A la vista de las abundantes y aleccionadoras experiencias de Europa y sus naciones, no dudaré en afirmar que lo que España necesita con urgencia, desde hace años, es un ajuste integral y equilibrado de todo su sistema económico, no una reforma laboral concebida y vendida como apaño por vía de apremio.
¿A qué jugamos? Evidentemente, a lo que hemos jugado durante toda nuestra historia.
Históricamente, el sistema económico español presenta dos patologías gravísimas de muy difícil tratamiento y aún más difícil curación: una endémica falta de productividad y un no menos endémico desequilibrio orgánico.
Para colmo, en esta etapa histórica del capitalismo la economía especulativa –llámese bolsa, banca, mercados o Gran Hermano– manda descaradamente sobre la economía productiva e impone dolosa y furtivamente su ley a empresarios y obreros.
La falta de productividad y rendimiento es propia de los países meridionales, en este caso de los PIGS, mientras que el desequilibrio nace, al menos en mi opinión, del espíritu especulador del ser humano y en la práctica aparece íntimamente ligado con el modo de producción europeo o, en otras palabras, con nuestro capitalismo.
Lo que deja no se deja o, si se prefiere, sólo se deja lo que no deja.
Marx vaticinó que los desequilibrios congénitos e irreconciliables del capitalismo provocarían su autodestrucción en forma de una última y definitiva crisis sistémica, más a corto que a largo plazo.
Evidentemente no ha sido así y de momento no parece que vaya a ser así, aunque sólo sea por falta de alternativas. Pero a estas alturas de la historia de la humanidad es obligado admitir que el capitalismo actual es muy diferente del de hace cien o ciento cincuenta años, pues, volens nolens, ha aprendido no sólo a hacer concesiones que la clase obrera se ha apresurado a contabilizar y capitalizar como conquistas propias y avances sociales –¡que lo son!– sino también a mejorar la operatividad de su máquina productiva con ajustes y reajustes, más o menos amplios y profundos, que le han permitido superar crisis y conjurar amenazas que ponían en peligro su existencia presente y futura.
En la práctica, desequilibrios orgánicos y crisis operativas, una vez digeridas y asimiladas, han contribuido a mejorar la salud del capitalismo y a ampliar sus expectativas de vida.
A mi modo de ver, una reforma laboral con cargo a la clase trabajadora exigiría –¡necesariamente!– como contrapartida una reforma laboral con cargo al empresariado, pues por más que el judío alemán nacido en la romana Tréveris diga que el capital del asalariado son sus brazos (¿lapsus o perfidia?), hoy en día el asalariado piensa y, como piensa, tiene derechos y formula exigencias.
Ahora, la Europa de las naciones y las democracias aceptablemente operativas nos enseña que el equilibrio de la máquina económica de un país exige a su vez un equilibrio de las relaciones laborales y un equilibrio del conjunto de la sociedad civil.
En definitiva, la democracia, si quiere ser funcional, operativa y duradera, debe responder a un pacto bona fide entre las partes. Hoy nadie es más listo que los demás y, sobre todo, nadie acapara tanto poder como para imponerse a todos los demás sin tener en cuenta los derechos y las aspiraciones de éstos.
Personalmente considero que los españoles deberíamos aprender de quienes han decidido reducir de manera uniforme y equilibrada –¡voluntariamente!– su jornada laboral, y consecuentemente sus ingresos, para no mutilar ni arruinar irracionalmente la máquina productiva, por no hablar de quienes han renunciado a dos semanas de vacaciones pagadas, convencidos de que, a la larga, ese regalito o Bescherung es perjudicial para la ciudadanía.
Es posible que, a la vista de tan democráticos e inteligentes ejemplos, algún asalariado de estas tierras comprenda que, para luchar contra la explotación, tal vez lo más acertado es empezar por dejarse explotar y que, dentro de ciertos límites, los trabajos mejor remunerados son aquellos en los que más se aprende.
Por el contrario, trabajar sin aprender convierte al ser humano en víctima y verdugo de sí mismo, al tiempo que lo recluye en un círculo que perpetúa su explotación.
La convivencia humana, fruto de un egoísmo racional, cristaliza en una relación simbiótica que tiene su origen en la naturaleza y, muy concretamente, en el instinto de supervivencia de los animales irracionales: depredador y depredado se necesitan mutuamente para vivir y sobrevivir.
¿Y qué pasa entonces con los parásitos?