El diario ABC y los españoles

Entiendo que, históricamente, ABC es, entre otras muchas cosas, el diario de los españoles de provincias.

Quiero recordar que, en nuestra doble y larguísima posguerra, a Plasencia el diario ABC llegaba los martes y, una vez leído y releído, se guardaba y servía para toda la semana; o sea, hasta el martes siguiente.

Que yo sepa, lo leían los maestros de escuela, los picapleitos, los militares con mando en plaza, los comerciantes más ricos, los feligreses más devotos  y los curas; de manera especial, los canónigos de la catedral, entre cabezada y cabezada, en el coro.

Yo empecé a leerlo con doce años; naturalmente a hurtadillas, siempre y sólo en verano. En el colegio de San Calixto y en el seminario no podía, so pena de expulsión.

Allí, en invierno, se rezaba y se estudiaba latín; mucho latín, menos griego.

A partir de entonces,  el diario ABC fue para mí una ventana abierta  en el muro del oscurantismo levantado por el espíritu de los tiempos.

Oh tempora, oh mores!

ABC fue también mi diario español en los años de emigrante. De hecho, ABC fue el diario de todos los españoles de la diáspora que se inició allá por los años sesenta del siglo pasado y se extinguió, como agua de lluvia en el desierto, durante sus dos últimas décadas.

El emigrante no tiene ideología, sólo patria, una patria sublimada y transmutada  en nostalgia que, por eso mismo, no existe o sólo existe en su imaginación.

El emigrante es un patriota nostálgico y apátrida.

En aquellos años sesenta, España terminaba en los Pirineos y en los Pirineos empezaba el extranjero.

Para los españoles de la diáspora, el extranjero y Europa eran una misma cosa.

Ahora, con unas Provincias Vascongadas traumatizadas y desnaturalizadas por los crímenes de ETA y una Cataluña sometida a la dictadura mafiosa de una burguesía desleal, el extranjero empieza en la margen izquierda del Ebro, el río de los iberos.

Aquende esa margen izquierda sobrevivo, ya viejo, entre añoranzas y maldiciones, incapaz de inclinar la frente y rendirme a la traición e incapaz de levantar el brazo contra los traidores.

Y aquí sigo hojeando y ojeando el mismo ABC de mi infancia, el ABC de toda mi vida.

En la mayoría de casos no me identifico, ni en el fondo ni en la forma, con lo que escriben, por ejemplo, Gabriel Albiac, Hermann Tertsch, Edurne Uriarte, García de Cortázar, Juan Manuel de Prada (el Misacantano) y Bieito Rubido, pero procuro estudiar sus discursos y sermones, porque considero que, en conjunto, forman parte de las historias que componen mi historia de España y, dentro de ella, mi memoria histórica.

Entiendo que cada uno de ellos se dirige a su parroquia, pero juntos transmiten un mensaje relativamente unitario, relativamente coherente, si prescindimos del tal Sostres, conocido en este espacio virtual como el Rompetechos catalán (en vernáculo, Trencasostres).

Sinceramente, lo que he leído de él hasta ahora en las páginas de este periódico conservador, que lo es también de todos los heterodoxos españoles desde hace más de un siglo, no justifica ni explica su presencia. Naturalmente, de acuerdo con mi modo de leer y entender.

Es cierto que Rubido, su director actual, no es precisamente un maestro de la pluma, pero hoy, al menos, nos ha regalado a los españoles, ortodoxos y heterodoxos, un mensaje digno de pasar a la posteridad:

EN REALIDAD, TODOS SOMOS HIJOS DEL HAMBRE.

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