Ajedrez y matemática

Para mí, conocer a Anita Mayer y cambiar de domicilio fue todo uno. Dejo la proletaria Langstrasse con sus italianos y sus trattorie. especie de «Pequeña Italia» con fuerte regusto a gueto meridional,  y me voy a un barrio burgués, pequeñoburgués, poblado, casi exclusivamente, por aborígenes o, lo que aquí es casi igual,  descendientes del legendario Wilhelm Tell por vía directa, dialecto incluido. Pero en este caso el dialecto –Schweizerdeutsch o Suizerdütsch– es más fruto de una progresiva degeneración fonética de vocablos emanados de una fuente única y por lo tanto común  que amalgama  de voces pertenecientes a varias fuentes  consumada y sedimentada  en el transcurso de los años.

Como tantas veces en tantos lugares, aquí y ahora el lenguaje se ha hecho lengua, la lengua se ha hecho habla, el habla se ha  hecho dialecto y el dialecto se ha hecho idiolecto.

Neumünsterstrasse es una arteria de Birkendorf con establecimientos de lujo, semilujo y lujo kitsch. Burguesía media y baja. Personas  que trabajan afanosamente  durante la semana y rezan, pecan  y beben en los fines de semana. ¿Se emborrachan?

En el edificio donde tiene su piso Anita viven en total quince  familias. Entre sus componentes hay un par de abogados, dos funcionarios de rango medio, un agente de bolsa, una puticlista de alto standing, dos mecánicos de coches, un tendero y, según me explicó Anita, un carnicero que trafica con reses que le llegan de Luxemburgo. El hombre, con cara de lechón, es todo   un peso pesado. A los mencionados hay que añadir la propia Anita, que regenta su boutique de prendas femeninas prêt à porter con sello de la mejor confección europea y firmas que van desde la italiana  Brioni hasta la británica Mandy. Todo muy exclusivo, schick y kitsch.

Anita se mueve con donaire y complacencia entre garments y Klamotten, que es como llama a sus trapitos, danzando entre el  inglés y el alemán. Ella viste la tienda y da la talla. Melanie, su ayudanta y única dependienta, responde con creces a las exigencias del papel y lo mismo atiende a una respetable dama que saca de paseo a su Pudel, de nombre Dingo, mientras ella se prueba un   modelito exclusivo valorado en dos mil francos suizos.

Melanie, siempre atenta a los deseos de su ama, aparece y desaparece tan pronto como ésta se lo indica con una mirada. Lenguaje femenino entre mujeres. Además de ayudanta y dependienta,  Melanie es aprediza, pues aprende.

Entre sus encantos y atributos, Anita luce un sex appeal cultivado y comercializado no como gancho de machos sino como excelencia de una feminidad que se sabe superior en dones de la naturaleza. De hecho, la mujer es más mujer que el hombre hombre,  de la misma manera que la hembra es más hembra que el macho macho.  Y, sobre todo, la madre es siempre más madre que el padre padre.

Anita juega al juego de la vida entre las cuatro paredes de su  boudoir. Superados los cuarenta y realizados los deberes rituales que impone la mejor sociedad capitalista, ella, como otras mujeres afortunadas, ha encontrado un remanso agradecido y complaciente en esa edad imprecisa, casi estática, que, con ayuda de la cosmética y sus artes aplicadas, se prolonga hasta la antesala de la vejez y, a veces, hasta las  puertas de la mismísima muerte.

Cuando el caso lo requiere y la situación lo permite, Anita enhebra un hilo finísimo y muy valioso para aludir, en un par de puntadas, a su apellido -–Mayer– y al origen judío de éste y, por lo tanto, también de su familia y de ella.

A decir verdad, de las variantes que conozco -–Maier, Meier, Mayer y Meyer–, Maier es apellido de gentiles, un apellido tan vulgar como el alemanísimo Müller, con sus formas dialectales, y el español Rodríguez. Meier aparece casi por igual entre gentiles y miembros del pueblo elegido, mientras que Mayer es mayoritariamente judío y Meyer aún más.

Anita procura sacar a colación el tema de su ascendencia hebrea y, tirando de la sisa, hablar de un pariente suyo, residente en Londres, donde murió hace unas cuatro décadas dejando una fabulosa fortuna a disposición de quienes acrediten su condición de herederos.

Ella, Anita Mayer, figura en la lista de posibles beneficiarios elaborada por el abogado que lleva el asunto.   Y así se lo hace saber a las damas de los Goldschmidt y los Meyersohn que figuran entre sus clientas más distinguidas y  acaudaladas.

Evidentemente, nadie sabe si Anita recibirá un pellizco de la herencia que espera y reclama, como tampoco sabe nadie si es cierta la historia de la herencia. Lo que sí se sabe es que la historia alimenta su imaginación y de una manera u otra le da vida.

Cuando la conocí –finales de 1964–,  Anita ya había vivido y había dejado atrás un matrimonio que, acto seguido, la llevaría a  tomar la decisión de permanecer fuera de circulación y comercio durante un período de tiempo no precisado. De momento, con su boutique y sus escapadas a Sankt Moritz tenía suficiente para conservar la ilusión y la joie de vivre. Una vida cómoda, sin  grandes problemas y, naturalmente, sin grandes ambiciones.

Recuerdo muy bien que fue en una de esas espeluncas o cervecerías en las que  se bebe y se berrea al compás del Jodeln,  música  oriunda del Tirol que viene a ser como el flamenco de los Alpes y los granjeros alpinos.

A pesar de cultivar con empalagoso mimo las relaciones con  los Goldschmidt y los Meyersohn e insistir, siempre que puede y considera oportuno, en su ascendencia hebrea, Anita no tiene en su casa nada que se parezca a una menorá o unas filatcterias, tampoco libros de rezos que hagan pensar en el Talmud o la Torá.

No obstante, cuando recibe una primera visita de alguien que   ha despertado su interés no duda  ni un instante en mostrarle la   mezuzá que cuelga del dintel de su puerta, a la derecha, en alto y por dentro. La mezuzá -–un rollo con un pergamino en el figuran los  párrafos iniciales de la principal plegaria de los judíos– identifica la vivienda y protege a sus moradores.

Anita es superficial. Todo apariencia. ¿Sólo apariencia?

Es posible que la cabeza le dé para más, incluso para mucho más. Pero no tiene tiempo, ni ganas. Parece que con su boutique,  sus amistades y su vida de mujer emancipada tiene bastante para ir viviendo. No ambiciona mucho más.

Ahora, abril de 1965, está preparando la temporada de otoño, que empieza a primeros de  septiembre.

Aun así, la mujer para poco en casa. Lo justito para dormir, hacer sus rituales abluciones matutinas y vespertinas, poner en  orden sus cosas, contar su dinero, llamar a alguna amistad y poco más.

¿Lee?

A lo sumo el periódico, siempre y sólo por encima, los titulares, a partir de la tercera página, o sea, a partir de la cuarta página del Tages Anzeiger, que es el tabloide que Anita, compra, hojea y ojea a diario.

–Hoy no hay nada interesante. Habla de  Golda Meir, pero no explica nada nuevo. A lo sumo, este dicho yidish: «si mi suegra tuviera ruedas sería una carrroza».

Lo de Israel no tiene solución. Allí no se puede vivir y a la larga…

–¿Qué pasará a la larga… –le lanzo con intención de iniciar un diálogo.

–Pues que el Estado de Israel es inviable. Una dama muy importante, con muchísimo dinero, amiga mía, me viene diciendo desde tiempo que cuando los lobbies sionistas de Sudáfrica, Canadá  y Estados Unidos se cansen de enviar dinero, todo se vendrá  abajo.

–Es posible. Pero en Israel hay una sociedad con muchas ganas de luchar. Los jóvenes que llegan del Este, entre los que abundan los militares, están organizando las fuerzas de seguridad. Israel tiene el ejército más poderoso de la región; el mejor ejército del mundo en términos de organización y eficacia.

–Sí, todo eso y mucho más es cierto. Pero no se puede mantener. Lamentablemente. ¿Cuánto durará? Nadie lo sabe.

–Yo creo que, de momento, la última palabra la tiene Estados Unidos, y Estados Unidos ha decidido potenciar y apoyar a Israel.

Anita no contesta. Se pone a mirar la televisión.  Un programa de variedades y gente guapa. Entonces me dice:

–Ven a verlo. Te gustará.

Digo que sí con la cabeza y voy a sentarme a su lado. Me siento, y, como es sabido, de la proximidad nace el roce y del roce la intimidad.

La vida con Anita es agradable, aunque sin duda falta ilusión. Al menos por mi parte. El cambio ha sido brusco, demasiado  brusco. Salí corriendo de la Hohlstrasse y me  refugié en casa de Anita pensando, más allá de la aventura, en la esperanza de iniciar una nueva vida o, al menos, una nueva etapa.  De momento, todo en orden. Ella se levanta a las ocho y media y abre su boutique, según tiempo atmosférico y humor femenino, entre las nueve y las diez de la mañana. Yo sigo levantándome en torno a las seis, pues tengo un largo viaje con el autobús hasta la fábrica de cojinetes de Oerlikon, donde ahora redacto y preparo cartas de envío y documentación varia en alemán, inglés y español. El trabajo no está mal, el sueldo es ahora aceptable, pues permite vivir con cierta dignidad. Además, mi jefe, Herr Wiederkehr, está contento conmigo y se alegra de  que todo se haya arreglado.

Él tiene sus planes y yo los míos. Él quiere que me quede y me nacionalice. Este es el país más avanzado de Europa y tal vez del mundo, donde mejor se vive, donde más se gana, donde…

Mis planes son otros, muy otros. Primero, me gustaría tener una actividad laboral y profesional relacionada con la cultura.  Segundo, no tengo intenciones de permanecer en este país, que me discrimina y me humilla, que discrimina y humilla a todo ser humano que llega del sur y, según los nativos, es inferior…

Es sábado noche. Salgo a cenar con Anita. Un restaurante de medio pelo con cierto protocolo. La comida es buena, el servicio  aceptable. Hablamos. A ella le gustaría ir de vacaciones a Inglaterra. Le digo que con el idioma no habrá problemas. Se siente ofendida. Rectifico.

–Podemos empezar a practicar.

–Sí, claro, pero sobre todo a ahorrar.

–Depende del tiempo que quieras estar allí.

–Hombre, pues dos o tres semanas.

–De acuerdo. Iré a una agencia y preguntaré precios.

–Creo que lo mejor es todo incluido, Pauschalpreis, viaje en avión y estancia de tres semanas para dos personas en un hotel de     primera.

–Anita, la verdad es que no estoy acostumbrado a tantos lujos.   Yo, con una pensión o un hotel de tercera,  me conformo.

–Bueno, tú déjame a mí…

Y la dejo. De modo que vivo como invitado en su casa, donde soy tratado a cuerpo de rey. Durante la semana trabajamos; los fines de semana salimos y entramos.

Aun así, hago alguna escapada furtiva al Select, al club  de ajedrez de los burgueses, incluso al Odeon, donde han hecho acto de presencia las primeras oleadas de hippies.

Y llega la música de los Beatles. Yesterday  es una canción memorable.

En el club de ajedrez leo un mensaje colgado en el tablón de  anuncios: «Suche Schachmeister. Theorie und Praxis» Telefon: 5 34 00 23. Robert Steiner». Que literalmente significa: «Busco maestro de ajedrez. Teoría y práctica. Teléfono… Robert Steiner». Pregunto a un asiduo de sus salones y su sala de  juego. Y me informa:

–Es un chico inteligente. Un poco ido, pero inofensivo. Estudió matemáticas y filosofía y no sé qué más. Es inteligente,  demasiado inteligente. Alguna vez viene por aquí, pero no habla con nadie. Dicen que se le murió la madre, a la que estaba muy unido, pues no había tenido padre, y desde entonces vive en otro mundo. El mundo de sus ideas, de sus sueños, ahora el mundo del ajedrez, mañana…

–Mientras no sea agresivo…

–Eso sí se lo puedo asegurar. En absoluto…

–¿Y tiene dinero para pagar un profesor particular?

–El dinero no es problema para él. Tiene más del que necesita… Estoy convencido de que se entenderá con él.

–Muchas gracias, Herr Langescheidt.

Cuando llego a casa, intento explicarle a Anita mi nuevo proyecto, pero  se me adelanta:

–Tienes visita.

Es mi amigo Essig, el mismo que me rescató de las garras de Hacienda y la policía. Saludos de rigor. Naturalmente, con reticencias por mi parte. No quiero hablar de ciertas cosas  en presencia de Anita. Él lo capta, ella también. Rompo:

–Podemos ir a tomar una cerveza. Anita tiene trabajo. Ya sabes, sus cosas, cosas de mujeres… Essig se despide:

–Mucho gusto, señora…

–Mayer.

–Lo dicho, mucho gusto, señora Mayer.

Mi intención es cortar con el pasado y no meter a Anita en él. Essig, siempre agudo, lo capta al vuelo. Y está de acuerdo. Entramos en un Tea Room casi vacío, silencioso, en penumbra.

–¿Qué desea, Herr Essig?

–Un café, por favor. La noche pasada dormí poco. Ya le contaré.

–Estoy en ascuas.

–Me refería a otra cosa. Lo suyo está arreglado. O casi. Ahora  sólo hay que esperar y no cometer ningún error, ni por asomo.

–Lo entiendo. Y estoy dispuesto a seguir al pie de la letra sus instrucciones.

–Resumiendo. El funcionario de Hacienda con el que he tratado todo el asunto, Herr Braunfels, nos ha dado una solución. Usted pagará a Hacienda un total de tres mil ochocientos francos suizos y recuperará su pasaporte. En esa cantidad están incluidas: la deuda al Fisco y la penalización por los trabajos clandestinos… Ya sabe.

–¿Y mi pasaporte?

–Lo tendrás tan pronto como retiren de su cuenta el dinero adeudado. La cantidad que le he dicho. Lo mío son mil francos, de modo que le quedarán aún unos trescientos.

–Pues muy bien. Nos iremos a cenar. Yo invitaré a Anita. Y usted, ¿tiene alguna clienta para la ocasión?

–Ya pensaré. No me será difícil encontrarla. Además, si no encuentro ninguna, mejor para mí. Como usted sabe, como por dos.  Y, antes de que se me olvide, dos advertencias importantes: Primera.    Que sepa que está en libertad vigilada. El Maspoli aquel no quería que dejaran al español en libertad. Quería que lo encerraran en la cárcel y a continuación lo deportaran. La acusación más grave no era el asunto de Hacienda, fraude al Fisco, y tampoco las relaciones económicas con personas del Este. Lo más grave para el agente Maspoli, como para toda la policía helvética,  eran sus contactos  con los socialistas italianos. Dicen que son agentes comunistas y están aquí, en la Confederación, para organizar la revolución…  Mucho cuidado, amigo español. Esta vez se ha salvado porque su jefe en la fábrica de Oerlikon ha apostado por usted:  es  un buen trabajador, y aquí eso cuenta mucho…

–De acuerdo. No les defraudaré ni a él ni a usted, aunque sólo sea por la cuenta que me tiene. Y, a propósito, ¿qué le digo ahora a Anita?

–Muy sencillo. Que nos conocemos del Select, del ajedrez y todo eso. Los miembros de nuestra tertulia tienen fama de anticomunistas radicales. De hecho algunos nos conocen como los «Enemigos del Gulag».

En efecto, Anita acepta de buen grado la explicación: son amigos del Select, jugadores de ajedrez, intelectuales de cuño ácrata y anticomunistas. No hay ningún peligro.

Aun así, la mujer recela. Está pendiente del teléfono, de la correspondencia, del inquilino del tercero  primera, del que se dice que en realidad no es funcionario del ayuntamiento sino agente de la policía. A ver si le dice algo. En otro caso, siempre le queda el recurso de abordarle y preguntarle. En tiempos pasados fueron amigos, antes de que él se casara.

Salimos. Anita me habla de sus proyectos. Quiere pasárselo bien. Disfrutar de la vida. Vivir el día, vivir al día.

Es sábado noche. Essig al teléfono.

–Ya puedes pasar por la comisaría a recoger el pasaporte. Pregunta por Herr Braunfels. He hablado con él. Me ha insistido en que no te metas en líos de política, sobre todo eso. En la cuenta del Kantonalbank te quedan exactamente trescientos treinta y cinco  francos. Yo te haré un recibo, no factura. También me ha dicho con insistencia que procure  estar usted siempre localizable. Cabe la posibilidad de que le hagan alguna visita por sorpresa o alguna llamada. Por lo visto, es la norma en  estos casos. Repito,  ha  tenido usted mucha suerte. El Maspoli insistió hasta el último momento en que había que encerrarle o deportarle.  No se ha salido con la suya, pero está al acecho…

–Muchas gracias por todo, Herr Essig. Prometo tener en cuenta lo que me dice  y, en lo que me concierne, cumplirlo. No me queda otra alternativa.

Días después acudo a la agencia del Kantonalbank en Helvetiaplatz. Efectivamente, la cuenta está disponible. En total hay trescientos treinta y cinco francos. Y la libertad, libertad vigilada, pero libertad. En comisaría me entregan el pasaporte. Sin comentarios.

–Aufwiedersehn!

–Aufwiedersehn!

Intento concentrarme en el trabajo. Anita dice que estoy más alegre, y se alegra. La mujer sigue con sus proyectos. De vez en cuando habla de su herencia. Unas veces lo ve todo al alcance de la mano, otras, lejano, muy lejano, imposible. Si tuviera hijos…

¿Una insinuación?

No lo sé. Una cosa tiene clara Anita. Al abogado no va a darle ni un franco de su bolsillo. Lo que quiera se lo tiene que ganar. Le pagará cuando cobre. Así están las cosas.

El domingo, 15 de abril de 1965, recibo una llamada telefónica de Robert Steiner, el genio de las matemáticas. Que si nos podemos ver. Naturalmente que sí.

–Herr Steiner, dígame usted dónde y cuándo. Yo estoy libre a partir de las seis de la tarde durante la semana…

–Entonces, mejor el sábado. Tendremos más tiempo.

–De acuerdo. Si le parece bien, a las 11,30 en el Mövenpick de la Neumünsterstrasse. ¿Sabe dónde está? Estudiaremos el plan de trabajo…

–Sí, he estado alguna vez.

–¡Hasta el sábado!

Se lo digo a Anita y Anita me dice  en seguida que le invite a cenar un día cualquiera o a comer un domingo.

Robert Steiner es un hombre de edad imprecisa, entre los treinta y cinco y las cuarenta y cinco años, rubio, delgado, alto pero sin exceso. Lleva unas lentes finas, casi invisibles si no fuera por la huella de su miopía en los cristales. Dada su manera de mirar, uno podría pensar que se asoma al mundo y su realidad desde una atalaya, la atalaya de su cabeza. Sus facciones son equilibradas, simétricas, sin atisbo, sesgo o ramalazo de excentricidad, peculiaridad o anomalía en su mente. Es cierto que parece ausente o distante,  como si las palabras de otras   personas le llegaran con retraso o tuvieran un significado distinto para él y se viera obligado a procesarlas lentamente, muy lenta y minuciosamente. Su allure tiene algo de danza. Juraría  que no pisa el suelo, lo roza levemente, lo acaricia  y se desliza sobre él como si estuviera  libre del peso de la gravedad.

Robert Steiner llega puntualmente a la 11’30. Saluda con una venia ritual y muy ceremoniosa. Nos sentamos frente a frente.

–¿Qué desea tomar, Herr Steiner?

–Pues un té o, mejor, un vaso de leche caliente, bueno, cualquier cosa que no contenga alcohol…

–Muy bien, yo, si no le importa, me tomaré una cerveza Carlsberg,  la mejor cerveza del mundo, dicen…

–Para mí todas son iguales, pues nunca bebo alcohol.

–Perfecto. ¡Quién pudiera decir y hacer lo mismo!

–Bueno, vayamos a lo nuestro.

–Tiene usted razón, Herr Steiner. A propósito, hubo un gran jugador que se llamaba así. ¿Tiene usted alguna relación familiar con él?

–Me temo que no. Ni su nombre ni sus partidas.. Acaso debería investigar mi genealogía…, pero ahora no tengo tiempo, tampoco humor.

-Volviendo a nuestro tema. ¿Que proyectos tiene usted? ¿Y  en qué puedo ayudarle? ¿Se trata de una propuesta profesional-laboral o sólo de una sugerencia amistosa sin dinero de por medio?

–Yo me lo he planteado como un proyecto serio y un acuerdo serio.  Le puedo pagar hasta cincuenta francos suizos por sesión, de una a tres sesiones por semana.

–¿Y cuándo se supone que debe durar una sesión?

–De una hora o menos como mínimo  a tres horas como máximo. Dependerá del humor. En cualquier caso, debemos mantener el compromiso.  Si alguna vez no hay sesión de ajedrez por culpa mía, salvo que sea   una enfermedad grave, le abonaré sus honorarios, los cincuenta francos pactados.

–De acuerdo, Herr Steiner. ¿Y qué pasa si el que no cumple soy yo?

–Pues nada, absolutamente nada. Todo lo que tiene que hacer es avisarme con la debida antelación, si le es posible.

Herr Steiner tiene las ideas claras. Sabe lo que quiere y ya tiene pensado lo que está dispuesto a pagar. Empezaremos con una sesión por semana, los sábados a partir de las once de la mañana ¿Dónde? Le sugiero un restaurante blanco, alkoholfrei, situado junto a la iglesia adventista de Sankt Jakob. Silencio, recogimiento y buenas palabras. Pregunta:

–¿Podremos jugar con tablero?

–Sí, sí, estoy harto de ver alli gente jugando. Yo mismo he jugado. En general son muchachos con cara de seminaristas y feligreses. Kein Problem!

–Entonces, si le parece bien empezaremos el sábado próximo, día  20 de abril. Lo anotaré en mi agenda por razones de contabilidad. Nos sentaremos junto a la mesa del fondo, naturalmente  siempre  que sea posible…

–Yo traeré un juego portátil –piezas y tablero– y veremos cómo funciona…

Después de comentar algunos detalles complementarios del proyecto, nos despedimos con pocas palabras y aún menos protocolo. El muchacho es un ser decididamente singular. Cuando llego a casa se lo cuento a Anita, que en seguida se muestra interesada e intrigada. Quiere conocer detalles del personaje. Más que sus títulos y habilidades, le interesan cosas como la posición  socio-económica de su familia y de él mismo.

–¿Y cómo dices que se llama ese intelectual que has conocido?

–Robert Steiner.

–Steiner, Steiner. Ya veré qué averiguo. Un día, si te parece, puedes invitarle a… y así lo conoceré.

–Gracias, pero antes tenemos que ver en qué quedan las clases de ajedrez. Yo le he planteado el asunto como una actividad laboral.

–¿Y cuánto le has pedido?

–Cincuenta francos por sesión. Más adelante ya veremos. Primero tengo que ver si el asunto cuaja y, sobre todo, si el alumno tiene  posibilidades.

Las sesiones de ajedrez pueden ser una ayuda a mis siempre serias necesidades económicas, máxime ahora que parece que se está agotando la mina del Select y la industria de las traducciones no acaba de arrancar. De un lado, porque mi círculo de amistades es más bien reducido y, de otro, porque es una actividad clandestina y no estoy en condiciones, mi mucho menos, de tentar al demonio. Como fuente adicional de ingresos, las sesiones de ajedrez con el intelectual son menos prometedoras, pero, en contrapartida, no presentan riesgos, al menos de entrada.

Hablo con Anita y le pido que me asigne una cantidad mensual a pagar  en concepto de manutención y alejamiento. Me responde que, de momento, no corre prisa. Insisto y le digo que cada lunes le dejaré cien francos en la cocina. Naturalmente, siempre que esté de acuerdo.

–Como quieras. Ya hablaremos…

Llevo tres meses en casa de Anita, y la situación sigue siendo sumamente ambigua. Convivimos pero nuestras relaciones no están definidas. ¿Formamos una pareja al uso? ¿Soy un invitado  a todos los efectos o simplemente un huésped con sus derechos y sus obligaciones?

Anita no me contesta. Sigue mostrándose tan cariñosa y atenta como el primer día, sigue pendiente de mis necesidades, se interesa por mi situación en la oficina de Oerlikon, en el barrio y en la sociedad en general, pero siempre desde una posición distante, incluso en los momentos y las situaciones de intimidad.

¿Será su manera de ser?

Las sesiones de ajedrez con el intelectual en el restaurante   sin alcohol siguen adelante. Ahora, para entendernos,  los dos lo llamamos la sacristía de Sankt Jakobskirche.

El primer día, Steiner trajo una especie de programa de trabajo que, a ser posible, debíamos respetar y desarrollar. Aperturas y defensas con sus correspondientes variantes. Acciones tácticas en el medio juego. Finales: finales de torres y peones, finales de peones, finales de piezas menores y peones; finales de damas, finales de damas y torres, finales de damas y piezas menores, finales de damas, torres, piezas menores y peones. El programa terminaba con quinientas partidas de grandes maestros actuales y no actuales que debíamos reproducir y analizar sobre la marcha, pero aún tenía un colofón: quinientos finales que Steiner quería memorizar, pues, según sus palabras, se presentaban a menudo en la partida viva y respondían a esquemas que, por ser prácticamente fijos y constantes, servían de referencia. Para asentar la validez de su propuesta me dijo, poco menos que con sigilo, que Petrosian, actual campeón del mundo, tenía en su cabeza un total de ochocientos finales.

–¿Ochocientos finales?

–Eso he dicho. Yo quiero superarle. Y ser campeón del mundo.

Ahora lo entiendo. Steiner quiere ser campeón del mundo y me ha elegido como sparring. ¿Y a quién le voy yo con semejante historia? Evidentemente, no a Anita.

La mujer no tarda en ponerse a indagar. Indaga   y me cuenta. Pero antes quiere saber de qué hablamos en las sesiones de ajedrez. Así podrá completar el retrato  del intelectual.

–Sencillamente hablamos de cosas del juego. Líneas y variantes. Él  sigue un esquema metódico, cartesiano, mecanicista. Nada de filosofías, nada de teorías psicológicas sobre la partida y sus agentes-protagonistas. Steiner dice que el conocimiento está hecho de datos, datos concretos, a ser posible unidades discretas, quantum, quanta. Le repugna la metafísica. O le da miedo…

–Para, para. No entiendo muy bien lo que dices, pero me hago una idea… Digamos que le gusta lo concreto. ¿No es eso?

–Sí, eso. Y de ahí no sale. Siempre sigue el mismo orden. Se sienta, abre su agenda, toma un libro en sus manos. Recita. Cuando llega la Serviertochter pide lo mío, lo suyo y se procura el dinero para pagar. Paga. Iniciamos la sesión. De vez en cuando levanta la mirada y contempla la escena. Normamente terminamos a las doce en punto. Entonces se pone en pie. Su palabra es siempre: Schluss! Y me entrega los cincuenta francos.

–¿Cincuenta francos por jugar con esas figuritas? Pues no está mal.

–Bien dicho, no está mal.

–A mi tampoco me ha ido mal. Ahora sé que su señora madre, Madame  Steiner-De la Boëtie, se casó con un banquero de Ginebra que, al morir allá por el año 1944, le dejó una fortuna incuantificable.  De su mantenimiento y control se cuida ahora  un tal Stadler, Herr Stadler, albacea de la difunta dama. Parece ser que el joven intelectual tiene una asignación vitalicia de veinte mil dólares mensuales. Vive en  la mansión que fue siempre de la familia, pero hace vida aparte,  por su cuenta. Se dice que a raíz de la muerte de su madre quedó trastornado y vaga por la mansión y sus jardines como alma en pena. No le interesa el dinero. Y como no le interesa el dinero, el administrador está pendiente de la vida y la salud del susodicho, que, como es sabido, no está casado ni piensa casarse. Se sabe que hay por ahí una sobrina del padre, el banquero ginebrino, pero el astuto administrador está convencido de que podrá ignorarla y excluirla de la línea sucesoria y por lo tanto del reparto, de modo que, cuando falte el intelectual, tal vez incluso antes, pueda canalizar el caudal con todos sus aportes hacia la cuenta que tiene en el Dresdner Bank. Naturalmente, la cuenta está a nombre de él y de su hijo.

–Bonita jugada. ¿Y qué dice el intelectual a todo eso?

–Nada. Absolutamente nada. Ni se entera ni quiere enterarse. No le interesa el dinero de la familia o, si se prefiere, del padre, porque dice que es dinero usurpado de manera ilćita. Y como él ya tiene lo que necesita y más, no se preocupa. Nunca habla de dinero. Bueno, en realidad no habla ni de dinero ni de nada. No tiene amigos. Al menos no se le conocen. Tenía, eso sí, una amiguita o concubina, guapa por cierto. También dicen que visita regularmente la mansión Recamier, un prostíbulo de alto standing al que sólo se accede por recomendación.

–Interesante, interesante. ¿Y cómo te has enterado de todo eso?

–Contactos, amigo español, buenos contactos. Los contactos son información y la información es poder.

No contesto. Anita me mira. La amistad con Robert Steiner puede marcar un cambio en mi vida. Y tal vez también en mi relación con ella. La veo muy atenta a la jugada y al desarrollo de la partida…

Steiner y yo seguimos con las sesiones de ajedrez, de once a doce de la mañana, siempre en sábado, siempre en la sacristía de   Sankt Jakobskirche, siempre en la mesa del fondo, siempre solos, siempre sin mirones, sin Kibitze.

Anita me pregunta de vez en cuando cómo va la partida, y quién gana, y cuándo va a terminar, y quién va a ganar, y si vamos a jugar otra u otras. Y me mira con malicia. Anita también  juega su partida…, aunque a veces dice que está muy a gusto conmigo e incluso que me quiere…

Pero una tarde, cuando llego de Oerlikon, a eso de las seis, la veo hablando junto a la puerta de entrada con el inquilino del tercero primera. En su buzón, el inquilino figura como Erik Röhmer,  funcionario municipal, pero yo me he maliciado siempre que es policía, un agente de la secreta con alma de detective. Tiene cara de pocos amigos. No debe faltarle mucho para jubilarse. En cualquier caso,  se deja ver poco por el barrio, a veces habla con algún vecino, lo observa todo, siempre à la nonchalante. ¿Deformación profesional?

Anita me da las gracias por el dinero, la aportación semanal que le dejo, de lunes a lunes, en la cocina con un ritual, acaso protocolario, Ich liebe Dich escrito en un papel. Ella se levanta más tarde y llega a casa también más tarde. Puede decirse que durante la semana cada uno va a su trajín diario y la intimidad queda reservada a los fines de semana, salidas y entradas.

Anita no es exigente, si acaso con su make-up y con sus modelitos. La encanta mirarse y que la miren. Las mujeres por un motivo, los hombres por otro. La aterran las canas y las arrugas de la cara. Su rito diario empieza por las pestañas y, en invierno, termina con los leotardos. Le gustan que le digan que es guapa,  elegante, distinguida, que tiene eso que llaman sex-appel, pero no el sex-appeal de la zorra o de la gata. Ella busca   y cultiva el sex-appeal de la distinción, incluso de la superioridad femenina.

Hoy, viernes, llega a casa con ganas de hablar y contar. El negocio parece que le ha ido bien. Y ha cultivado sus relaciones con damas distinguidas o presuntamente distinguidas. Naturalmente, a ella lo que le interesa es que hagan honor al rango económico-social que les asigna con la inteligente colaboración de su ayudanta. Lo que deja no se deja. O, si se prefiere, sólo se deja lo que no deja.

Anita ha averiguado muchas más cosas de Madame Steiner-De la Boëtie, tantas como para llenar un libro tan grueso como el listín telefónico de Birkendorf. Relaciones sociales de alto rango y, sobre todo, dinero, mucho dinero. Su hijo, el intelectual y jugador de ajedrez, un caso perdido; no cuenta en los trajines del patrimonio.

No me atrevo a preguntar a mi Freundin, concubina y confidente si ha hablado con el policía, camuflado socialmente como funcionario municipal, del tercero primera. Pero ella se percata de que sigo la jugada. Sobre todo desde que los sorprendí hablando –tal vez intrigando– en la puerta de entrada. Aun así, en un descuido, canta:

–Herr Röhmer, me explica a veces cosas de interés. Por ejemplo, la historia de la familia del intelectual y la historia del propio intelectual.

–¿Y de mí, te ha contado algo? De momento, poca cosa. Que en su opinión eres un buen chico.

Nada más formular la pregunta, me doy cuenta de que he metido la pata, pues, en cuanto la ha captado, Anita hace instintivamente un movimiento con los ojos que viene a decirme: «Pues es cierto, me has dado una idea».

A partir de ese mismo momento sigo con atención y recelo sus movimientos, sus entradas y salidas, las llamadas telefónicas que  entran y salen de nuestro apartamento, que es suyo, en especial las que tiene y mantiene con el policía-funcionario y, de ahora en adelante, detective.

¿Qué más puedo hacer?

Las sesiones de ajedrez con el joven Steiner siguen adelante. Llevamos unos tres meses. Es hora de hacer balance. Lo hago y le explico:

–Mira, Robert, a mi modo de ver, tú eres el maestro, yo el alumno. Tú te mueves en un plano al que yo todavía no he llegado y, posiblemente, no llegue en toda mi vida. Eso quiere decir que, a lo sumo, puedo actuar como acompañante y sparring tuyo. Lo demás sería una estafa o un intento de estafa por mi parte…

–Creo, lieber Spanier, que te minusvaloras y me sobrevaloras. En la práctica, todo es mucho más sencillo. Tenemos un programa de trabajo, un método y un tablero con las piezas correspondientes. Todo lo que hay que hacer es seguir el camino iniciado. En filosofía todo son teorías, algo así como un magma o un continuum difícil de delimitar y cuantificar. En las ciencias exactas, por el contrario, se trabaja con datos y los datos son unidades discretas. El que más datos tiene acumulados en la cabeza es el que más sabe.

–Lo entiendo o trato de entenderlo y aceptarlo, pero me resulta muy duro, pues no tengo mentalidad científica, matemática, cuantitativa.

–Es posible que realmente sea así, pero analizar consiste precisamente en eso: en desmenuzar, en triturar la realidad hasta convertirla en papilla idónea para la boca y la cabeza.

–Claro, claro…

–El problema radica en que, una vez desmenuzada, triturada y analizada la realidad -–en rigor, siempre una parte de ella–, hay que recomponer esa realidad y reintegrarla en el mundo y en el lugar  que antes ocupaba en él. Como si nada hubiera ocurrido. Ese es, a mi modo de ver, el problema que plantea das Ding an sich. No das Ding an sich como realidad sino como concepto operativo. Aquello que se toca, y en este caso aquello que se percibe, deja de ser lo que era  y pasa a ser lo que es.

–A su modo, eso es lo que dijo Heráclito.

–Muy cierto. Y, por eso, Jahvé habla y dice: «Yo soy el que soy».  Sin tiempo, fuera del tiempo. En el ámbito de lo contingente lo   único que persiste es el cambio, manifestación necesaria de la naturaleza contingente.

–Y entonces, ¿qué hacemos?

–No sé. Lo único que puedo decirte es lo que yo pienso y lo que yo hago.

–Por favor, continúa.

–A mi modo de ver o, al menos, de acuerdo con lo que yo entiendo,  lo contingente supone necesariamente la existencia de algo no contingente. En el ámbito de nuestra manera de pensar, si existe algo es porque siempre ha existido algo.

–¡Dios!

–Claro, claro. Eso es lo que yo pienso. Lo que no sabemos, y acaso no podamos saber, es si nuestra manera de razonar es correcta, si sus conclusiones son necesarias o son aporías del lenguaje humano, un lenguaje retórico y poco preciso.

–Algo parecido he pensado yo también, aunque últimamente me inclino a aventurar  que el camino del conocimiento es el marcado por las ciencias físicas, las ciencias de la realidad  mensurable y cuantificable. Es más fácil concebir un universo físico sin metafísica que una metafísica sin universo físico.

La conversación con Steiner ha tomado un giro imprevisible. Recapacito y decido alejarme de esos terrenos. Al menos, siempre que esté en mis manos. Como, por ejemplo, ahora.

–¿Lo dejamos por hoy?

–De acuerdo. A mí también me cargan esas ideas. Son como una pesadilla.

–Para la semana que viene preparé la defensa siciliana. Variantes   más jugadas por los grandes maestros en los últimos años. Desde Naidorf hasta Bronstein.

–Me parece muy bien.

Cuando está a punto de despedirse, Steiner mira su reloj y me dice:

–Todavía tengo media hora… ¿Conoces la historia de Schachnovelle,  el jugador que jugaba consigo mismo con las piezas blancas y con las piezas negras y estuvo a punto de volverse loco?

–Conozo la historia. Y puedo decirte que si no terminó loco fue porque Stefan Zweig, autor de la novelita, no quiso. Además, yo conocí a alguien que, cuando estaba en la cama y no podía dormir,  imaginaba que en el techo de su habitación había un tablero con una partida suya. Y el pobre hombre se pasaba la noche  jugando y  analizando variante tras variante hasta que conseguía ganar la partida e imponerse a su contrincante. Naturalmente, siempre ganaba y siempre perdía, con lo que tenía motivos para estar contento y estar enfadado consigo mismo…

–Divertido, realmente divertido. Buenas tardes, Herr Spanier…

–Aufwiedersehn, Herr Enzyklopedist!

Aún no son las dos de la tarde. Camino siguiendo el curso del río en dirección a casa. Pienso en mi nueva situación. La amistad con Steiner me ha proporcionado una fuente de enriquecimiento intelectual y una pequeña ayuda económica. El trabajo en la fábrica de Oerlikon sigue su curso, ya dentro de una rutina que no me satisface, pues no tengo muchas posibilidades de aprender. Además, el trabajo en sí exige dedicación, mucha dedicación: dedicación en horas y dedicación en forma de entrega. La relación con Anita ha entrado en una fase de normalidad, pero últimamente presenta indicios de cierto debilitamiento. La mujer sigue mostrándose cariñosa conmigo, pero en su mirada hay cierta reserva.

¿Qué le habrá contado el funcionario-policía del tercero primera?

Decido hablar con mi buen amigo Essig. Voy al Select, no está, me acercó a su estudio de la Neumünstergasse, llamo, está.

–Un momento. Le abro. Es el portero con su campanilla.

Essig se alegra de verme. Me pregunta cómo va todo. Mi nueva vida. Mi nueva relación femenina. Le explico lo de las sesiones de ajedrez. Conoce a Robert Steiner. De oídas. Sólo de oídas. Han coincidido en alguna conferencia, en alguna sesión de teatro.

–Es un ser totalmente inofensivo. Vive en otro mundo. Un mundo superior. Y, como tiene dinero, no tiene problemas.

–Estoy de acuerdo con usted, Herr Essig. Pero si he venido a verle no es por eso, no es por Herr Steiner.  Es por un pálpito o un soplo.

–No le entiendo.

–Muy sencillo. En el edificio donde vivo con Anita vive también un policía. Se hace pasar por funcionario municipal pero es agente de la secreta. Se ve que le han contado algo sobre mí y ahora el hombre se dedica a espiarme y controlarme. A distancia, claro. A veces habla por teléfono con Anita. O se ven en la escalera, en el ascensor. Es lo que sé hasta ahora…

–Considero que eso, en sí mismo, puede ser molesto pero no es grave. Lo que tienes que hacer es no moverte.  No huir ni caer presa del pánico. En cualquier caso, creo que deberías hacer como si la cosa no fuera contigo. Transmitirles la impresión de que ni sabes nada ni te preocupa lo que hagan.

–Creo que ese plan está muy bien y lo voy a seguir. Otra cosa será lo que decida hacer en mi cabeza. Tengo que prepararme para lo peor.

–¿Qué quiere decir?

–Pues que no estoy dispuesto a que me cacen, después de lo que he  pasado y a la vista de lo que podría pasarme.

–Lo entiendo, pero no se lo aconsejo…

–¿Y qué me aconseja usted? ¿Que me deje atrapar como una rata? No, gracias.

Essig se encoge de hombros, se vuelve y me dice adiós, como si pensara que ha hecho lo que debía y podía.

Ahora Anita se muestra especialmente cariñosa conmigo. La presencia de Robert Steiner ha estimulado su instinto femenino y, muy concretamente, su deseo de codearse con miembros de la alta burguesía local. Me pregunta de qué hablamos, que no sea ajedrez, y cuando le digo que nuestras conversaciones son muy raras, corta y va al grano.

–Invítale a cenar aquí, con nosotros, un sábado o a comer un domingo. De paso le preguntas qué plato le gusta en especial.

–Procuraré hacerlo. No te lo aseguro. A mi esas cosas no me van…

Dejo a Anita con la palabra en la boca, cosa que, además de estar mal, es peligrosa. ¿Una mujer contrariada?

En la siguiente sesión ajedrecística, maestro y ayudante o sparring hablan de algunos grandes maestros del tablero y su personalidad, de  filosofía y política, concretamente de Martin Heidegger, de religión y política, concretamente de Pío XII, el papa Pacelli, de sociedad y solciología, concretamente de la sociedad civil alemana y su actuación bajo el nazismo y durante la guerra, cuyas huellas aún pueden verse en las ciudades, en los campos y en las personas,  concretamente en sus ojos…

El sparring  vuelve al juego  y suelta:

–David Bronstein, agudo jugador y eterno perdedor, sostiene que cuando dos personas hacen la misma jugada, esa jugada no es la misma, pues el estado de ánimo de cada una de ellas  es distinto.

–Evidente, evidente. ¿También a efectos prácticos?

–También a efectos prácticos, pues, a partir de esa jugada, la partida seguirá su propio curso en cada caso concreto y real. Dos personas han coincidido tangencialmente en un punto espacio-temporal, eso es  todo.

–Como en la vida, como las personas en sus relaciones unas con otras…

–Lo entiendo, pero no estoy seguro de que sea así, quiero decir,  no estoy seguro de que sea siempre así y sólo así.

–Digamos que entre dos personas, por lo común de diferente sexo,   puede haber, y de hecho hay en ocasiones, eso que llamamos intimidad. Ahí el ser humano queda prendido y deja de estar solo.

–¿Te refieres a eso que llaman amor?

–Sí, a eso, aunque yo rara vez utilizo tal palabra. Su campo de aplicación me parece excesivamente amplio, y, por eso mismo, creo que no es siempre correcto. En cualquier caso, a mi modo de ver no todo lo que llamamos amor responde a la misma genealogía, a la misma dinámica, ni siquiera al mismo instinto…

–Al mismo instinto, sí. En lo demás cabe la posibilidad de que tengas razón. Naturalmente, con permiso de Sigmund Freud.

–Cierto. Podemos entender que hay un instinto básico que, al manifestarse y desarrollarse, se diversifica. Eso es lo que vemos y sabemos.

–O lo que creemos ver y creemos saber…

–Martin Heidegger lo tuvo más fácil. Se subió al carro del vencedor y predicó la llegada del superhombre –der Übermensch– y, cuando vio que se había equivocado, se aferró a su orgullo y se enrocó.

–Muy bien dicho: ¡se enrocó!

–En definitiva, eso es un lujo. No todos pueden hacerlo…

–Claro, tienen que coincidir ciertas cualidades subjetivas y ciertas condiciones o circunstancias objetivas…

–Eso nos dice también que, por ejemplo, la personalidad puede entenderse no sólo como identidad y forma de ser indeleble y persistente sino también como coraza y máscara.

–Según las circunstancias, más coraza que máscara o más máscara que coraza.

–Esa es la esencia de la alienación.

–El ser humano es un ser alienado por el pecado original y a partir del pecado original. Un ser con dos personalidades, dos máscaras, dos corazas…

–Y, por eso, cuanto más falso es un ser humano, más auténtico es.

–En cualquier caso, el ser humano no tiene conciencia de su condición. No quiere tenerla.

–Tú lo has dicho. Tampoco Heidegger. Tampoco Eugenio Pacelli, Pío XII.

–Pío XII era un asceta. Pertenecía a un tipo humano que solía darse entre los clérigos que conocí en mi infancia. Seres embutidos en sotanas que en realidad eran sayones, seres   sumamente severos consigo mismos y con los demás, híbridos, sí, sexualmente híbridos. Represión, abstinencia y flagelación en nombre de la fe, en nombre de la religión, en nombre del catolicismo.

–¿Y Heidegger?

–A mi entender, Heidegger fue siempre nacionalsocialista. La superioridad del alemán, Herrenvolk, pueblo señor y pueblo de señores. En su primera etapa así lo hizo constar. En su segunda etapa, desde después de la guerra hasta su muerte en 1976, se refugió en su caparazón.  Como hombre,  no es precisamente un modelo de lealtad, de generosidad, si acaso de soberbia, soberbia irreductible.

–Ese es el Heidegger filósofo, ¿no es así?

–Sinceramente, creo que sí. La filosofía de Heidegger es la filosofía del ser, el ser como ente, ser en sí y para sí, como la cosa en sí y para sí, sólo que por decisión y, sobre todo, por superioridad  del yo. Cuando Heidegger habla del ser habla del  yo, de sí mismo. Yo y lo demás. Ser y tiempo es en realidad   ser y estar. O, más exactamente, ser del ser y estar del ser…

–Creo que lo comprendo. Pero Heidegger da a entender que, para los seres humanos,  todo termina con la muerte: Sein zum Tode…

–Así es; al menos, así lo veo yo…

La sesión de ajedrez de este sábado, quince de mayo  de 1965, termina bruscamente. Dejamos a los maestros del tablero, dejamos al filósofo del ser, al papa asceta, saludo a mi colega y me voy corriendo a casa. Anita tiene una sorpresa para mí.

–Sí, he hablado con el funcionario del tercero primera. No son cosas agradables. En resumen me ha venido a decir que estás en libertad vigilada. No se ha probado que hayas hecho algo malo,   pero hay indicios. Y me han pedido que colabore con la policía y que, si veo algo sospechoso, se lo comunique a nuestro vecino.       Parece que te tiene ganas.

–Y eso, ¿por qué?

–Pues, porque, de acuerdo con lo que sé y ya sabía, no puede ver a los extranjeros, concretamente a los del Sur, italianos, españoles, turcos  y comparsa. Lo suyo es un odio irrefrenable. Se ve que tenía una novia, una muchacha del país, y un siciliano la dejó embarazada. Luego ella dijo que la había violado,  pero  en el juicio no lo pudo demostrar y el siciliano se fue tranquilamente a su país. Eso ocurrió hace como diez años, pero  al policía no se le ha ido el odio.

–¿Y qué tengo que ver yo con el siciliano?

–Nada, absolutamente nada. Pero él dice que eres igual que él.   Físicamente, en la manera de hablar…

–Pero yo ni soy italiano ni he hablado italiano con él.

–No importa. Para él es así. Y no parece que vaya a cambiar.   De momento…

Las palabras de Anita me dejan sin aliento por unos istantes. Luego trato de ordenar mis ideas y establecer un plan de defensa, pero…

–En todo ese asunto tuyo con la policía, lo más grave no es precisamente lo de los impuestos, tampoco las relaciones con el aristócrata checo y un posible contrabando de divisas, sino tus contactos con los comunistas italianos.

–Anita, si me lo permites te diré una cosa: no eran comunistas, eran socialistas…

–Es lo mismo, todos son iguales. Y, además, yo no sé qué diferencia hay entre un socialista y un comunista. O un bolchevique…

–De acuerdo. Fueran comunistas o socialistas o, como tú dices, bolcheviques, eso ocurrió hace más de tres años. Nos veíamos y hablábamos porque trabajábamos en la misma fábrica. Todos se fueron a otros países. En estos momentos no sé ni qué hacen ni donde están… Debes creerme, mujer.

–No se trata de que te crea yo. Se trata de que te crea la policía. Y no estoy dispuesta a que el día menos pensado se presenten aquí dos agentes a las cuatro de la mañana y te lleven detenido…

–¡Menudo disparate!

–No hay disparate que valga. Eso es lo que me ha dicho el del tercero primera…

Como la discusión va alcanzando niveles peligrosos, corto.

–En cualquier caso, debes saber que te quiero, Anita. No tengo nada que ocultarte y no voy a perjudicarte…

Anita hace un mohín, un mohín femenino, un mohín con química:  coquetería, picardie y, ya junto a la cama, con pierna a la remanguillé.

Salto en el vacío. Mañana será otro día.

Repaso la situación. Repaso y repeso los peligros. Hablo con Essig. Comprende mi situación. Me aconseja. No hagas nada raro. Sigue tu vida. Concéntrate en el trabajo. Es importante. Lo más importante. Preguntarán a tu jefe. Su información es muy valiosa. Tenlo en cuenta. Probablemente también preguntarán al intelectual aristócrata. Tiene dinero. Influencia. Contactos. Amistades.  Medios. Llegado el momento, nos echará una mano. O las dos. Además tratarán de averiguar qué periódicos lees, qué libros tienes, quién te escribe, cómo se llama, desde dónde. Vigila tu correspondencia. Vigila el teléfono. Entradas. Salidas.    Si hay alguna novedad, llámame. O te llamo yo.

–Aufwiederhören.

–Aufwiederhören, Herr Essig.

No me tranquilizo, tampoco me muevo. Al menos, innecesariamente. Sólo de arriba abajo, de abajo arriba. La noche es larga. Da para eso y para mucho más.

Sigo con las sesiones de ajedrez. Steiner me trae un libro. Der Weg zu Nichts (Camino a la nada). Comentamos. El camino va de Heidegger a Nietzsche, pasando por la desintegración del ser, acaso de la realidad, al menos la realidad percibida. No me gusta el tema. Creo que no es ni bueno ni sano para mi amable profesor, tampoco para mí, agradecido discípulo suyo. Se lo digo. Sonríe. Lo acepta. Lo agradece. Decidimos escenificar una partida en vivo y en directo. Escenificar significa en este caso reproducir. Es una partida entre Lasker y Capablanca. Lasker anciano, Capablanca joven.

¿Quién gana?

Estamos en plena guerra fría. El bloque comunista aumenta su presión sobre Occidente. Las naciones fronterizas de Europa lo notan. Y reaccionan. Controles cada vez más rígidos. En la Confederación Helvética estuvieron a punto de imponer una dictadura militar por deseo expreso de los ciudadanos. Entonces se dijo que era la mejor manera de hacer frente a la amenaza nazi y la probable invasión del país por las tropas alemanas. Ahora, con una situación no menos amenazante, se vuelve a airear la idea. El macizo de San Gotardo es un búnker inmenso.

Todo eso, y muchísimas cosas más, me lo cuenta Steiner, que ahora, además de ser amigo mío, me aprecia y me valora. Y, cuando habla de mí, dice con orgullo: der gute Spanier…

Al parecer, ha dicho a su administrador que soy una de las pocas personas que le entienden.

Y, a decir verdad, no es fácil. Le entiendo, pero tengo que hacer un gran esfuerzo y, a menudo, usar escaleras. O quedarme a dormir a la intemperie, en una montaña cubierta de nieve, completamente solo. A punto de dar en loco y morir de soledad,       nunca de frío. Con Steiner, la cabeza me arde, parece que a cada momento  está a punto de estallar…

Anita no tiene esos problemas. Hablamos. Está más tranquila. El del tercero primera no da señales de vida. Está mudo. Se limita a vigilar. A seguir el rastro, la huella. Al parecer, los servicios secretos del país están concentrados en la amenaza comunista que viene del Este, como el viento. El Föhn.

Por la mañana, nada más levantarse, Anita me dice:

–Todo se arreglará… Y sonríe. Yo también.

Y me voy a trabajar.

Parece que he conseguido poner orden en mi vida y mis cosas. Ahora tengo que elaborar un plan de supervivencia y más allá. Sigo con la idea de escapar, de anticiparme a un nuevo zarpazo, a  una nueva maniobra del agente del tercero primero, el mismo que va diciendo por ahí que el español es un número, que no descansará hasta que lo vea en la cárcel o en tren con destino a España. Naturalmente, esposado. Y en esas está el agente Eric Röhmer, aunque, según mis informaciones, no es muy inteligente que digamos.

Anita también está más tranquila. Después de hablar varias veces con Essig ha recobrado la confianza en mí. Él la ha convencido de que soy un buen chico y llevo una vida ordenada. Y, sobre todo, trabajo, nunca falto a la cita.

Robert Steiner también ha contribuido decisivamente al nuevo clima. Para Anita, el intelectual es  una persona rica, influyente y distinguida, una auténtica personalidad. Eso significa que pertenece a la clase social a la que ella desea pertenecer y se empeña en pertenecer.

A causa de los últimos sobresaltos he dejado de acudir asiduamente el Odeon, también al club de ajedrez de los burgueses y, lo que es más lamentable, al Select con sus partidas de cinco minutos, con reloj, a dos francos, a tres francos, a cuatro francos, a cinco francos und so weiter, hasta treinta y dos francos, que ponía fin a la escalera y en el argot recibía el nombre de Paradisvogel, Ave del paraíso.

Aun así, Robert Steiner y yo seguimos con las sesiones de    ajedrez, que en realidad son conversaciones de temas diversos, desde  religión hasta política, pasando, claro está, por la filosofía   y la teología. Para mí, hablar con él es un enriquecimiento múltiple: de conceptos y de términos y expresiones lingüísticas.  Y así se lo hago saber en varias ocasiones.

Por todo ello, accedo a una insinuación de Anita y le invito  a cenar en nuestro apartamento, que en rigor es el de ella.  Siete de la tarde, domingo, 1 de junio de 1965. Ritual gastronómico y burgués. Anita, anfitriona y ama de casa, ha encargado  una cena completa para tres personas a un restaurante de prestigio. Servicio  esmerilado a domicilio. Con maître y camareros. Prescinde de  ellos, muy a su pesar. Ella quiere estar a la altura de las circunstancias. El papel le va. Evidentemente a mí, no.

Llega el ilustre invitado. Ocupa el lugar de honor. Trae un regalo para la señora anfitriona. Una diminuta figura de porcelana. Asegura que es china. Que tiene más de cien años. Que  perteneció a su madre, antes a su abuela,  antes a un antepasado suyo que fue cónsul o embajador en China, tal vez en Hong-kong  o en Peking. De eso hace ya como un siglo. Primera mitad del siglo XIX. Anita queda maravillada. Es un gran halago para ella.  Seguro que sacará partido a la joya.

En el curso de la cena, el intelectual habla, ella está pendiente de sus deseos. No me siento celoso, pues tengo el convencimiento  de que forma parte del rito.

Evidentemente, no sé ni qué comemos ni qué bebemos, pero puedo ver que el invitado engulle con visible fruición y premura, premura rayana en la gula y apenas contenida o disimulada. Para decepción mía, al intelectual le va la buena mesa…

¿Se ha venido  abajo mi ídolo?

A raíz de la cena me siento un poco decepcionado, pero después, cuando reanudamos las sesiones de ajedrez, compruebo que no ha quedado nada. Al menos nada visible, al menos nada permanente, al menos nada que deba o pueda preocuparme. A lo sumo, me viene a decir que nunca terminas de conocer a una persona. A un hombre, por unos motivos; a una mujer, por otros motivos.

En cambio, Anita me habla a menudo con elogio del intelectual Steiner. Claro que para espantar las moscas, siempre, o casi siempre, empieza diciendo:

–No es mi tipo. No me gustan los intelectuales. Son sosos. Hablan de cosas que sólo ellos entienden y sólo a ellos interesan. Además son lentos, distantes. ¿Qué puedo hacer yo con un intelectual?

La entiendo. Pero también entiendo a Steiner, que llega el sábado, 7 de junio, y, tan pronto como nos hemos instalado en nuestra Stammtisch de la sacristía de la iglesia de San Jacob,   me suelta con jubiloso sigilo:

–Herr Spanier, aquí tiene usted doscientos francos. Es su Stipendium por las clases de ajedrez correspondientes a todo el mes de junio. Mañana vuelo  a Zagreb, donde asistiré a un congreso internacional de matemáticos. Supongo que volveremos a vernos en julio, pues estoy muy interesado en continuar con las sesiones de ajedrez. He descubierto que el ajedrez es bueno para las matemáticas y las matemáticas para el ajedrez…

El intelectual me entrega un papel y sin dejar de señalarlo me instruye:

–Este, de la izquierda, es mi teléfono particular, sólo mío,  y este de aquí abajo es el de la residencia en la que me alojaré en Zagreb. Cuando llegue le llamaré para ver cómo funcionan las comunicaciones entre los dos países. El congreso es puramente científico, totalmente apolítico, si es que hay algo apolítico en estos tiempos y estas tierras…

–Lo entiendo. Pero, ¿es tan importante como para ir y tener luego problemas?

–Yo siempre he hecho lo que he querido. Nunca me he metido en política y nunca he tenido problemas…

Efectivamente, el 9 de junio, Robert Steiner toma el avión en Kloten y se planta en Zagreb. Me llama. Todo en orden. Mucho frío. Frío del Este. Calles vacías. Caras vacías. Cuerpos enfundados en ropas y convertidos en fardos. Incluso las mujeres. Vida dura. Eso me dice el matemático. Y pone fin a la precipitada comunicación:

–Si pudiera, me volvería ahora mismo a casa. Esto es un infierno. Un infierno frío y vacío. Aquí nadie ríe. Las caras son máscaras.  Incluso las de los niños. Pero, ¿he visto niños en esta ciudad?

Trato de consolar a mi amigo el intelectual y le digo que eso es una primera impresión. Estamos a las puertas del verano. Con el buen tiempo los perfiles se definen y aparecen rincones de vida y de calor. Los emigrantes sabemos algo de eso. La diferencia está en que el  nuestro  no era un viaje de estudio y nosotros no éramos intelectuales. Éramos piltrafillas que huíamos de la miseria y buscábamos un medio de vida.  Steiner es un afortunado en muchos conceptos y como tal debería hablar. O no tanto…

El 29 de junio, a las cinco de la tarde,  me llama y me dice que está deseando volver. Que en los actos oficiales del congreso se habla inglés, pero que luego los congresistas del Este hablan ruso, serbio o «bolchevique», pues no se les entiende nada; naturalmente, los de la Commonwealth inglés y los francófonos francés. Como es lógico, él está el grupo germano formado por alemanes, austríacos, suizos   y elementos sueltos de Hungría, Polonia, Rumanía, Serbia e incluso la Unión Soviética. El ambiente no es muy cordial, más bien tenso. Distante. Frío como el tiempo. En general, las ponencias no son muy interesantes. Sólo algunas.  Claro, claro,  para él.

–¿Y has aprendido algo?

–Algo, sí; pero no mucho… Ya te explicaré.

–Me dejas en ascuas.

–El asunto  es muy complicado o muy sencillo. Un alemán se atrevió a decir que «todo lo que no es cosa en sí –Ding an sich– es convención», y no pudo terminar su ponencia, pues sus colegas   se le echaron encima… como una jauría…

–¿Y por qué?

–Supongo que lo interpretaron como un acto de arrogancia…

–¿Y lo era?

–Creo que no, pero entiendo que, veinte años después de la guerra, aún se pueda interpretar así. En la teoría, doctrina o tesis se quiso ver una declaración de la superioridad de la ciencia alemana… Y los otros no la aceptaron.

–Fuera de ese contexto, yo quiero entender que todo lo que no es     física, realidad física, es convención…   Todos los valores son convenciones.

–Lo pensaré, lo pensaré… A ver qué me sale. De momento, «todo lo que no es física es convención».

–Así es. O, al menos, eso es lo que decía el alemán Herbert

Rudiger…

Interesante. Todo lo que no es física es metafísica, o ideología, o superestructura… Estoy deseando volver a ver a Steiner y escuchar su explicación in extenso…

Domingo, 5 de julio. Marco el número de su casa en Weidenhügel, zona residencial de Birkendorf situada junto al lago. No contesta nadie. Llamo al día siguiente, tampoco.  Vuelvo a llamar el martes, tampoco. El propio Steiner me había asegurado por teléfono que en esas fechas estaría de vuelta en  casa. ¿Qué hago? Pregunto a Anita. Dice que hará alguna gestión. Una clienta suya vive en la zona. Es vecina de los Steiner de toda la vida. No le sorprende. El muchacho siempre tuvo cosas raras.   A veces desaparece y reaparece al cabo de medio año, un año o así en los periódicos. Foto incluida. Es él, dicen entonces todos.  Y hasta la próxima.

Robert Steiner tiene fama de intelectual y, como tal,  de persona excéntrica. Inofensiva pero excéntrica. De modo que no hay que preocuparse. Y tampoco se puede hacer nada. Aun así, no me doy por vencido, tampoco por satisfecho. Le explico el caso a Essig, mi detective particular. Me pregunta por qué quiero averiguar dónde está, qué  hace, qué le ha pasado…, y le contesto que porque es amigo mío, le tengo por buena persona, nos vemos prácticamente cada semana  y mantenemos una curiosa relación profesional-laboral en torno al tema del  ajedrez…

–¿Cómo?

–Pues muy sencillo. Empecé dándole lecciones de ajedrez. Teoría  del juego: aperturas y defensas, golpes tácticos en el medio juego. Finales, finales de…

–Basta, basta, ya tengo bastante… Quiero decir que,  como no entiendo nada, no hace falta que sigas…

–Entonces resumo: ajedrez teórico y ajedrez práctico.    Partidas simuladas y partidas en vivo y en directo…

–De acuerdo. ¿Y qué ha pasado?

–Pues se fue a un congreso de matemáticos en Zagreb, Yugoslavia, y parece ser que ha vuelto, pero nadie sabe dónde está.

–¿Pero ha vuelto realmente?

–Parece ser que sí, pero yo no he conseguido hablar directamente con él.  Tengo una carta suya;  mejor dicho, una postal, pero está  fechada el 30 de junio y fue enviada desde Zagreb…

–Entonces, lo primero que hay que hacer es averiguar si Steiner llegó realmente a Kloten y a Birkendorf… Realizaré algunas indagaciones  y te llamaré. Es posible que tenga que hacerte algunas preguntas más. Por ejemplo, compañía con la que volaba, hora de llegada  y cosas así, minucias…

–De acuerdo. No sé gran cosa, pero…

Yo estaba convencido de que Essig averiguaría algo.    Aquello era lo suyo. Averiguar el paradero de personas desaparecidas… era su trabajo. De eso vivía y  con eso disfrutaba… Sobre todo cuando daba con la solución y aparecía el desaparecido o ponía de manifiesto que el muerto vivía…

A Anita le molesta la desaparición de Robert Steiner. Ya lo decía ella: «De un intelectual nunca te puedes fiar. ¿Y sabes por qué? Pues porque nunca sabes qué piensa, qué trama, qué maquina… No quiero intelectuales a mi lado».

Aun así,  a Anita  le halaga  poder decir que la une una estrecha  amistad con la familia de los Steiner, que tienen su residencia en Weidenhügel, sobre el lago de Birkendorf, que Robert Steiner frecuenta su casa, que…  la   última vez que éste estuvo  en su casa le expuso su nueva teoría  científica….

Al margen de intrigas y chismorreos, yo estoy     seriamente preocupado por mi amigo, y más que por su integridad física  por su  equilibrio psíquico. La última vez que hablé con él, cuando se disponía a subir al avión,  tuve un presentimiento. Y su imagen, subiendo la escalerilla del avión como si fuera la escala de Jacob, quedó grabada en mi cabeza como una  de esas imágenes que simbolizan y sintetizan una vida, una manera de vivir, una manera de ser, un modo de  estar en el mundo…

Cuando me llamó Essig, me imaginé lo peor.  Aún tuve suerte.

–Spanier, podemos vernos?

–Sí, claro, de qué se trata,  a quién te refieres…

–¡Un momento! Despacio. Por tiempos.  Nos vemos  y te lo explico todo. Se trata de Robert Steiner. ¿Entendido?

–De acuerdo. Esta noche, a las ocho en el Select…

Llego al Select, pido una cerveza, me la sirven, pago, me siento, me pongo a leer el periódico, crisis en Europa por la  guerra fría, miro el reloj, llega Essig, saluda a sus colegas,  los colegas le saludan, me dice que lo siente, trabajo, no es nada, le invito a sentarse, qué quiere tomar, lo mismo, cerveza, aquí la tiene, ya está pagada, vamos al asunto.

—Eso, vamos al asunto. Resulta que nuestro amigo e inteligente Robert Steiner está en una clínica psiquiátrica. Ha sido  ingresado en ella a petición del administrador de los bienes de la familia. Al parecer, cuando el joven Steiner llegó a su casa residencia procedente de Zagreb, se encerró en sus aposentos, concretamente en su estudio, apagó la luz y permaneció sin dar señales de vida hasta que los bomberos, llamados por el ama de llaves de los Steiner, se presentaron en la residencia y, tras montar una de sus escaleras, penetraron en el estudio del intelectual por la ventana de su bohardilla.

–¿Y cómo estaba él?

–Pues perfectamente. Bueno, un poco desorientado, pero bien. El médico que lo reconoció, fue el que aconsejó su ingreso en una clínica psiquiátrica por miedo a que atentara contra su propia vida…

–Curioso, curioso, pues yo lo conozco desde hace casi un año y nunca he visto en él ideas suicidas. Me da la impre…

–Ya lo puede decir. Creo que yo también pienso lo mismo y tengo la misma sospecha.

–Digamos que usted tiene más conocimiento de la situación en su conjunto y, por lo tanto, más elementos de juicio…Aun así, le digo sinceramente que todo me huele a un montaje…

–Sí, un montaje del administrador, no para matar a Robert Steiner sino para librarse de él, declarándole incapacitado, unzurechnungsfähig, y quedar él como albacea y administrador único y absoluto  de los bienes de la familia.

–Bonita jugada. ¿Y cree usted que le saldrá bien?

–No lo sé. Herr Ehrlich, abogado de Robert Steiner, me ha pedido que colabore con él y haga algunas indagaciones de tipo policial, detectivesco… Como en las películas. Y en esas estoy.

–Pero la pensión vitalicia de veinte mil dólares mensuales no se la pueden quitar, ¿no es así?

–Efectivamente, no se la pueden quitar. Además de no quitársela, el administrador quiere utilizarla como coartada, pues así será más fácil convencer a Robert Steiner de que debe quitarse de en medio   y vivir tranquilamente su vida. Conservará la pensión y la residencia familiar con carácter vitalicio. Ese es el pacto. Todo lo que nuestro joven tiene que hacer es aceptar y firmar.

–¿Y está usted de acuerdo?

–Yo, personalmente, no, pero hay que ver qué decide Robert Steiner y qué es lo mejor para él. Cabe la posibilidad de que efectivamente sufra un trastorno de personalidad, y ya la hemos liado. Se le declara incapacitado, y el administrador se queda con todo. Complicado, muy complicado…

–Y él, ¿qué dice?

–Pues, según el momento y el estado de ánimo que tenga. En general, él lo que quiere es que le dejen tranquilo. Pero también tener suficiente dinero para vivir como hasta ahora de por vida. Eso lo tiene muy claro…

Cuando llego a casa, Anita me pregunta por Robert Steiner.  Le cuento la mitad, menos de la mitad, lo que me parece. Corto, a retazos y embarullado… No es fácil contárselo en pocas palabras y con orden…

–Y entonces, ¿qué va a hacer él?

–No se sabe. Tiene su abogado. Essig colabora con él. Lo que quiere decir que estaremos informados en todo momento.

–Eso está bien. Ya irás diciéndome lo que sepas. Sólo lo gordo. Los chismes me gustan, pero no esos, los otros. Ya sabes…

–Lo comprendo.

Y, como lo comprendo, me mantengo al margen pero al mismo tiempo pendiente de lo que Essig me va diciendo. De momento he perdido a mi mejor amigo, a mi mejor interlocutor y a mi único alumno-profesor.

Hablo con Anita. ¿Qué podemos hacer? A mi me gustaría ir a verlo. No parece una buena idea. Se lo podemos preguntar a Essig.  Que nos diga si es posible, si es aconsejable, si es o no es peligroso.

–Como quieras. Se lo preguntas tú a Essig, que para eso es amigo tuyo. Yo, si es necesario, te acompañaré… Ahora ya no tengo ningún interés especial, pues la cabeza me dice que de ahí no va a salir nada….de provecho, claro.

Hablo con Essig y Essig me dice que podemos intentarlo. Robert Steiner ha salido de la clínica y ahora está en su residencia de Weidenhügel, sobre el lago. Se pasa el día sentado en el jardín con la cabeza apoyada en  una mesa y los ojos fijos en lo alto. No habla. A veces toma un libro y lee o intenta leer, pero de pronto lo deja,  se pone a reír cada vez más fuerte, hasta que su criada acude sobresaltada.

–Tranquila, mujer, no es nada. Estoy bien. Pon alpiste al canario y llámame a la hora de comer. O, mejor, a la hora de cenar.  Estoy resolviendo un problema. A ver si me da tiempo.

–Como desee el señor….

Cuando vamos a verle, Robert Steiner está allí, en su  silla, junto a su mesa, mirando al tilo, al aire, al cielo, al infinito.

Su asistenta lo observa durante unos minutos y luego se vuelve a Anita y a mí para decirnos:

–Como ven ustedes, no se puede hablar con él.

No volví a ver a Robert Steiner, pero pensé muchas veces en él. Agradecí a  Dios haberle conocido. Y siempre he recodado, recuerdo y recodaré   sus preguntas: «Mein lieber Spanier, ¿crees tú que el ser humano puede concebir un número sin sujeto, sin referente; por así decir, en el vacío?

No tuve que contestarle, pues en seguida añadió: «Recuerda,  querido amigo,  que hay música, armonía, sin sonido, sólo con movimiento. La armonía de los astros es movimiento, pero un movimiento que, al no tener referente, no es movimiento…

¿O acaso es el vacío el marco y el referente del universo, de la misma manera que la nada es el marco y el referente del vacío?»

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