El síndrome del superino

Superino es palabra exclusiva de Pájaro bobo. Está registrada en su Idióticon con el significado específico de «ser desvalido, racional o irracional, que generalmente, no siempre, inspira ternura». En el hogar de Pájaro bobo, conocido como el Búnker de pladur,  se utiliza de acuerdo con esa acepción y otras afines, como, por ejemplo, «ser inofensivo y, sobre todo, inútil».

En la casa-caserna que Pájaro bobo cuida y regenta, bautizada por el vecindario  con el sobrenombre de Mirador de la Mola, habitaba y habita  un superino cuya vida Dios guarde muchos años.  De él se cuenta que en tiempos lejanos, ya en el siglo pasado y repasado,  había fatigado o, al menos, había vestido uniforme con charrateras y botonadura de mariscal, amén de gorra de plato,  en calidad de chófer de un prohombre de la localidad con posibles e influencia en la Villa y Corte, pero probablemente se trata de una infundada  leyenda suburbana, pues  Pájaro bobo, que lo conoce y reconoce, está convencido de que  el susodicho lleva sin pegar ni golpe ni escobazo desde antes de la guerra civil.

En la casa-caserna, el tal superino lleva algo así como treinta y cinco años. Las mujeres de su parentela  cuidan del hogar, hacen la compra y  administran el poco dinero de su guardiola, pues hay que decir que estamos en tierras catalanas, a pocos kilómetros de la Abadía de Montserrat y la Moreneta.

La única y por lo tanto principal tarea hodierna de este superino es pasear y detenerse ocasionalmente, casi por casua,  delante de un quiosco  o una librería para leer con disimulo y buena vista los periódicos del país, sólo sus  titulares, pues, como no paga, el hombrecillo, entre discreto y mezquino, no se atreve a pasar página.

También le gusta detenerse frente a  las obras de construcción en construcción, observar a los obreros y hacer señas a cualquiera que ocupe un andamio y esté al alcance de su vista y de su voz: «¡Cuidado con ese cubo, que viene un camión!». «¡Las dos menos cuarto!». «¡No hay de qué!».

Cuando llega a la plaza de los Caídos (y Resucitados), el superino busca el muro lateral  de la iglesia y, tan pronto como  se ha colocado de espaldas a él, se estira y se apuntala como  si aquel rincón fuera su púlpito o su speakercorner. Y lo es, porque, así que se le antoja que tiene quórum suficiente o aceptable, toma la palabra, eleva la voz y se pone  a recitar mensajes como:

«En este país nadie hace nada, todo es bla, bla, bla.  Empezando por los políticos de Madrid, sí, los madrileños. Todos con buenos sueldos, coches de lujo, y sin dar golpe. Això es una vergonya! Aquí tendría que haber alguien que mandara, no como Franco, pero… al menos orden. Sí, al menos, orden y trabajo».

Viandantes y paseantes, que ni oyen ni escuchan, le dan por perdido y van a sus asuntos de modo que, terminada la jornada y cansado de trabajar, el superino se dirije a su casa, que a decir verdad no es suya. Dentro, junto a la puerta, para que se vea y se lea, Pájaro bobo acaba de pegar con mucho esmero y mucho celo un papel que dice en letras de molde:

«Se ruega a todos los inquilinos que respeten y, en lo que les atañe y concierne, mantengan el orden y la limpieza del edificio y sus  servicios comunitarios. El Propietario».

Tan pronto como el superino entra y descubre el papel, se acerca hasta dar con sus gafas contra el  cristal protector y, así que ha terminado de leer y entender el aviso, hace gesto de arrancar el papel, pero,  avisado y disuadido  por el cristal,  se contiene y empieza a soltar por lo bajini y en aborigen: «Ese tipo aún no se ha enterado de que Franco ha muerto y esto es una democracia. Aquí, lo que hace falta es cultura y democracia, Eso es, mucha cultura y mucha democracia. Quin país!»

Lo dicho, ¡qué país!

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