El empresario que soñaba números

Al regreso de su viaje por la Europa continental, viaje de juventud con algo de grand Tour burgués y decimonónico, Mario Sinaloha recaló en Barcelona, a la sazón capital del libro impreso de todas las Españas. Poco después –otoño de 1969– entró a trabajar en una editorial a la que iba a dedicar en exclusiva los treinta años más fructíferos de su vida.

El propietario, un señor de edad imprecisa entregado en cuerpo y alma a la mística del trabajo, había iniciado su actividad, medio siglo antes, con un diminuto taller tipográfico y a fuerza de tesón y sacrificio había conseguido crear un pequeño gran imperio, una especie de holding familiar, autárquico y anárquico en su funcionamiento, con algo así como media docena de empresas, todas del mismo ramo y, claro está, todas dirigidas o, al menos, controladas personalmente por él.

En la editorial, con sus incontables ramificaciones y sus múltiples tareas, Sinaloha encontró pronto un campo idóneo para poner en práctica sus conocimientos y, por descontado, para acrecentarlos. Y lo hizo. Abandonó o, si se quiere, postergó de buen grado sus aspiraciones de escritor en primera persona y se concentró de lleno en la letra menuda de sus variados y siempre anónimos cometidos.

Sinaloha trabajó y aprendió; y, sorprendentemente, cobró por trabajar y aprender.

El empresario se mostró siempre muy generoso con él, pues le remuneró muy por encima de lo establecido en el mundo editorial y, transcurrido algún tiempo, le honró con su amistad, la amistad de un genuino selfmade Man que, con grandes intereses y grandes problemas económicos, buscaba afanosamente el consejo de una persona leal.

Esa persona, ademas de ser casi veinte años más joven que él, carecía de formación académica como economista. Si se defendía en el manejo de los números era gracias a una intuición deudora de fuertes atavismos.

Pero lo cierto es que, gracias al favor del buen editor, Sinaloha no sólo pudo proporcionar a sus hijos una formación intelectual de cuño europeo, con frecuentes estancias en el extranjero, y por eso mismo esencialmente libre de localismos empobrecedores, sino que también ayudó a su señora esposa a buscar y encontrar una identidad más exigente consigo misma y, en consecuencia, más gratificadora.

Simultáneamente, Sinaloha, aferrado a su escritorio, leyó tanto como tres o cuatro personas juntas en el curso de sus vidas y se hizo con habilidades intelectuales equivalentes a las de otras tantas. Sin darse cuenta, incluso a pesar suyo, acabó por convertirse en un hombre rico o casi rico en pecunia pero sobre todo en eso a lo que se llama convencionalmente cultura.

Una mañana, Mario Sinaloha, ya en sus cincuenta, se levantó y cayó en la cuenta de que era un archivo.

Con el paso del tiempo, el empresario, más padre y patriarca que amo y patrono, empezó a confiar a su leal colaborador información de diversa índole, siempre relacionada con su emprea de empresas, hasta que hizo de él algo así como un consejero o asesor personal. Entonces Sinaloha supo que, si la organización del complejo empresarial era individual y globalmente caótica, su situación económica respondía a esa misma línea. De hecho, casi todas las empresas carecían de un control financiero permanente y eficaz. Por fortuna, el buen hombre poseía un valiosísimo fondo artístico-editorial en el que abundaban las obras firmadas por artistas tan cotizados como Miró, Bacon, Sutherland, Torres-García, DeKooning, Lichtenstein, Rauschenberg, Rothko, David Hockney, Tàpies y, en los primeros tiempos, el mismísimo Pablo Picasso. Era su última gran baza. Y así lo decía a menudo, incluso citaba cifras.

Sinaloha, siempre a la escucha, se puso a ordenar los datos que le iban llegando hasta procurarse un cuadro del holding tan completo y detallado como le fue posible: actividades, ingresos, gastos y, sobre todo, déficit total y déficits parciales por unidad empresarial y ejercicio. Su objetivo era sencillamente identificar, situar y cuantificar todos y cada uno de los agujeros que formaban el gran agujero. Los números rojos se imponían claramente, pero con habilidad y paciencia tal vez se podría invertir la situación.

Por eso, cuando, finalmente, el buen empresario preguntó a su colaborador qué le parecía todo aquello, qué se podía hacer y cómo, éste no dudó en contestarle que, a su entender, la cosa tenía remedio, pues había elaborado un plan…
–¿Un plan?
–Sí, un plan, un plan con dos variantes…
–Cuente, cuente.

Inmediatamente, Sinaloha echó mano del papelito en el que tenía el esquema de su plan táctico-estratégico y explicó a su señor patrono que, una vez identificadas y separadas las unidades de producción deficitarias y las unidades de producción rentables a fin de evitar contagios y metástasis, había que cuantificar el agujero y, acto seguido, elaborar un plan de saneamiento por sectores y etapas: cantidades concretas y plazos concretos.
–Considero que en cinco años la situación de la empresa en su conjunto habrá cambiado.
–¿Está usted seguro?
–Segurísimo. Siempre que se mantenga la disciplina y se hagan las cosas bien. Además tenemos una segunda posibilidad…
–Diga, diga.
–Podemos dejar las cosas tal como están y limitarnos a coger una empresa, la más rentable potencialmente y la más sencilla de reflotar, y reflotarla. Después otra, y otra, y otra…
–Eso es muy ingenuo.
–Tiene usted razón, es muy ingenuo, pero el caso es que funciona o, al menos, puede funcionar, debe funcionar. Yo lo he ensayado en mi parcela, y el resultado ha sido sorprendente. Además, no hay que hacer ninguna inversión, todo es cuestión de reestructuración y contabilidad.
–Entiendo. Si es así, lo estudiaré y le diré algo. Aquí, lo de la contabilidad nadie ha conseguido arreglarlo. Directores y jefes de cuentas han fracasado. A lo mejor con su método…

Sinaloha siguió con sus deberes –leer, informar, corregir, escribir, traducir—, hasta que un día le llamó por teléfono su jefe.
–Estoy en casa, el médico me ha prohibido terminantemente que siga trabajando, pero no puedo apartar mi cabeza de la empresa…

Aquellas palabras dejaron muy preocupado a Sinaloha. Todo venía a indicar que el hombre estaba definitivamente fuera de combate, al tiempo que la situación financiera de la empresa familiar se había complicado peligrosamente. A partir de entonces, las llamadas del empresario a su colaborador se fueron espaciando progresivamente, mientras su voz sonaba cada vez más distante y apagada. Hasta que un día, a eso del anochecer, sonó el teléfono.
–Diga…
–¿Señor Sinaloha?
–Sí, dígame.
–Mire, le llamo porque no puedo dormir, somio números, sueño números, números, muchos números, todo números, sólo números…

El buen empresario, ya anciano, se sentía acosado por legiones de números que para él eran legiones de demonios; demonios rojos, claro está.

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