Tragicomedia catalana: escenificación simbólica

Tras cincuenta años de intrigas más o menos encubiertas, en su mayoría perpetradas a traición, los separatistas catalanes, convencidos de su superioridad táctica y dialéctica frente al Gobierno español, deciden simular ahora un pulso decisivo y definitivo con él y, haciendo uso de una nueva añagaza, declaran la independencia de la República de Cataluña. 

El pulso es en realidad un farol, pues los promotores del proyecto parten de la malsana e ingenua idea de que, para evitar males mayores, el Gobierno español responderá a esa declaración aviniéndose a dialogar inmediatamente con los responsables de la nueva república y entonces serán ellos, los republicanos catalanes, los que impongan las condiciones del diálogo.

Dit i fet.

Pero, en contra de ese pronóstico,  el Gobierno español aguanta el pulso, y en seguida se pone de manifiesto que detrás del envite de los nuevos republicanos no hay nada: ni estructuras de Estado, ni dinero, ni apoyo popular. De la noche a la mañana se produce una desbandada con ribetes tragicómicos.

¿Todos a la cárcel?

El abad de Montserrat pide clemencia para ellos, incluso que no se los humille, mientras que la presidenta del Parlamento autonómico de Cataluña, una de las máximas responsables del proceso-proyecto, explica que la declaración de independencia fue sólo simbólica.

¿Dónde aprendió esa doctrina?

Yo, por mi parte, pido que se cumpla la ley, que, a mi entender, es lo único que un ciudadano tiene derecho a exigir a sus representantes políticos.

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