Despedida sin despedida

Digo adiós  sine die a  mi buen amigo Robert Steiner, recluido en una residencia para genios averiados,  y me vuelvo a casa, con Anita y sus trapitos, al Select, espelunca suburbana, con sus  intelectuales venidos a menos y sus jugadores de ajedrez convertidos en tahúres domingueros.

Dejo de ser sparring de un  maestro de las sesenta y cuatro casillas y vuelvo a cotizar en la bolsa de trabajo, el legal y el clandestino. Juego, trabajo en una oficina y de vez en cuando «perpetro» alguna traducción, palabra de Valle Inclán.

–No debes quejarte –-me dice Anita cuando, sentados a la mesa con los ojos en el televisor, me mira y observa que estoy ausente.

–Tengo que volver a montar la industria. Con Steiner tenía un dinerillo adicional asegurado y ya no me quedaba tiempo libre. Ahora echaré de menos ese dinerillo y, sobre todo, nuestras conversaciones. ¿Dónde encuentro yo  alguien que me hable de matemáticas, de música, de filosofía, y no me haga bostezar?

–Pero hay también otras cosas. Pasárselo bien y ser felices. Y sobre todo, quererse. Eso es lo más importante…

–Tienes razón, Anita. Vamos a intentarlo.

Y, efectivamente, lo intentamos. Por un momento, nuestras relaciones se estrechan y ganan en intimidad. Con Anita también se puede hablar de cosas interesantes. Todo lo que hay que hacer es ponerse a su altura. Y escucharla. En la boutique se aprende mucho. Ella lo recoge y lo transmite.

Aunque no le hace gracia que vaya al Select –-cueva de

parásitos (Schmarrotzer y Gesindel)–, voy alguna que otra vez.  Le digo que busco clientes para mis traducciones, lo cual es parcialmente cierto, y que voy a ver a Essig, el abogado detective, cosa que también es parcialmente cierta, pero en   el fondo  voy, ante todo y sobre todo,  porque me tira el vicio: echar unas partidas y usurparle unos francos a un gorrioncillo (Spatz) es vidilla y  una manera de permanecer en contacto con amigos y conocidos.

Y como Essig tiene su estudio cerca del Select, le visito con cierta frecuencia, entre otras razones para estar informado.

En una de esas visitas me confiesa que, de momento, la cosa  está en calma y parece ser  que todo se va arreglando, pues no hay indicios de signo contrario.  Él opina que la sicosis paranoide que vive el país se debe a  la guerra fría y las tensiones que se registran en países del otro lado del telón de acero como Hungría y Checoslovaquia. También en Rumania y Polonia. También, claro está, en el universo balcánico de Tito. Yugoslavia es un polvorín, dice el buen sabueso.

Sólo un pero. El funcionario-agente del tercero primera sigue  adelante  con su particular cruzada contra los extranjeros.   Ha presentado varias denuncias.

–¿Y de lo mío?

–De lo tuyo, por el momento nada. Se ve a veces con Anita   en un bar que hay cerca de donde ella tiene la tienda. Creo que se llama Althaus, no estoy seguro.

–¿Y qué busca?

–Te lo puedes imaginar. Yo me inclino a pensar que va a intentar por todos los medios que Anita rompa contigo proporcionándole toda la metralla que pueda…

–¿Y por qué?

–Te lo he explicado varias veces.

–¿Puedo hacer algo?

–Creo que ya haces lo que debes. Además, tal vez, que procures no ir mucho al Select y, en especial, que no hagas ningún trabajo clandestino, ya sabes, traducciones o cualquier otra actividad no declarada. Eso es delito, un delito que aquí se llama Steuerunterziehung, fraude al Fisco, impago de impuestos, etc.

–¡Eso suena muy fuerte!

–Y lo es. Quiero decir, puede serlo. Por ahí no hay que seguir.    Cada uno debe ir tirando con lo que tiene y dejar la vidilla para otros momentos…

–Lo comprendo. ¿Le digo algo a Anita?

–Hombre, yo considero que no debes hablarle de eso  y,  además,   procurar que no sospeche nada. Yo iré informándote, sobre todo si  se produce alguna novedad importante o gefährlich. Mientras tanto  disfruta de la vida…

–Lo mismo digo.

Las palabras de Essig, sus indagaciones y sus temores, me han dejado bastante tocado. ¿Cómo debo comportarme con Anita?   ¿Hacer ver que no sé nada y seguir adelante con mi plan?

Llego a casa.

–Anita, ¿hay alguna novedad?

–Bueno, ahora ya sabemos que lo de tu amigo, el matemático Steiner, es irreversible. Dicen que tiene una enfermedad mental de origen hereditario. El último de la cadena ha sido él, pues parece ser que la familia está a punto de extinguirse. Los nazis por un lado y la locura por otro…

–Pero tú sigues pendiente de una herencia, lo cual quiere decir que, más allá de las apariencias, existe una línea hereditaria y por lo tanto genética… ¿No es así?

–Puede ser. Ya veremos cómo termina todo.

Anita está pendiente de dos partidas en otros tantos tableros. La de su herencia en Inglaterra y  la de Robert Steiner, el intelectual que, siguiendo una vena familiar, parece ser que ha dado en loco.

Pero, ¿por qué está tan preocupada Anita por la locura de ese pobre chico?

No lo sé. Trato de averiguarlo. Hablo de nuevo con Essig, el abogado detective. Está sobre la pista. También el funcionario policía del tercero primera. Yo, en cambio, estoy a dos velas.

En los primeros meses  de 1965 se mantiene la tensión política a uno y otro lado del telón de acero. El imperio soviético ha vivido su mejor momento. Ya no puede pensarse en una revolución victoriosa del socialismo real. El invento de Tito –un territorio balcánico no volcánico– tiene las horas contadas.

Las horas contadas. Eso es lo que  yo pienso cada día. Una partida de ajedrez con un vencedor cada vez más claro. El capitalismo es un ave Fenix. De momento no habrá ni Superhombre ni sociedad sin clases, sociedad horizontal, sociedad racional; seguimos bajo la ley de la selección natural, del instinto de supervivencia, del egoísmo individual…

Anita me llama para cenar. Son las nueve de la noche de un día de junio, 1965. En la televisión presentan un debate  entre     periodistas, escritores y líderes políticos  en activo. ¿Cuál será la salida de la actual situación de Hochkonjunktur económica y tensión política a lo largo del cable de acero que separa a los dos bloques?

Nadie lo sabe. Pero ganará el capitalismo. Un capitalismo que, en ciertos casos,  es ya una forma de socialismo de Estado. Al menos, en Suecia, en Suiza, en Liechtenstein.

En estos países existe una conciencia cívica que hace imposible un cambio social. Sus habitantes están convencidos de que han alcanzado la cima del bienestar combinando las ventajas de uno y otro sistema con una merma de libertad mínima. Hay bienestar y libertad.

Eso es, más o menos, lo que dicen los periódicos helvéticos, lo que comentan sus trabajadores en las cervecerías y, claro está, lo que aprenden sus jóvenes en las escuelas y en las universidades. Aquí, ni hay huelgas ni puede haberlas. Y cada ciudadano es un agente y un confidente de la policía.

Un agente de la policía es justamente lo que me encuentro cuando llego a casa procedente de Oerlikon, la fábrica de cojinetes, el polígono de polígonos.

Anita se siente sorprendida y también incómoda. Y dice:

–Creo que esto no funciona y se tiene que arreglar de una vez por todas. No quiero verme en líos con la policía. Estoy harta…

–Lo siento, si he hecho algo mal. Pero me parece que hay pecados  que consisten simplemente en haber nacido  allí, no aquí. Yo nací en otro lugar y no tengo los mismos derechos que los que han nacido aquí…

–Los derechos deben ganarse, conquistarse, hay que merecerlos –dice con voz de mando el tercer hombre.

–Perdone, pero no estoy hablando con usted. Nadie nos ha presentado

–Ni falta que hace.  Usted es un número…

–No sé qué quiere decir con esas palabras.

–Pronto lo sabrá…

La intervención del tercer hombre, el agente del tercero primera, me ha dejado helado. ¿Qué habrá querido decir?

Tan pronto como se marcha, intento hablar con Anita. No quiere. Insisto. La mujer se cierra. No sé qué  hacer. Me pongo a pensar.

¿Cuál es el peor de los casos posibles aquí y ahora?

Puedo imaginar, acaso también debo, que el funcionario del tercero primera, agente de la secreta, quiere acabar conmigo: meterme en la cárcel o hacer que me expulsen del país.

¿Acusación? Mi amistad y mi relación con Robert Steiner respondían a un encargo del administrador, empeñado en presentar al intelectual como un perturbado mental no peligroso pero sí dado a   especulaciones propias de un alienado y, sobre todo, manipulable. Yo habría ejercido una influencia nociva en él y con ello le habría provocado una crisis de personalidad… Si Robert Steiner había pasado por un psiquiátrico y su estado mental era  en estos momentos deplorable, se debía esencialmente a mi influencia en él, pues no había otra causa a la vista. De hecho, su comportamiento empezó a mostrar signos de desequilibrio hace ahora   unos seis meses, o sea, a partir de las sesiones de ajedrez y las conversaciones conmigo.

Eso era básicamente lo que decía y sostenía el vecino del tercero primera, el agente Eric Röhmer. Y Anita lo creía a pies juntillas.

Intento hablar con ella en varias ocasiones, pero no sirve de nada. Es aún peor. Me supone una perfidia y unas intenciones  que yo no puedo desmontar, pues, a cada nuevo intento, se refuerza su opinión negativa sobre mí.

El del tercero primera la ha trabajado tan a fondo que no se puede hacer nada. Llamo a Essig, nos vemos, una vez más,  en el Select, le explico la situación como si fuera una partida de ajedrez y le pido consejo. Tenemos  al intelectual convertido en  rehén del administrador, y, al parecer, perdido para siempre. Por lo que me comenta mi abogado-detective, yo he contribuido a esa situación con mi amistad y mis sesiones de ajedrez con el pobre muchacho. ¡Lo que me faltaba!

–¿Y de dónde se ha sacado ese infundio?

–Por lo visto, el administrador ha conseguido demostrar no sólo que Robert Steiner está trastornado sino también y sobre todo que es unzurechnungsfähig o, lo que es igual, que está incapacitado para cuidar de sí mismo y de sus propiedades. Según él, tú has venido recibiendo del pobre señor Steiner desde diciembre pasado una asignación mensual de mil quinientos francos suizos en concepto de honorarios por clases de ajedrez impartidas en un local conocido como la Sacristía de la iglesia de San Jacob…

–¡Eso es un disparate!

–Me lo imagino. Pero así está escrito…

–¡Otro enredo de mierda! Y dígame ¿qué hago yo ahora?

–No sé, no sé. Tengo que pensarlo muy seriamente, pues de momento no sé por dónde tirar.

–Antes de que se me olvide, a mí todo lo que me ha dado Steiner son cincuenta francos por cada sesión de ajedrez, una a la semana, durante seis meses. Doscientos francos al mes, en dinero, sin papeles, sin nada.

–Al parecer, el administrador te ha estado observando, bien personalmente, bien a través de un subalterno…

–Pero si yo a él no lo conozco. Ni sé quién es ni sé si lo he visto alguna vez.

–Todo eso, que con toda seguridad  es verdad, le ha servido para montar su trampa. La trampa es básicamente contra Robert Steiner, como heredero y, por lo tanto, es una trampa de dinero. Tú actúas aquí como tonto útil o, al menos, como colaborador inconsciente… Al administrador le ha venido muy bien la presencia de un jugador de ajedrez que, además, estaba y está siendo investigado por el agente  Römer. Ahora, éste está al corriente de todo…

–Otro enredo de mil demonios. A este paso, o salgo pitando de aquí o me vuelvo loco…

–Lo importante en estos momentos es recabar información, establecer un plan y, sobre todo, no cometer errores por precipitación o imprudencia…

–Por ejemplo…

–Intentar escapar, esconderse, decir cosas que puedan ser utilizadas contra ti, etcétera, etcétera…

–Comprendo. Pensaré. Y, cuando me calme, empezaré a organizarme y a elaborar un plan.

Dejo a Essig, mi buen amigo y servicial Essig, y me voy a casa. Tengo que hablar con Anita. Ya está en la cama. «Buenas noches». «Mañana hablaremos». «Sí, mañana».

En la fábrica de Oerlikon todo va sobre ruedas o sobre cojinetes. El jefe de la oficina me recibe muy contento. Tiene una noticia bomba para mí. Resulta  que la dirección de la empresa quiere abrir varias sucursales o delegaciones en Sudamérica. El hombre me dice:

–Siguiendo con nuestros planes de expansión queremos  inaugurar media docena de sucursales en Sudamérica. Concretamente en Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia, Perú… Para ello enviaremos una delegación formada básicamente por ejecutivos y técnicos. Pero también necesitaremos un intérprete, y estamos pensando en usted… ¿Qué le parece la idea? ¿Cómo está de portugués?

–En primer lugar, muchas gracias por la propuesta. Evidentemente, la idea me interesa. En cuanto al portugués, es tan fácil para nosotros que lo entendemos sin necesidad de estudiar…

–El proyecto está todavía un poco verde, pero va en serio. Será para el año próximo. Digamos que a partir de septiembre.

–De acuerdo. Ya me informará. Y, por favor, dígame si tengo que estudiar o preparar algo.

La cosa queda así. Seguimos hablando en los días siguientes. Después todo se ralentiza. Un año es mucho tiempo.

Lógicamente  no le digo nada a Anita, que me espera para hablar de lo nuestro.

–Creo que es mejor cortar nuestra relación. No funciona. Y no tengo ganas de enredos, ni de política, ni de dinero, ni de locos.  ¡Lo que me faltaba! ¡No sé por qué te metes en esos problemas!

–Imagino que unos son culpa mía, otros no.

–Es posible. Pero el balance es desolador, catastrófico. No hay quien lo aguante.

–Lo entiendo. Tienes razón. Dime que te debo y te lo pagaré.

–Justamente de eso mismo quería hablar yo. Llevas aquí… ¿cuántos meses? Bueno, lo estudiaré, lo estudiaré…

Efectivamente, Anita lo estudia y, días después,  me hace una propuesta. En presencia del tercer hombre. La situación está clara.

–Tendrás que abandonar la vivienda en el plazo de una semana.     Por tu estancia durante los meses que has vivido aquí deberás pagarme dos mil francos. Ya he descontado tus regalos mensuales…. Tienes un mes de tiempo. Cuando encuentres alojamiento, deberás comunicarme tu dirección postal….

Aquí interviene el tercer hombre para advertirme:

-Y que no se te ocurra montar una de esas jugadas de ajedrez a las que tan aficionado eres… ¡Ja! ¡Ja!

Me contengo para no estallar de rabia y no llorar de impotencia… Esto parece una maldición.

–De acuerdo, haré todo lo que me decís y seré un buen chico. Lo único que os pido es que me concedáis ese plazo de tiempo y, por favor, no digáis nada a mi jefe, pues sería contraproducente, malo para mí y, por supuesto, malo para vosotros.

–Capito. No te preocupes, muchacho, no somos tan tontos como para obrar en contra de nuestros intereses. Ya lo irás viendo…

Las últimas palabras del tercer hombre encerraban una advertencia y un plan. Estaba clarísimo, primero cobrar, después denunciarme.

Me quedo en mi habitación y elaboro un plan de urgencia. No diré nada a Essig. Si lo meto en líos será mucho peor para mí. También para él. De ahora en adelante tengo que actuar por mi cuenta. En solitario, a escondidas, sin consultar con nadie. Y, llegado el momento, saltar por sorpresa. Eso o la cárcel.

Empiezo a preparar el petate para cambiar de alojamiento. Mantengo las apariencias. En casa de Anita. En el trabajo. Sigo acudiendo esporádicamente al Select, donde a veces veo al bueno de Essig. Ahora está acompañado casi siempre  por una hembra con culo y tetas de puticlista. La mujer, de edad imprecisa, lleva el oficio, también el precio,  en la cara. Y en el movimiento de las nalgas.

El hombre me saluda y queda como avergonzado. No hablamos. Intento darle a entender que no hay ninguna novedad, que todo sigue igual. O, mejor aún, que todo se va arreglando.

La imagen de Essig, el abogado detective, empieza a difuminarse en mi cabeza como antes empezó a difuminarse la imagen, mucho más atractiva para mí, de Isabell, la mujer que más  me ha querido hasta ahora después de mi madre…

Despierto. Gare d’Austerlitz. París. 10 de julio de 1965.

Advertencia post scriptum

Efectivamente, Birkendorf, Aldea del Abedul en tierras de Wilhelm Tell,  no figura en los mapas de la época —mediados del siglo XX,  ese siglo nuestro que ya es historia—, de ninguna época.

¿Flor  de mi imaginario?

En realidad, Birkendorf es Zürich, metrópoli financiera, industrial y comercial  de la Suiza alemana y, por eso mismo, de  toda la Confederación Helvética.  Siempre activa y dinámica, nunca ostentosa,  hoy rica y un sí es no es  opulenta,   Zürich encarna, acaso como ninguna otra ciudad europea, el espíritu de la burguesía protestante a lo largo de cinco siglos de historia.

Ahí,  en el Lebensraum —espacio vital— que surge  y se despliega  entre el Rin, arteria vertical, y el Danubio,  arteria horizontal, floreció la Europa de la Reforma, la Europa  de la Ilustración (Aufklärung), la Europa  de la Revolución industrial.

Cogitare aude, sapere aude, legere aude,  agere aude…

En ese mismo Lebensraum situó Robert Musil su Kakania, imperio de naciúnculas, patria de apátridas.

Esa Europa y ese espíritu son los que  Miguel Benítez Expósito conoció, estudió y asimiló en su viaje de juventud.

¿Viaje de juventud?

Sí, viaje y sueño de juventud,

pero también y por encima de todo

emigración y exilio, fábrica, taller y escuela.

En rigor, Miguel Benítez Expósito es Ramón Ibero.  Trampantojos aparte, uno vivió y otro recordó y escribió lo vivido..

Esa fue su vida y esas fueron sus experiencias por espacio de ocho largos años, años de dolor,  de nostalgia —Sehnsucht!—,  pero también de trabajo, de aprendizaje, nunca de plenitud, siempre de superación.

Europa, Europa…

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