La incierta gloria de los irreductibles

En una dictadura encubierta como la que tenemos hoy en Cataluña, con una sociedad civil sometida, nolens volens, al dictado de la clase dominante, valedora y beneficiaria de la ideología dominante en cuanto estructura de poder político, social  y económico, no son precisamente muchos los  que se han mostrado y se muestran dispuestos a presentar batalla a un poder ilegítimo por abusivo e inmoral. De hecho, a lo largo de la historia no han abundado los suicidas. Las dictaduras, sí. Y, en contra de todo lo que se ha escrito y se escribe, para conseguir sus objetivos a las dictaduras  les basta y les sobra por lo común con un arma de dos filos: la promesa del premio y la amenaza del castigo.

Hoy, en Cataluña, la fórmula vale para algo así como el noventa o noventa y cinco por ciento de la población. El cinco o diez por ciento restante corresponde a los irreductibles, seres que han decidido mantener y defender a toda costa ese disparate absurdo, ajeno a la cordura y el seny, llamado dignidad, no  enajenarla.

Ahí están. Pero valedores y servidores de la ideología dominante han recibido órdenes de acabar con ellos. Algún separatista catalán ha dicho alguna vez, ¡en público!, que el límite del independentismo militante es el asesinato.  Es posible que así sea, al menos de momento. En cualquier caso, sabemos que quienes así piensan y actúan no dudan en someter a los elementos irreductibles a condiciones de muerte civil.

Cuando le llega la hora, el irreductible es despojado —¡sigilosamente!— de su puesto de trabajo y alejado del mercado laboral, reducido a la no existencia como intelectual y cabeza pensante, marginado socialmente y sometido a un acoso implacable en su entorno vecinal e incluso familiar. Para ello se recurre por norma general a medios y agentes alejados, al menos en apariencia, del separatismo catalán, pues lo que se pretende es que el irreductible quede desacreditado socialmente por su comportamiento, no por sus ideas políticas. Así, el irreductible pondrá de manifiesto su carácter asocial y agresivo en sus relaciones con amigos, conocidos, miembros de su propio partido más sumisos y en general con personas calificadas como dóciles por los valedores de la ideología dominante. Siempre fue así y así es  también aquí y ahora, entre nosotros. El disidente es por definición un perturbado mental. Y, en cierto modo, lo es realmente,  pues su comportamiento no responde al instinto de supervivencia. De hecho, el disidente podría constituir la contrafigura del esclavo, definido por Hegel como aquel que lo supedita todo a la supervivencia.

Consumada con éxito la operación de acoso, al irreductible le quedan pocas salidas, si es que sobrevive. De hecho, entonces unos abandonan el país, otros se rinden y cambian de bando, otros se ven obligados a separarse de la mujer y de los hijos y sobreviven como piltrafas humanas por su mala cabeza. Como arma político-policial, la muerte civil persigue la destrucción psicológica de la persona. Y en muchos casos lo consigue.

Esa es la incierta gloria que espera con toda probabilidad a aquel que, por irreductible, figura en los ficheros secretos de la Generalidad y su régimen político de carácter mafioso e inmoral con el sello/estigma: «EC» (Enemic de Catalunya).

En cualquier caso, al que quiera mantenerse fiel a sus ideales en estas tierras y estos tiempos tal vez le convenga pensar que  va a morir no como un héroe sino como un delincuente. Pájaro bobo lo piensa  y precisamente por eso se ha refugiado en la realidad virtual de su búnker de pladur en espera de su día y su hora.

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