugal, a Barcelona, que aún no pertenecía al país vecino, se invertían cuarenta y ocho horas, dos panes de los de kilo, cuatro tortillas de patata equiparables en peso y otras tantas garrafinas de tintorro, agua, pócimas y mejunges.  La historia del ferrocarril es la historia de la España que nace después de la Revolución industrial que no tuvo y se extingue  en la vía muerta de la Transición seudodemocrática.

Hoy Madrid es tanto Madrid que para hacer honor a su condición de capital de todas las Autonomías y futuros Estados soberanos hay que hablar de los Madriles. En esas estamos.

La mestressa, que lo es por derecho, ha dejado en su casa de la Barceloneta, a media legua marina del mar de la Sargantana y a siete millas inglesas de las islas Columbretes,  a su marido, ya bastante cascao el pobre, y a Blacky, un caniche con alma de nen petit que gime, llora y ríe como una criatura.

A la hora de dormir, el involuntario Rodríguez estival ha preparado el camastro como en sus años de menesteroso y ha esperado que le invada el sueño con las luces encendidas por miedo a los espíritus malignos. Blacky se ha echado junto a él, pero se ha negado a dormir. Su amo accidental le ha preguntado si quería que le contara un cuento y el  animal ha dicho que no. «Tengo dos», le ha insistido. «Uno, del Blas y las sandías de árbol. Otro, de un perrito y una ovejita». «El primero —ha replicado al momento  la criatura— es de broma. No hay sandías de árbol. Eso son trolas  de político o, por lo menos, de concejal. El otro ya me lo  sé porque da la casua  que  el perrito es mi menda. Y que sepas que  no es un cuento. Es una historia de verdad. Ocurrió en la Pardala de Plasencia, aún me acuerdo de la ovejita; se perdió y yo la llevé junto a su amo. A mi ya no me gustan los cuentos, ni de lobos ni de lobillos ni de sandías de árbol. Tendrás que estudiarte alguno nuevo…»

En oyendo a su perro, Rodríguez se ha puesto triste, pues dice: la mujer me ha dejado, el hijo me ha dejado, la hija me ha dejado y Blacky no quiere escucharme.

Pregunta ingenua e intempestiva: ¿tendrá que ponerse  a escribir antes de que sea demasiado tarde y se le seque el cacumen sin que le dé tiempo a terminar su novela?

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