A mediados de los años ochenta de ese siglo que ya es historia elaboré un cuadro de la situación sociopolítica de España en su conjunto y de Cataluña en particular, lo plasmé en un escrito de seis folios y se lo envié a un amigo, que, después de leerlo y darlo a leer a personas de su entorno, me contestó: “Si te lo publican, tendrás que marchar de Cataluña”.
El artículo se titulaba Cataluña, radiografía de una traición y empezaba diciendo: “Hay una conjura para destruir España”.
Evidentemente, el artículo no se publicó, pero me consta que circuló en determinados ambientes y algunas de sus ideas fueron aflorando de manera dispersa, a lo largo de los años, en la prensa nacional. Es cierto que no abandoné Cataluña, pero también lo es que desde entonces vivo en situación de muerte civil.
La primera providencia de mis benefactores fue expulsarme del mundo laboral e intelectual, y, aunque no sé cuál será su próximo obsequio, de momento llevo más de treinta años despojado de mis derechos cívicos y además espiado, perseguido y marginado. No han conseguido destruir mi matrimonio y mi familia, pero lo han intentado y lo siguen intentando con los medios a su alcance, en especial con la difamación, que, impulsada por la intriga, constittuye una de sus armas predilectas. Ramón Ibero no existe ni como persona ni como ninguna otra cosa. Ese nombre no se pronuncia.
Pero, ¿qué decía el artículo o en qué consistía la conjura que denunciaba?
Antes de contestar a esa doble pregunta quiero explicar que, justamente por la misma época, cuando en el norte de España los trabucaires etarras montaban sus belicosas algaradas, publiqué en el Diario de Sabadell un texto en el que ponía ficticiamente en boca de un político catalán: “Aquí no habrá guerra de las banderas, seguiremos adelante con nuestra política de la puta i la Ramoneta”.
Había nacido a efectos públicos el término política de la puta i la Ramoneta, que en aquellos momentos definí como una variante de la Realpolitik alemana y en concreto como una manera genuinamente casolana de hacer política dentro de la línea del juego a dos bandas.
Mientras tanto, la burguesia catalana, secundada por el clero regional y dirigida por Jordi Pujol y Pasqual Maragall, había puesto en marcha un plan para apoderarse de todas las instituciones públicas de Cataluña, como ya se había apoderado de todos los partidos políticos, incluido el Parlamento, con objeto de que, desde el primer momento, aquí la política la hicieran los catalanes, sólo los catalanes, para los catalanes y los no catalanes.
Para mí estaba meridianamente claro que la burguesía catalana había estado tramando la toma del poder desde los tiempos del franquismo y desde dentro de él en espera de su hora, y su hora había llegado.
Precisamente ese plan, como conjura llevada a sus últimas consecuencias, era lo que yo denunciaba en mi artículo.
De hecho, los partidos políticos catalanes formaron siempre un solo partido, y, si en la superficie éste adoptaba diferentes nombres y asumía diferentes credos ideológicos e incluso predicaba diferentes mensajes sociales, era únicamente como trampantojo destinado a cubrir los requisitos de una democracia formal y al mismo tiempo cerrrar el paso a la comunidad de lengua española, cuya presencia en la vida pública y la actividad política, controlada implacablemente, desde dentro y desde fuera, por agentes del catalanismo militante, había que ir ahogando de manera sistemática hasta conseguir su estrangulamiento definitivo y total.
En aquellos momentos, la tarea más urgente era impedir por todos los medios que esa comunidad lingüística cobrara conciencia de su identidad y, a través de ella, de su superioridad en términos demográficos y democráticos, pues de ello dependía, en primera y última instancia, todo el proyecto nacional de Cataluña.
Por lo tanto, no debía permitirse que en Cataluña existiera oficialmente una comunidad de lengua española y sentimiento español, y, aún menos, dejar que esa comunidad contara con líderes sociales carismáticos y partidos políticos pujantes y nítidamente diferenciados.
Lo dicho es válido para el Partido Popular, que entonces se llamaba Alianza Popular, y en muchísima mayor medida para el PSOE-PSC, formación que fue objeto de un tratamiento decididamente delictivo en términos morales por parte del catalanismo oficial y muy concretamente por parte de Pasqual Maragall y sus colaboradores.
Me permito recordar aquí que el núcleo duro y más radical del catalanismo separatista no corresponde a la burguesía financiera, instalada básicamente en CIU, sino a la izquierda intelectual y al clero. En términos políticos y sobre todo ideológicos, esa izquierda y ese clero están a la derecha, muy a la derecha de la burguesía financiera, que, como es sabido, siempre se ha mostrado dispuesta a pactar, incluso a claudicar, para salvaguardar sus intereses. En definitiva, son tres ramas del mismo arbol; un árbol que, en mi opinión, es esencialmente burgués, no nacionalista, habida cuenta que siempre ha carecido, y sigue careciendo, de raíces auténticamente populares.
El hecho es que Pasqual Maragall, factótum del PSC, además de entregar el poder a Jordi Pujol para que éste pudiera dedicarse a “hacer país”, no ya sin el mínimo impedimento sino incluso con su apoyo decidido, elaboró la maquiavélica doctrina del federalismo asimétrico, de acuerdo con el cual, como primera medida de un proyecto de largo alcance, Cataluña dejaría de ser de facto una comunidad autónoma integrada en España y pasaría a ser una nación en condiciones de igualdad.
Todo ello no le impidió seguir controlando su formación para vender como catalanes y catalanistas los votos de sus charnegos (hasta el ochenta y cinco por ciento de los votantes del PSC) y al mismo tiempo prohibir que éstos tuvieran una intervención activa, directa y realmente representativa o democrática en la política catalana.
A mi modo de ver, la acción de Pasqual Maragall y sus adláteres constituye una las maniobras más perversas de la historia política no sólo de España sino incluso de toda Europa.
Mientras tanto, el separatismo institucionalizado siguió adelante con su plan, pues, de una parte, fue cerrando progresivamente las puertas de Cataluña a todo lo procedente del resto de España, al tiempo que blindaba una inmersión en lengua catalana abiertamente anticonstitucional e incluso delictiva, y, de otra parte, avanzaba en la colonización de España, ocupando con agentes propios resortes de poder y enclaves de valor estratégico, desde los medios de comunicación hasta Hacienda, sin olvidar el Ejército, al que tras la fallida intentona de Tejero había dejado de temer por considerarlo inoperante a efectos prácticos.
Ahora sabemos que lo que los separatistas quieren no es una independencia de cuño convencional sino una independencia a la medida, de acuerdo con la cual los españoles no podrán ocupar cargos de rango superior en las instituciones de Cataluña, mientras que, por el contrario, los catalanes podrán moverse libremente por todo el territorio español y asumir responsabilidades en sus medios de comunicación, en sus instituciones e incluso en parcelas tan sensibles para la estabilidad del Estado como la Judicatura, la Hacienda y el Ejército.
El objetivo último de los separatistas catalanes, más allá de la soberanía compartida, es la colonización y el sojuzgamiento de España.
Para mí como español, esa es la traición y esa es la conjura.