ESPAÑA: ¿TRIUNFO DE LA CONJURA?

A finales del siglo XVIII tienen lugar en Gran Bretaña los primeros de una larga y nutrida serie de avances técnicos de aplicación práctica que muy pronto abarcarán grandes parcelas de la actividad humana, incluida su organización sociolaboral, y, superando fronteras nacionales, se difundirán en amplios territorios de la Europa central y septentrional, hasta cristalizar por último en lo que el historiador Arnold Toynbee va a llamar Revolución industrial.

La máquina de vapor, movida por carbón, constituye sin duda la invención más decisiva de ese fenómeno histórico, ya que impulsa no sólo la industria siderúrgica y buena parte de la industria textil, junto con la minería, sino también los medios de transporte y comunicación terrestres y marítimos. Y, toda vez que tanto la industria textil como la siderurgia y la minería reclaman cantidades ingentes de mano de obra, muy pronto en torno a las ciudades se construirán grandes instalaciones fabriles y aún más grandes complejos de viviendas para los obreros y sus familias.

Ha cambiado el modelo de la estructura social. De hecho, se ha pasado de una sociedad rural y una economía agraria y artesanal, prioritariamente de subsistencia, a una sociedad esencialmente urbana y una economía basada en la mecanización y, gracias a ella, en la producción a gran escala de bienes de consumo que irán rebasando progresivamente el ámbito de las necesidades primarias del individuo y la colectividad. En términos marxistas diríamos que se ha dejado atrás el modo de producción feudal y se ha iniciado el modo de producción europeo u occidental. Es la hora de la economía de mercado o, si se prefiere, del capitalismo.

En ese escenario destacan pronto dos figuras humanas: el empresario y el obrero. Los empresarios, que contratan a los obreros en calidad de asalariados y comercializan el producto de su trabajo, forman pronto la burguesía empresarial, mientras que los obreros, integrantes del llamado proletariado industrial y urbano, no tardarán en crear organizaciones que les permitan defender sus intereses individuales y sobre todo colectivos a partir del nivel de subsistencia inicial (Trade Unions).

Burguesía y proletariado son, pues, los protagonistas de ese momento histórico que, en Gran Bretaña y la zona norte del continente europeo, se extiende desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX y, en atención a sus innovaciones técnicas y sus profundos cambios sociales, ha pasado a la historia con el nombre de Revolución industrial.

Si es cierto que muchos estudiosos extranjeros acostumbran a hablar del largo siglo XIX por entender que, como ciclo histórico coherente, se extiende desde las últimas manifestaciones de la Revolución francesa hasta el estallido mismo de la Primera Guerra Mundial, ya iniciado el siglo XX, personalmente considero que en el caso estricto de España habría que hablar más bien del corto y denso siglo XIX, toda vez que, de fronteras adentro, podemos afirmar que empieza en 1808 con una guerra de Independencia que degenera en un enfrentamiento fratricida y termina en 1898 con la liquidación de las posesiones de ultramar.

Entre esas dos fechas se sitúan hechos de tanta transcedencia política y social para el presente y el futuro de nuestro país como, por ejemplo, la promulgación de la Constitución de 1812, el reinado de Fernando VII (1814-1833), las tres guerras Carlistas, el proceso descolonizador de Hispanoamérica, las varias desamortizaciones, en especial la de Mendizábal (1836), la Revolución de 1868 y la instauración de la primera República (1873-1874). Cuando aún no ha terminado el siglo, España presencia el fin de su epopeya americana y queda reducida nuevamente a su espacio peninsular. La situación provoca una profunda y sentida reflexión en un puñado de intelectuales que hacen suyo el estado de postración que vive el país.

En ese contexto tiene lugar nuestra modesta Revolución industrial que, aunque llega con notable retraso respecto de los modelos británico y continental y se limita prácticamente a determinadas zonas de Cataluña y el País Vasco, nos trae, con el tendido de la red ferroviaria nacional y su esquema radial centrado en Madrid como capital de la nación, una decisiva mejora de las comunicaciones y, en consecuencia, una cohesión interterritorial que, si siempre fue necesaria, a partir de ahora será imprescindible para hacer frente a futuras tensiones de carácter centrífugo. Nuestro ferrocaril inicia su andadura en 1837, en 1848 se inaugura la línea férrea Barcelona-Mataró, que cubre una distancia aproximada de 28 kilómetros, y, a principios del siglo XX, la red ferroviaria nacional supera los 15.000 kilómetros.

Las burguesías empresariales vasca y catalana aceptan de buen grado la autoridad de la Corona que, al controlar el aparato del Estado, les ofrece a cambio su decidido apoyo frente a la competencia exterior. Se trata de una política proteccionista que, de una parte, cierra el paso a la entrada de productos extranjeros que podrían competir ventajosamente con los nacionales y, de otra, les asegura la explotación en exclusiva de un mercado no precisamente rico pero sí estable y de tamaño medio en el conjunto de Europa. (En 1800 España tiene una población 11,5 millones y en 1900 llega a los 16,5 millones).

En Cataluña, el proceso industrial reproduce, en líneas generales, el modelo ya implantado en Europa, bien que, como queda dicho, con cierto retraso. Inicialmente, la industria textil –tejidos de algodón y lana– se desarrolla sobre todo gracias a la aportación de capitales familiares y utiliza dos fuentes de energía: el agua y el carbón. Las fábricas que se establecen en la cuenca alta de los principales ríos de la región aprovechan como fuerza motriz los saltos de agua y reciben el nombre de colonias. En ellas, los obreros viven con sus familias bajo el control directo y permanente de sus patronos, mientras que las fábricas que se instalan en la zona litoral, siempre en el entorno de Barcelona, utilizan como fuerza motriz el vapor generado por la combustión de carbón, razón por la que se las conoce popularmente como vapores y son identificadas por sus altas chimeneas.

En el País Vasco, el proceso industrializador va arrancar de la extracción del hierro y la industria siderúrgica derivada de ella y por ese mismo motivo se va a concentrar en la provincia de Vizcaya. La gran protagonista de esta nueva actividad, cuya aparición y desarrollo debemos situar en el último tercio del siglo XIX, es una burguesía de nuevo cuño vinculada a la propiedad de las minas de hierro. Como en el caso de Cataluña, esa burguesía apuesta por el mercado nacional y en consecuencia reclama del Gobierno de la nación una política que proteja sus intereses. Gracias a esa política, y concretamente a las medidas proteccionistas de 1896, la industria vasca contará en lo sucesivo con un mercado en el que podrá colocar sus productos metalúrgicos sin temor a la competencia extranjera. Dentro de esa línea, el año 1898 marca el arranque de un nuevo impulso económico derivado de la repatriación de capitales procedentes de Cuba y Filipinas, colonias recién emancipadas.

En 1902 se crean empresas tan importantes y representativas como Altos Hornos de Vizcaya y Astilleros del Nervión, mientras que el sector naval, de larga y fructífera tradición, se consolida y se diversifica. Simultáneamente, el capital vasco inicia una fase de expansión con inversiones en diferentes sectores económicos de España y la industria metalúrgica incrementa considerablemente sus exportaciones gracias a la situación de los mercados europeos generada por la Primera Guerra Mundial.

A modo de resumen podemos decir que en el País Vasco la Revolución industrial giró en torno a cuatro ejes fundamentales –la minería de hierro, la siderurgia, la industria naval y la inversión de capitales– y, a pesar de su evidente retraso respecto del modelo británico, arrojó un balance final muy positivo, pues generó un progreso de rango europeo gracias a la existencia de una burguesía, sumamente activa y emprendedora, que, a partir de la inversión de capitales inicial, se procuró un poder financiero, banca incluida, de ámbito nacional.

Al hablar de la red nacional de ferrocarril nos hemos referido no sólo a su función como medio de transporte y comunicación sino también –deliberadamente– a su condición de elemento cohesionador de la nación frente a futuras tensiones centrífugas de la periferia. Esas tensiones tuvieron, pues, un claro sello burgués y en su origen estuvieron ligadas a la Revolución industrial tanto en Cataluña como en el País Vasco.

Dentro de esa línea directriz, en la segunda mitad del siglo XIX las burguesías catalana y vasca alumbrarán e impulsarán sendos movimientos políticos que, con el paso del tiempo, pondrán en jaque al Gobierno de la nación. Cada uno de estos movimiento reclamará un espacio geográfico propio y un poder político propio, no subordinado, a partir de una historia, una cultura y una lengua también propias y diferentes.

En Cataluña, los primeros indicios de la búsqueda de una identidad propia y distinta de la aceptada comúnmente como española se situán entre la tercera y la cuarta década del siglo XIX y se inscriben en lo que se conoce históricamente como Renaixença. Se trata de un movimiento cultural, sumamente minoritario, impulsado por la intelectualidad burguesa con un claro componente clerical y religioso, mientras que en 1895, en pleno auge de la industrialización, Sabino Arana, padre del nacionalismo vasco, funda el Partido Nacionalista Vasco (PNV).

El nacionalismo de Sabino Arana se asienta en una exaltada y, por eso mismo, romántica defensa de lo autóctono e incluso de lo telúrico –tierra, raza, lengua, religión, fueros– frente a lo español, encarnación de lo espurio e inferior. Con el tiempo, en el seno del PNV surgirá una corriente moderada que se opondrá a la radical en sus aspiraciones soberanista, pero ello no impedirá que la formación intente acoger en su seno a todas las clases sociales del País Vasco para impulsar su proyecto nacional y hacer frente tanto al poder del Gobierno central como a toda forma influencia exterior. Su objetivo inmediato será “crear comunidad”, incluso un “oasis vasco”. Esto no impidió que en 1916, tras el éxito de la experiencia catalana con la Lliga Regionalista, los sucesores ideológicos de Sabino Arana aceptaran un régimen autonómico para los territorios forales.

Aunque la Renaixença se definió como manifestación cultural apolítica, es frecuente que se la cite como punto de partida del catalanismo e incluso del nacionalismo catalán. Se extingue con el siglo, pero antes, concretamente en 1892, se redactan las “Bases de Manresa”, declaración de principios de un proyecto político catalanista liderado, entre otros, por Prat de la Riva. El nacionalismo catalán ha cobrado carta de naturaleza.

En 1901 se funda la Lliga Regionalista, que integra dos corrientes catalanistas de ideología conservadora y, dirigida por políticos tan destacados como el mencionado Prat de la Riba y Francesc Cambó, va a desempeñar un papel hegemónico en Cataluña hasta 1930, momento en el que es suplantada por Esquerra Republicana de Catalunya liderada por Francesc Macià.

En 1931, Francesc Macià proclama la República Catalana y, a pesar de que la aventura se salda con un fiasco inmediato, él es erigido en presidente de la Generalidad. Ese fiasco no es óbice para que en octubre de 1934, coincidiendo con la revolución de Asturias, Lluís Companys, nuevo presidente de la Generalidad, proclame el Estado Catalán. El Gobierno de la nación lo aborta, encarcela a Companys y decreta la suspensión del régimen autonómico concedido a Cataluña.

En la Guerra Civil (1936-1939), los nacionalistas vascos estarán a favor de la República y a su lado lucharán durante la contienda, pero la burguesía catalana da una vez más muestras de su seny y, tras pasarse al bando nacional (a la postre, el bando de los vencedores), recibe a Franco como su libertador, aclamándolo en la Diagonal barcelonesa (21 de enero de 1939).

A partir de ese momento, el nacionalismo vasco, controlado antes y ahora por la burguesía regional, no dará señales de vida hasta que, iniciada la década de los sesenta, Eta nos haga saber con sus criminales atentados que la guerra contra España no ha terminado, mientras que los miembros de la burguesía catalana se integrarán dócil y gustosamente en el nuevo régimen como buenos católicos y enemigos declarados del comunismo. En él medrarán hasta que, a finales de esa misma década, sabedores de que el régimen de Franco está próximo a su fin, empiecen a azuzar furtivamente ciertas acciones subversivas, a intrigar en sacristías y conventos y, sobre todo, a maquinar su gran conjura: una Cataluña soberana dentro y por encima de una España desnaturalizada, colonizada y sojuzgada.

Lo que viene después es de dominio público. Se inicia el proceso democrático, se proclama la Constitución de 1978 y se instaura el Estado de las autonomías, que pone fecha a la voladura de la nación española.

¿Triunfo de la conjura?

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