España, anacrónica Babel, y la envolvente catalana

Entiendo que nuestros queridos separatistas, acaso odiosos, nunca odiados, y nuestros traidores, nunca traicionados, representantes de un socialismo desintegrador y, por lo tanto, tan antisocial como irracional, no oyeron hablar en su infancia del mito  de Babel.

Eso explica para mí, viejo con entendederas de niño, que nuestros socialistas  hayan montado y oficializado una coyunda contra natura con los separatistas catalanes, minoría de estirpe burguesa y, a mis ojos,  elitista y discriminatoria.

Entiendo igualmente que esa misma burguesía propugna, en el marco de un capitalismo abiertamente reaccionario, la desintegración de España y el enfrentamiento fratricida de los españoles, por más que los gurús del nuevo credo socio-político se empeñen en pregonar que la erección de barreras lingüísticas favorece la cohesión social y la formación intelectual de sus desgraciados beneficiarios, empezando por los niños de esa aldea, hecha de aldeas con lengua vernácula, que es España, ahora llamada este país.

Unos y otros -separatistas auténticos y falsos socialistas- dicen y aducen  que la multiplicación de las lenguas en una sociedad inicialmente monolingüe es un signo de democracia y una muestra de riqueza.

Y, naturalmente, una referencia visible de progreso y buena convivencia.

Lo dicho, ni han leído la Biblia (o, más concretamente, el Génesis) ni saben que Yahveh, enojado con los seres humanos por su soberbia, decidió confundirlos, de manera que, al hablar entre ellos, no se entendieran y así abandonaran para siempre la pretensión de ser como Dios.

Estoy  plenamente convencido de que nuestros queridos y siempre desleales separatistas lo saben y quieren confundir a los ingenuos españoles, de modo que no se entiendan entre sí y ellos puedan imponerse a la púnica manera, o sea, sin disparar un solo tiro.

La multiplicación de las lenguas vernáculas no es precisamente la multiplicación de los panes y los peces.

Es simplemente  una argucia táctico-estratégica integrada en un diabólico y ambicioso plan general (¿se me permitiría decir conjura?)  al que hace algún tiempo bauticé con el nombre de envolvente catalana como aportación personal a la historia aún no escrita de España.

 

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