Vistos desde una perspectiva global y estratégica, los actos llevados a cabo por los separatistas catalanes en el otoño de 2017 y centrados en el referéndum de autodeterminación (1 de octubre) y la consiguiente proclamación de la República catalana (27 de octubre) constituyen, a mi entender, un golpe de Estado en forma de rebelión/sublevación/sedición/conjura contra España, constituida en Estado democrático de derecho, con el propósito deliberado y manifiesto de subvertir en su totalidad y a todos los efectos legales y políticos el orden constitucional vigente en el espacio sujeto a su jurisdicción.
Me reafirmo en esa interpretación de los hechos, toda vez que, acto seguido, los sublevados declaran la guerra a España por la vía de los hechos consumados para hacer valer la vigencia de una pretendida legalidad catalana no sólo al margen de la legalidad española sino incluso y sobre todo por encima de ella.
Se trata de una medida en cierto sentido lógica y necesaria tras el golpe de Estado y la declaración de independencia. Ahora, como ellos mismos manifiestan, los separatistas catalanes están efectivamente en guerra con España.
Guerra sucia en la que un sector minoritario de la sociedad catalana -sí, sí, minoritario- actúa como aliado y soporte político de un gobierno autonómico formado básicamente por prófugos y exiliados, mientras su administración es controlada y dirigida por el Gobierno de la Nación.
Es cierto que Roger Torrent, presidente del Parlamento catalán, continúa en su sitio, pero también lo es que su actuación, siempre limitada, está bajo el control de la judicatura del Estado, mientras que el prófugo Carles Puigdemont, presidente de la Generalidad, pretende instalarse ahora en Berlín y ejercer las funciones de su cargo desde allí, mientras Oriol Junqueras permanece en prisión cautelar, al igual que otros dos destacados cabecillas del golpe de Estado. En Bruselas siguen los que huyeron con Puigdemont, que, al parecer, quiere reforzar este enclave, aunque sea sin su presencia.
Parece ser que el plan de los sublevados consiste en crear una serie de puntos fuertes en ciudades estratégicas de Europa como Ginebra, Estrasburgo y Edimburgo, además de las mencionadas, y llevar a cabo acciones individuales o conjuntas, siempre coordinadas y programadas. Sus dirigentes y estrategas piensan en una guerra de desgaste por un período de cinco a diez años y cifran sus esperanzas de victoria en la invisibilidad y la movilidad de sus agentes, así como en las acciones por sorpresa y las emboscadas, pero por encima de todo en su propia capacidad de supervivencia y la creciente complicidad de grupos y movimientos afines.
Gobierno en el exilio, guerra sucia de desgaste dirigida desde el exilio. ¿Nuevo capítulo de un irredentismo catalán cada vez más autoflagelante?