IRI pasó la mayor parte de su vida laboral-profesional en el mundo de los libros. Y la mayor parte de ella en una editorial de Barcelona. Alli trabajó y aprendió. Puede decirse que, en cierto modo, cobró por aprender. El medio fue la lectura. En sus 40 años de lector a sueldo posiblemente leyó tanto como tres o cuatro personas juntas y posiblemente memorizó conocimientos equivalentes a los de otras tantas.
Una gracia que IRI, hijo de la guerra, siempre agradeció y sigue agradeciendo al cielo.
No cabe duda de que leer ocho o diez horas cada día, sábados y domingos incluidos, durante ese período de tiempo es mucho leer.
En la editorial, IRI desarrolló varias actividades –desde la de traductor hasta la de redactor, pasando por la de corrector–, pero él entendía y entiende que todas ellas podían reducirse a una y la misma, pues, de hecho, eran y son maneras de leer.
El que traduce lee, el que redacta lee, el que corrige lee. Necesariamente. Añagazas aparte.
En cualquier caso, las condiciones de trabajo de IRI fueron poco menos que inmejorables a partir del día en el que su jefe le dijo:
«Usted quédese en casa, nosotros nos cuidaremos de lo demás».
Y, mientras IRI leía a destajo, ellos le llevaban y le recogían el trabajo; le entregaban su dinerito, y él se lo quedaba.
Pero, como no hay dicha que dure cien años, el trabajo de IRI tampoco duró tanto.
Una tarde lo llamó su patrón y, sin mucho preámbulo, le dijo que había estado hablando con su hijo sobre el futuro de la editorial y los planes que tenía para él, IRI, como asesor y colaborador.
«Mi hijo no quiere saber nada de usted. Me ha dicho taxativamente: El señor IRI es hombre muerto».
Al interfecto, vivo y atento, las palabras del buen hombre le sonaron a sentencia de muerte.
Tanto es así que, cuando, poco después, éste, ya anciano y enfermo, dejó la dirección de la empresa familiar, IRI permaneció en su casita con sus libros, su mujer y sus hijos, sin molestarse en dar señales de vida.
Durante una semana no sonó el teléfono con propuestas o encargos, pero él no se sintió ni sorprendido ni herido.
«Como tenemos más que suficiente para vivir, no vamos a preocuparnos. Seguiremos haciendo la vida de siempre. Además, tú ya tienes edad para jubilarte».
Estas palabras de su mujer le infundieron confianza; la iba a necesitar, ya que, después de unos meses de silencio sepulcral, IRI empezó a observar movimientos y comentarios tan sospechosos como intrigantes en su entorno.
Lo que se temía.
«No tiene amigos. Es un fascista».
Poco después llegaron las provocaciones y las emboscadas. IRI aguantaba como podía y se iba preparando para lo peor, que no tardó en llegar. Decididos a romper su familia, agentes del orden establecido empezaron a maniobrar para atraerse a su mujer y separarla de él. El objetivo inmediato era dejarlo completamente solo y, a partir de ahí, ver cómo se volvía loco y cometía un disparate tras otro, sin que nadie le hubiera hecho absolutamente nada. Otra posibilidad era que, a la vista de su comportamiento asocial y violento, la familia lo internara en un psiquiátrico, que es como hoy se llama a los manicomios.
Acosado por los fantasmas, siempre inexistentes, de la intriga y la maledicencia, IRI se fue desmoronando psicológicamente, hasta el punto de que llegó un momento en el que pensó abandonarlo todo, incluso la vida.
Para IRI, aquel suplicio no tenía ni sentido ni razón de ser, pues él no era un delincuente y tampoco había cometido delitos graves. En rigor, su comportamiento cívico era infinitamente mejor que el de sus perseguidores por la sencilla razón de que él cumplía las leyes y no era beneficiario del régimen establecido, habida cuenta de que ni comulgaba con la ideología dominante ni pertenecía a la clase dominante.
Ese era su gran delito. ¿Castigo? Muerte civil.
Afortunadamente, después de más de veinte años de aislamiento social y suplicio psicológico, siempre en la oscuridad, IRI empezó a ver la luz y, a partir de ahí, a recuperar su autoestima y su equilibrio psíquico.
Y, como afortunadamente nunca conoció a los ejecutores de su muerte, ahora IRI puede decir con plena convicción que efectivamente todo fue un mal sueño.