De acuerdo con mi modo de entender el fútbol y sus agentes, Mourinho es, entre otras muchas cosas, un especulador, no un estratega.
Trata de mover los jugadores en el campo y fuera del campo como si fueran peones de su particular tablero de ajedrez, pero, tan pronto como empieza a oler a chamusquina, se busca una salida honrosa, o lo menos deshonrosa posible, para salvar la figura y seguir con vida.
Eso es, en cualquier caso, lo que yo he visto hasta ahora en el egótico y luso entrenador de fútbol.
Zapatero, a quien un correligionario suyo ha definido, indulgentemente, como persona de rostro poco diáfano, actúa de acuerdo con una línea un tanto diferente. Se mantiene en primer plano, siempre pendiente del desarrollo del juego político y sus vicisitudes, pero sin confesar a nadie sus intenciones.
Simplemente, está ahí y con cierta probabilidad ahí se va a mantener hasta que la situación se aclare. Para salir corriendo siempre habrá tiempo, al menos mientras tenga a su lado un Rubalcaba dispuesto a sacrificarse en aras de sus altruistas intereses personales.
Ese sí que es críptico, críptico pero con labia y cintura. Donde esté un Rubalcaba que se quiten todos los Montillas.
Para mí, lo dicho significa que el vulpino leonés tiene las espaldas más o menos cubiertas y va a aguantar en su sitio. Pedirle que se defina y exponga qué piensa hacer, como al parecer osó pedirle, días atrás, el nada osado presidente extremeño, es sin duda un acto inspirado, a partes iguales, en la lealtad y la ingenuidad.
Por lo visto, el extremeño no sabe lo que puede aguantar su jefe de filas. Es posible que tenga ocasión de comprobarlo. Sin preguntar.
Yo, con mi propia vara de medir, me permito aconsejar al pacense que esté más atento a la sonrisa del futuro interfecto que a sus palabras.
Si ve que sigue sonriendo, malo. Si ve que deja de sonreír, es que la cosa está tan mal que no merece la pena seguir sonriendo.
Para entonces probablemente ya habrá terminado la liga con todos sus partidos y algunos de sus tejemanejes.