Cabe pensar que en la parábola evangélica de Jordi Pujol cada representante de las familias burguesas de Cataluña es una rama. Él es no sólo una de ellas sino, aunque no lo declare de manera explícita, la más importante. Y, como explica en su pedagógico e ilustrativo lenguaje parabólico, si cae esa rama que es él, caerán todas las demás ramas y, a la postre, caerá el árbol.
O sea, caerá toda la burguesía catalana arracimada en torno al patriarca Jordi Pujol durante más de tres décadas.
A juzgar por varios indicios de peso, la próxima en caer va a ser la rama correspondiente a Artur Mas, a la que seguirá, probablemente, la rama de Felip Puig, ministro de Interior (es un decir) y miembro del núcleo más duro del catalanismo separatista.
¿Acusación o, como se dice ahora, imputación? Corrupción y comercio (¿tráfico?) de influencias o, si se prefiere, economía especulativa en estado puro.
En ese contexto tal vez convenga explicar de una vez por todas que la burguesía catalana, dedicada tradicionalmente a la economía productiva, desde la que contribuyó al progreso de la sociedad de Cataluña y, por eso mismo, de toda España, decidió un buen día ampliar y diversificar sus actividades y empezó a operar en el campo de la política, con especial dedicación a la economía especulativa.
De hecho, con la llegada de la democracia (formal) a España, la burguesía catalana se apoderó de la administración autonómica con todas sus instancias de poder y representación para instalar inmediatamente una criptodictadura bajo la patriótica consigna de que en Cataluña la política debían hacerla los catalanes, tanto para los catalanes como para los no catalanes.
Colonos fuera.
Y, efectivamente, la burguesía autóctona copó rápidamente todas las instancias de poder y representación de esta comunidad teóricamente autónoma y teóricamente democrática, desde la Generalidad hasta el Parlamento, pasando por los partidos políticos de derecha, centro e izquierda, dejando un pequeño outlet a modo de respiradero para los charnegos, que, después de ser utilizados como fuerza de choque contra el franquismo, ahora debían contribuir a mantener viva y visible la apariencia de una sociedad culta y civilizada, junto con el simulacro de un sistema democrático.
Alojados en los estratos más bajos del PSC como masa ignorante y amorfa, los charnegos habían sido despojados desde un principio del derecho a decidir por sí mismos, sobre sí mismos, y siempre carecieron de representación propia. Y, si es cierto que ahora tenían derecho de voto, también lo es que ese voto suyo era capitalizado y comercializado colectivamente por los dirigentes del partido (PSC) para hacer política separatista o, lo que es igual, política en contra de ellos como ciudadanos de Cataluña y como españoles.
El hecho es que el sector separatista de Cataluña nunca reconoció la existencia de una comunidad de lengua y sentimiento españoles, a pesar de que esa comunidad representaba y representa más del sesenta por ciento de la población total de Cataluña.
Pero, además de ignorarla sistemáticamente para llevar adelante su proyecto separatista –proyecto esencialmente burgués y por lo tanto minoritario y elitista– y conferirle apariencia popular y democrática, ese sector de la población de Cataluña no duda en utilizarla con ese y otros fines propagandísticos cuando le conviene.
Evidentemente, de acuerdo con semejante planteamiento, la actividad económica generada por la administración autonómica, que operaba de facto casi como un estado independiente, debía recaer sobre ciudadanos catalanes y empresas catalanas, reales o ficticias.
Naturalmente, los proyectos de la Generalidad eran siempre o casi siempre para empresas catalanas. No contentos con todo ello, miembros de esa misma burguesía pertenecientes al entorno de Pujol y su familia establecieron pronto un canon (impuesto burgués), de cuantía variable, para gravar todos los encargos hechos por la Generalidad y sus incontables ramificaciones, en el bien entendido de que la empresa adjudicataria podía incluirlo en el importe total de la factura y por lo tanto no lo pagaba ella sino la Administración y, en última instancia, el contribuyente español.
Desde esta perspectiva, la carrera hacia la independencia protagonizada por la burguesía catalana ha sido y sigue siendo, a mi entender, una fuga de esa misma burguesía para eludir responsabilidades penales y escapar al acoso de la Hacienda y la Justicia de España.
Ese sistema de control político, económico y social no fue ideado por Jordi Pujol pero él lo implantó en gran parte y fue uno de sus mayores beneficiarios o, si se quiere, una de sus principales ramas.