Artículos del día 5 de octubre de 2008

Con el ojo en el ojo de buey

en el búnker

en el búnker

Blacky, el caniche con alma de criatura, tira de la manta. El Insomne, apercibido, rezonga pero en seguida ahueca el ala. El interfecto, habida cuenta que sobrevive en condiciones de muerte civil, pone en marcha la industria. El primero en fichar es el poeta de la Granja. Ahí, en la pantalla, está la marca de su visita. Sólo hace falta mirar y leer entre líneas. Quien tiene un amigo poeta tiene un tesoro.

Cuando está en marcha la máquina, ayer industria, el Insomne pega uno de sus ojos  al ojo de buey que mira al nordeste. El sol  ilumina el búnker y alegra la mirada de su morador-recluso.

El Menesteroso, avanzando por la izquierda, asoma en la esquina con su figura de legionario venido a menos. Bolsas del Corte Inglés. Comidita para la colonia felina. Potaje calentito en escudilla de aluminio. El hombre,  largo y estrecho  como un  suspiro, ni ríe ni parpadea. Tampoco mira a las criaturas. El  Insomne  piensa en ciertos médicos, en ciertos curas, en ciertos padres. Como hijo de la guerra, él sabe que no hay nada comparable al calor de una madre en una noche de invierno. Ese calor,  junto con la mirada, vivifica y alimenta.

Los gatitos se relamen y, entre zarpazos y dentelladas de mentirijillas, se retiran a sus aposentos, que son sus amagatalls, mientras el Menesteroso se aleja canturreando: “Cuando cumplí mi condena…”

Diez de la mañana.

Una mujeruca —facciones abotargadas, gorro hincado hasta por debajo de las orejas, el cuerpo, a lo que parece, embutido en refajos— se asienta en el banco que hay frente a la colonia de gatitos. La mujer tiene a su izquierda un carrito de niño y a su derecha otro carrito de niño, los dos cargados con bolsas. Ella, la mujer de la cara abotargada, el gorro y los refajos, en medio con su bolso en la mano. Al Insomne  le asalta un recuerdo a modo de intriga. ¿Dónde ha visto él esa mujer, ya anciana, de rostro abotargado? ¿En el metro de Barcelona, en el metro de Madrid, en el metro de París? ¿En el metro infinito de Berlín con sus tribus suburbanas de alcohólicos anónimos? ¿O fue acaso en una Kneipe-espelunca de Basilea, a orillas del Rhin?

Pájaro bobo aparta la mirada y va a posarla en una pareja —rubia de pego ella, moreno de Cuba él— que ha instalado su mesa en el banco situado debajo del ojo de buey al que está asomado. Es la hora del àpat. Mantel gris oscuro, acaso de papel, platos de plástico, cucharas de plástico. Engullen, hablan, parecen tranquilos, incluso contentos, ya están en los postres, siguen hablando, él fuma, ella fuma, el Insomne, a tres metros de altura sobre el nivel de la calle, atiende al teléfono.

El búnker de pladur con sus cuatro ojos de buey es a la vez mirador y atalaya. El Insomne tiene a sus pies una calle con escenas de la vida social en vivo y en directo y, a cuatro tiros de piedra en dirección Este, el mar de la Sarganta, hoy ciénaga, ayer piélago de fenicios, griegos y romanos.

¿Qué hace en estas tierras y en estas aguas un ibero?

Desde el búnker de pladur

en el bunker

en el búnker

Blacky, el caniche con alma de criatura, tira de la manta. Pájaro bobo, apercibido, rezonga pero en seguida ahueca el ala. El interfecto, habida cuenta que sobrevive en condiciones de muerte civil, pone en marcha la industria. El primero en fichar es el poeta de la Granja. Ahí, en la pantalla, está la marca de su visita. Sólo hace falta  mirar y leer entre líneas. Quien tiene un amigo poeta tiene un tesoro.

El Menesteroso, avanzando por la izquierda, asoma en la esquina con su figura de legionario venido a menos. Bolsas del Corte Inglés. Comidita para la colonia felina. Potaje calentito en escudilla de aluminio. El hombre, seco y estirao como un suspiro, ni ríe ni parpadea. Tampoco mira a las criaturas. Pájaro bobo piensa en ciertos médicos, en ciertos curas, en ciertos padres.  Como hijo de la guerra, él sabe que no hay nada comparable al calor de una madre en una noche de invierno. Ese calor, junto con la mirada,  vivifica y alimenta.

Los gatitos se relamen y, entre zarpazos y dentelladas de mentirijillas, se retiran a sus aposentos, que son sus amagatalls, mientras el Menesteroso se aleja canturreando: «Cuando cumplí mi condena…»

Diez de la mañana.

Una mujeruca  —facciones abotargadas, gorro hincado hasta por debajo de las orejas, el cuerpo, a lo que parece, embutido en refajos— se asienta en el banco que hay frente a la colonia de gatitos. La mujer tiene a su izquierda un carrito de niño y a su derecha otro carrito de niño, los dos cargados con bolsas. Ella, la mujer de la cara abotargada, el gorro y los refajos, en medio con su bolso en la mano. A Pájaro bobo le asalta un recuerdo a modo de intriga. ¿Dónde ha visto él esa mujer, ya anciana, de rostro abotargado? ¿En el metro de Barcelona, en el metro de Madrid, en el metro de París? ¿En el metro infinito de Berlín con sus tribus suburbanas de alcohólicos anónimos? ¿O fue acaso en una espelunca de Basilea, a orillas del Rhin?

Pájaro bobo aparta la mirada y va a posarla en una pareja —rubia de pego ella, moreno de Cuba él— que ha instalado su mesa en el banco situado debajo del ojo de buey al que está asomado. Es la hora del àpat. Mantel gris oscuro, acaso de papel, platos de plástico, cucharas de plástico. Engullen, hablan, parecen tranquilos, incluso contentos, ya están en los postres, siguen hablando, él fuma, ella fuma,  Pájaro bobo, a tres metros de altura sobre el nivel de la calle, atiende al teléfono.

El búnker de pladur con sus cuatro ojos de buey es a la vez mirador y atalaya. Pájaro bobo tiene a sus pies una calle con escenas de la vida social en vivo y en directo y, a cuatro tiros de piedra en dirección Este, el mar de la Sarganta, hoy ciénaga, ayer piélago de fenicios, griegos y romanos.

¿Qué hace en estas tierras y en estas aguas un ibero?