Blacky, Blacky

Ayer, look allure de caballito de mar
Blacky danzaba  sobre la acera.
Hoy, barquito en el mar de mi memoria
Blacky danza y navega.
Ahí, grabadas con los ojos en agua blanda
están su imagen y su estela.
Ahora, criatura del alma, alma sin criatura,
Blacky mira y espera.


La hora de Gog y Magog

Para Amos Oz

Uno está convencido –en la medida en la que un ser humano puede estar convencido de la veracidad y la veraz interpretación de un mensaje no humano escrito por dedo invisible en muro de piedra y allí mismo leído después con ojo azaroso y furtivo– de que nuestra sociedad, la sociedad de principios del siglo XXI, predadora ilegítima, ni racional ni instintiva,  ahora, sí, iremediablemente capitalista y  sólo capitalista, está a punto de vivir, tras el paso imperceptible, sólo imaginado, de una centuria a un milenio, una hora límite: el fin inexorable, buscado y no deseado, de una carrera, a la vez errática y frenética, en pos de un señuelo llamado progreso, golem servil y celoso,  a  la postre levantisco y despótico, imagen ideal en un principio complaciente, siempre ficticia y desleal a los ojos de miríadas de corredores salidos en levas, llegados a oleadas, y la irrupción súbita, nunca inicio de proyecto programado, tampoco concierto programático, de un futuro no más incierto que otros futuros, sí menos prometedor, en el que las interrogaciones más patéticas y acongojantes apuntan en corto y en directo, por primera o última vez, a la vivencia y la supervivencia de la humanidad en su conjunto, de la especie  hombre en su individualidad,  abocada, sin escamoteo posible, sin desvío viable, sin demora memorable, una vez roto el precario equilibrio inicial y excluidos en vida y de por vida alianza, pacto y negociación, tras errores, fraudes y abusos constantemente agrandados, rara vez aminorados, nunca cortados de cuajo y en redondo, al aniquilamiento  y la destrucción no sólo de todo aquello que aún hoy es obra y hechura suya –mundos físicos, universos mentales, hábitat  en suma, morada y cárcel– sino también de lo que, causa de la causa, constituyó su propio ser y existir en cuanto fenomenología de un espíritu venido a menos, a lo largo de una derrota que, cuando el Verbo ya era Verbo y el universo era nada, cuando la nada era todo o casi todo y la materia prima aún no había roto el vacío poco menos que infinito, todavía ajeno al tiempo, en la implosión-explosión primordial,  se inició con un soplo, aliento ensoberbecido de una voluntad de poder fatua y fatídica, negadora de Dios, émula de su divinidad,  atrapada luego para siempre, una vez hecha carne y sangre, en la trampa de la contingencia, dominio de la alienación y exilio de almas.

¿Pero es que acaso no está escrito en el libro de libros, aquel en el que la palabra es idea y la idea remisión a la Idea, que la purificación y la redención del ser humano pasan inexorablemente por el aniquilamiento y la destrucción del animal hombre con todo lo que éste ha concebido y ha construido a su imagen y semejanza en el espacio a lo largo de los tiempos?

Entre el muro de papel y el ojo de buey

El muro de papel

Ingo delante del muro

Ingo delante del muro

Una llamada telefónica, y ahí llega Ingo Weber que acaba de bajar del cielo. El avión viene de Alemania, vía Londres. El Insomne, en funciones de operador logístico, le explica el trance. Y la jugada, que es como él llama a la mudanza. Ya tiene a punto el equipo humano y el medio de transporte. Una recua de subalternos y su menda como capomastro.

Es momento de contar y pasar revista. Tres moritos sietisientas de la aljama de Tetuán con su camioneta-fragoneta-patera anfibia y multiuso. Cochambre y mugre con reminiscencias bíblicas. Y, ay, evocación nostálgica –-sí, nostálgica– de una infancia aterida. El Insomne da gracias a Dios, pero en el mismo instante casi se avergüenza de ser casi un hombre rico. Él, nieto, por vía materna, de un hortelano de la isla de Plasencia enemigo de los latifundios e hijo de un tonelero de la castellana Rueda que vivió y murió fiel a sus ideales sociales y socialistas. ¿Será que con el paso de los años se ha rendido y ha recobrado el juicio o, lo que es peor, el seny cuando se dispone a cubrir el último tramo de su vida?

Uno de los moritos habla español de Al-Andalus, otro inglés de Kenia, otro francés de Argelia; los demás miembros de la tropa, cristiano, cristiano rancio, meseteño. Enrique el de la katana ni abre la boca ni pestañea. Dice que sufre depresiones, y, ahora que pienso, el pobre tiene una mirada lánguida, muy lánguida. Además de hombre orquesta, es especialista en acciones de emergencia y, a pesar del sobrenombre que le endilgaron sus compañeros de fatigas, rehúye la violencia en todas sus formas. Falta el Lampi. (A los de su profesión aquí se los llama lampistas y allende el Ebro fontaneros.) Últimamente se le ve un poco descolgado, como a los del aluminato, que montan y desmontan ventanas o, en la lengua de Carod, finestres y finestretes. En cambio, está presente la señora María, oriunda de la Alpujarra granadina, que se ha ofrecido a colaborar. Y, claro está, Margarita; ambas, madres y amas de casa. Las mujeres nunca fallan. Están, pero no se las ve; no se las ve, pero están.

Ingo Weber pasó seis años en casa del Insomne cuando sus hijos, Ana y Miguel, estudiaban en el Colegio Alemán. Régimen de au-pair, estudio y trabajo, familia de clase media, cinturón industrial de la urbe catalana. El muchacho es listo, inteligente, activo, hiperactivo. Y aplicado. Tanto que aprende español, estudia dos carreras y aún le queda tiempo para cortejar a una buena y guapa moza de la comarca. Ahora el Insomne tiene, como quien dice, tres hijos: dos españoles y uno alemán.

Hechos los cumplidos a la usanza centroeuropea, Ingo pregunta a su segundo padre por ciertos aspectos de la jugada, a la que él llama joint venture,  y, sin esperar respuesta, comenta con ladina ironía: «Te lo haré con interés, no por interés». El aludido se percata al instante y, tras recordarle que siempre le ha remunerado generosamente, le explica que hay que trasladar los muebles, y por descontado los libros, de la casa vieja a unos pisos recién adquiridos; una mitad ha de ir al de Ana y Miguel; la otra, al de Blacky. «¿Blacky?» «Sí, al de Blacky; la criaturita viene a vivir con Margarita y conmigo». «Ya entiendo, pero ¿caben todos los libros en los dos pisos? ¿Cuántos hay en total?» «Imagino –-dice el Insomne– que siete mil volúmenes; de ellos, unos cinco cientos son diccionarios. Pero además están los trescientos o trescientos cincuenta títulos traducidos en treinta y cinco años de actividad profesional… Los embutiremos en estanterías, armarios y cajones. Y los que sobren, si es que sobran…» «Eso mismo, ¿qué hacemos con los que sobren?» «Sencillamente, con ellos levantaremos un muro, uno o los que haga falta». «Ya entiendo. Tú lo que quieres es construirte un búnker. Para eso me has hecho venir de Alemania». «Búnker o muro de papel, mein lieber Sohn,   de aquí no me mueven ni todos los bulldogs del Tripartito juntos».

Una semana después, exactamente a las diez de la mañana del 10 de enero de 2006, Blacky ladraba con fingida cara de perro desde su nuevo predio, una galería con barrotes de hierro y persianas de madera en una vivienda no exenta de encanto, y el eficiente teutón Ingo Weber posaba para la posteridad delante de su última construcción, un muro de papel y letra impresa que, con utópica ingenuidad, él considera indestructible, mientras que el Insomne, siempre soñador, gritará una y otra vez en dormivela: «En esta espelunca, a tres tiros de piedra de la Barceloneta, puerto del mar de la Sargantana, vive un proscrito al que los libros dieron alas para volar hasta la realidad virtual».

Con el ojo en el ojo de buey

Blacky, el caniche con alma de criatura, tira de la manta. El Insomne, apercibido, rezonga pero en seguida ahueca el ala. A pesar de su condición de  interfecto, habida cuenta de que vive y sobrevive en situación de muerte civil, pone en marcha la máquina. El primero en comparecer es el poeta de la Granja. Ahí, en la pantalla, está la marca de su visita. Sólo hace falta mirar y leer entre líneas: interlegere!

Quien tiene un amigo poeta tiene un tesoro.

Cuando está en marcha la máquina, ayer industria, el Insomne pega uno de sus ojos  al ojo de buey que mira al nordeste. El sol  ilumina el búnker y alegra la mirada de su morador-recluso.

El Menesteroso, avanzando por la izquierda, asoma en la esquina con su figura de legionario venido a menos. Bolsas del Corte Inglés. Comidita para la colonia felina. Potaje calentito en escudilla de aluminio. El hombre,  largo y estrecho  como un  suspiro, ni ríe ni parpadea. Tampoco mira a las criaturas. El  Insomne  piensa en ciertos médicos, en ciertos curas, en ciertos padres. Como hijo de la guerra, él sabe que no hay calor comparable al calor de una madre en una noche de invierno. Ese calor,  junto con la mirada, vivifica y alimenta.

Los gatitos se relamen y, entre zarpazos y dentelladas de mentirijillas, se retiran a sus aposentos, que son sus amagatalls, mientras el Menesteroso se aleja canturreando: “Ay, pena, penita, pena…”

Diez de la mañana.

Una mujeruca —facciones abotargadas, gorro hincado hasta por debajo de las orejas, el cuerpo, a lo que parece, embutido en refajos— se asienta en el banco que hay frente a la colonia de gatitos. La mujer tiene a su izquierda un carrito de niño y a su derecha otro carrito de niño, los dos cargados con bolsas. Ella, la mujer de la cara abotargada, el gorro y los refajos, en medio con su bolso en la mano. Al Insomne  le asalta un recuerdo a modo de intriga. ¿Dónde ha visto él esa mujer, ya anciana, de rostro abotargado? ¿En el metro de Barcelona, en el metro de Madrid, en el metro de París? ¿En el metro infinito de Berlín con sus tribus suburbanas de alcohólicos anónimos? ¿O fue acaso en una Kneipe-espelunca de Basilea, a orillas del Rhin?

El Insomne aparta la mirada y va a posarla en una pareja —rubia de pego ella, moreno de Cuba él— que ha instalado su mesa en el banco situado debajo del ojo de buey al que está asomado. Picnic callejero. Mantel gris oscuro, acaso de papel, platos de plástico, cucharas de plástico. Engullen, hablan, parecen tranquilos, incluso contentos, ya están en los postres, siguen hablando, él fuma, ella fuma, el Insomne, a tres metros de altura sobre el nivel de la calle, atiende al teléfono.

El búnker de pladur con sus tres ojos de buey y su balcón guarnecido con verja de hierro y persianas celosía  es a la vez mirador y atalaya. El Insomne tiene a sus pies una calle con escenas de la vida comunitaria en vivo y en directo y, a cuatro tiros de piedra en dirección Este, el mar de la Sargantana, hoy ciénaga, ayer piélago de fenicios, griegos y romanos.

¿Qué hace en estas tierras y en estas aguas un ibero?

El muro palimpsesto

A la izquierda, según se mira a poniente, la casa misteriosa horada el aire como si quisiera huir de las tinieblas y liberarse de la oscuridad por elevación. Se dice que sus paredes, siempre aderezadas con becqueriana hiedra, oyen.

A la derecha, brazos y plumas de grúas desguazadas  yacen en el suelo como tentáculos de robots abatidos o soportes de un raro escaléxtric venido a menos. Grúas de la construcción, mecanos deconstruidos.

En el centro, una precaria teoría de vigas y tablones, con hierbajos como tramoya y camuflaje, constituye la morada y el amagatall de una tribu de gatitos con vocación de okupas. Laberinto con galerías para entrar furtivamente y salir de estampida. Para esconderse y dormir al amparo de la noche.

Junto a la morada-amagatall, un muro, a buen seguro sordo como una tapia, ofrece amoroso resol a los felinos en las mañanas mínimamente soleadas de invierno.

Delante del muro, los integrantes de la troupe gatuna escenifican sus combates de pressing-catch a la mexicana con saltos y tombarelles tan reales e indoloros como sus zarpazos y dentelladas.

Además de cicatrices y protuberancias, el muro muestra cortes  y orificios que llegan hasta su alma y la traspasan. Alma de guijo, arcilla y argamasa.

Si el tronco del árbol de la vida tiene anillos que son otros tantos años, este muro tiene estratos que son otras tantas épocas de una genealogía, cada época con sus mensajes escriturísticos. Signo y símbolo. Signo de barro, símbolo imaginado.

El muro es un palimpsesto.

El Insomne, con el ojo pegado al ojo de buey que mira al septentrión, contempla la escena –casa, laberinto, muro, robots– y observa al Menesteroso, mano izquierda de la Providencia, que llega cuando cae la tarde.

Es la hora del àpat. Frío de invierno. Calor de Navidad. Diciembre de 2009.

Despedida sin despedida

Digo adiós  sine die a  mi buen amigo Robert Steiner, recluido en una residencia para genios averiados,  y me vuelvo a casa, con Anita y sus trapitos, al Select, espelunca suburbana, con sus  intelectuales venidos a menos y sus jugadores de ajedrez convertidos en tahúres domingueros.

Dejo de ser sparring de un  maestro de las sesenta y cuatro casillas y vuelvo a cotizar en la bolsa de trabajo, el legal y el clandestino. Juego, trabajo en una oficina y de vez en cuando «perpetro» alguna traducción, palabra de Valle Inclán.

–No debes quejarte –-me dice Anita cuando, sentados a la mesa con los ojos en el televisor, me mira y observa que estoy ausente.

–Tengo que volver a montar la industria. Con Steiner tenía un dinerillo adicional asegurado y ya no me quedaba tiempo libre. Ahora echaré de menos ese dinerillo y, sobre todo, nuestras conversaciones. ¿Dónde encuentro yo  alguien que me hable de matemáticas, de música, de filosofía, y no me haga bostezar?

–Pero hay también otras cosas. Pasárselo bien y ser felices. Y sobre todo, quererse. Eso es lo más importante…

–Tienes razón, Anita. Vamos a intentarlo.

Y, efectivamente, lo intentamos. Por un momento, nuestras relaciones se estrechan y ganan en intimidad. Con Anita también se puede hablar de cosas interesantes. Todo lo que hay que hacer es ponerse a su altura. Y escucharla. En la boutique se aprende mucho. Ella lo recoge y lo transmite.

Aunque no le hace gracia que vaya al Select –-cueva de

parásitos (Schmarrotzer y Gesindel)–, voy alguna que otra vez.  Le digo que busco clientes para mis traducciones, lo cual es parcialmente cierto, y que voy a ver a Essig, el abogado detective, cosa que también es parcialmente cierta, pero en   el fondo  voy, ante todo y sobre todo,  porque me tira el vicio: echar unas partidas y usurparle unos francos a un gorrioncillo (Spatz) es vidilla y  una manera de permanecer en contacto con amigos y conocidos.

Y como Essig tiene su estudio cerca del Select, le visito con cierta frecuencia, entre otras razones para estar informado.

En una de esas visitas me confiesa que, de momento, la cosa  está en calma y parece ser  que todo se va arreglando, pues no hay indicios de signo contrario.  Él opina que la sicosis paranoide que vive el país se debe a  la guerra fría y las tensiones que se registran en países del otro lado del telón de acero como Hungría y Checoslovaquia. También en Rumania y Polonia. También, claro está, en el universo balcánico de Tito. Yugoslavia es un polvorín, dice el buen sabueso.

Sólo un pero. El funcionario-agente del tercero primera sigue  adelante  con su particular cruzada contra los extranjeros.   Ha presentado varias denuncias.

–¿Y de lo mío?

–De lo tuyo, por el momento nada. Se ve a veces con Anita   en un bar que hay cerca de donde ella tiene la tienda. Creo que se llama Althaus, no estoy seguro.

–¿Y qué busca?

–Te lo puedes imaginar. Yo me inclino a pensar que va a intentar por todos los medios que Anita rompa contigo proporcionándole toda la metralla que pueda…

–¿Y por qué?

–Te lo he explicado varias veces.

–¿Puedo hacer algo?

–Creo que ya haces lo que debes. Además, tal vez, que procures no ir mucho al Select y, en especial, que no hagas ningún trabajo clandestino, ya sabes, traducciones o cualquier otra actividad no declarada. Eso es delito, un delito que aquí se llama Steuerunterziehung, fraude al Fisco, impago de impuestos, etc.

–¡Eso suena muy fuerte!

–Y lo es. Quiero decir, puede serlo. Por ahí no hay que seguir.    Cada uno debe ir tirando con lo que tiene y dejar la vidilla para otros momentos…

–Lo comprendo. ¿Le digo algo a Anita?

–Hombre, yo considero que no debes hablarle de eso  y,  además,   procurar que no sospeche nada. Yo iré informándote, sobre todo si  se produce alguna novedad importante o gefährlich. Mientras tanto  disfruta de la vida…

–Lo mismo digo.

Las palabras de Essig, sus indagaciones y sus temores, me han dejado bastante tocado. ¿Cómo debo comportarme con Anita?   ¿Hacer ver que no sé nada y seguir adelante con mi plan?

Llego a casa.

–Anita, ¿hay alguna novedad?

–Bueno, ahora ya sabemos que lo de tu amigo, el matemático Steiner, es irreversible. Dicen que tiene una enfermedad mental de origen hereditario. El último de la cadena ha sido él, pues parece ser que la familia está a punto de extinguirse. Los nazis por un lado y la locura por otro…

–Pero tú sigues pendiente de una herencia, lo cual quiere decir que, más allá de las apariencias, existe una línea hereditaria y por lo tanto genética… ¿No es así?

–Puede ser. Ya veremos cómo termina todo.

Anita está pendiente de dos partidas en otros tantos tableros. La de su herencia en Inglaterra y  la de Robert Steiner, el intelectual que, siguiendo una vena familiar, parece ser que ha dado en loco.

Pero, ¿por qué está tan preocupada Anita por la locura de ese pobre chico?

No lo sé. Trato de averiguarlo. Hablo de nuevo con Essig, el abogado detective. Está sobre la pista. También el funcionario policía del tercero primera. Yo, en cambio, estoy a dos velas.

En los primeros meses  de 1965 se mantiene la tensión política a uno y otro lado del telón de acero. El imperio soviético ha vivido su mejor momento. Ya no puede pensarse en una revolución victoriosa del socialismo real. El invento de Tito –un territorio balcánico no volcánico– tiene las horas contadas.

Las horas contadas. Eso es lo que  yo pienso cada día. Una partida de ajedrez con un vencedor cada vez más claro. El capitalismo es un ave Fenix. De momento no habrá ni Superhombre ni sociedad sin clases, sociedad horizontal, sociedad racional; seguimos bajo la ley de la selección natural, del instinto de supervivencia, del egoísmo individual…

Anita me llama para cenar. Son las nueve de la noche de un día de junio, 1965. En la televisión presentan un debate  entre     periodistas, escritores y líderes políticos  en activo. ¿Cuál será la salida de la actual situación de Hochkonjunktur económica y tensión política a lo largo del cable de acero que separa a los dos bloques?

Nadie lo sabe. Pero ganará el capitalismo. Un capitalismo que, en ciertos casos,  es ya una forma de socialismo de Estado. Al menos, en Suecia, en Suiza, en Liechtenstein.

En estos países existe una conciencia cívica que hace imposible un cambio social. Sus habitantes están convencidos de que han alcanzado la cima del bienestar combinando las ventajas de uno y otro sistema con una merma de libertad mínima. Hay bienestar y libertad.

Eso es, más o menos, lo que dicen los periódicos helvéticos, lo que comentan sus trabajadores en las cervecerías y, claro está, lo que aprenden sus jóvenes en las escuelas y en las universidades. Aquí, ni hay huelgas ni puede haberlas. Y cada ciudadano es un agente y un confidente de la policía.

Un agente de la policía es justamente lo que me encuentro cuando llego a casa procedente de Oerlikon, la fábrica de cojinetes, el polígono de polígonos.

Anita se siente sorprendida y también incómoda. Y dice:

–Creo que esto no funciona y se tiene que arreglar de una vez por todas. No quiero verme en líos con la policía. Estoy harta…

–Lo siento, si he hecho algo mal. Pero me parece que hay pecados  que consisten simplemente en haber nacido  allí, no aquí. Yo nací en otro lugar y no tengo los mismos derechos que los que han nacido aquí…

–Los derechos deben ganarse, conquistarse, hay que merecerlos –dice con voz de mando el tercer hombre.

–Perdone, pero no estoy hablando con usted. Nadie nos ha presentado

–Ni falta que hace.  Usted es un número…

–No sé qué quiere decir con esas palabras.

–Pronto lo sabrá…

La intervención del tercer hombre, el agente del tercero primera, me ha dejado helado. ¿Qué habrá querido decir?

Tan pronto como se marcha, intento hablar con Anita. No quiere. Insisto. La mujer se cierra. No sé qué  hacer. Me pongo a pensar.

¿Cuál es el peor de los casos posibles aquí y ahora?

Puedo imaginar, acaso también debo, que el funcionario del tercero primera, agente de la secreta, quiere acabar conmigo: meterme en la cárcel o hacer que me expulsen del país.

¿Acusación? Mi amistad y mi relación con Robert Steiner respondían a un encargo del administrador, empeñado en presentar al intelectual como un perturbado mental no peligroso pero sí dado a   especulaciones propias de un alienado y, sobre todo, manipulable. Yo habría ejercido una influencia nociva en él y con ello le habría provocado una crisis de personalidad… Si Robert Steiner había pasado por un psiquiátrico y su estado mental era  en estos momentos deplorable, se debía esencialmente a mi influencia en él, pues no había otra causa a la vista. De hecho, su comportamiento empezó a mostrar signos de desequilibrio hace ahora   unos seis meses, o sea, a partir de las sesiones de ajedrez y las conversaciones conmigo.

Eso era básicamente lo que decía y sostenía el vecino del tercero primera, el agente Eric Röhmer. Y Anita lo creía a pies juntillas.

Intento hablar con ella en varias ocasiones, pero no sirve de nada. Es aún peor. Me supone una perfidia y unas intenciones  que yo no puedo desmontar, pues, a cada nuevo intento, se refuerza su opinión negativa sobre mí.

El del tercero primera la ha trabajado tan a fondo que no se puede hacer nada. Llamo a Essig, nos vemos, una vez más,  en el Select, le explico la situación como si fuera una partida de ajedrez y le pido consejo. Tenemos  al intelectual convertido en  rehén del administrador, y, al parecer, perdido para siempre. Por lo que me comenta mi abogado-detective, yo he contribuido a esa situación con mi amistad y mis sesiones de ajedrez con el pobre muchacho. ¡Lo que me faltaba!

–¿Y de dónde se ha sacado ese infundio?

–Por lo visto, el administrador ha conseguido demostrar no sólo que Robert Steiner está trastornado sino también y sobre todo que es unzurechnungsfähig o, lo que es igual, que está incapacitado para cuidar de sí mismo y de sus propiedades. Según él, tú has venido recibiendo del pobre señor Steiner desde diciembre pasado una asignación mensual de mil quinientos francos suizos en concepto de honorarios por clases de ajedrez impartidas en un local conocido como la Sacristía de la iglesia de San Jacob…

–¡Eso es un disparate!

–Me lo imagino. Pero así está escrito…

–¡Otro enredo de mierda! Y dígame ¿qué hago yo ahora?

–No sé, no sé. Tengo que pensarlo muy seriamente, pues de momento no sé por dónde tirar.

–Antes de que se me olvide, a mí todo lo que me ha dado Steiner son cincuenta francos por cada sesión de ajedrez, una a la semana, durante seis meses. Doscientos francos al mes, en dinero, sin papeles, sin nada.

–Al parecer, el administrador te ha estado observando, bien personalmente, bien a través de un subalterno…

–Pero si yo a él no lo conozco. Ni sé quién es ni sé si lo he visto alguna vez.

–Todo eso, que con toda seguridad  es verdad, le ha servido para montar su trampa. La trampa es básicamente contra Robert Steiner, como heredero y, por lo tanto, es una trampa de dinero. Tú actúas aquí como tonto útil o, al menos, como colaborador inconsciente… Al administrador le ha venido muy bien la presencia de un jugador de ajedrez que, además, estaba y está siendo investigado por el agente  Römer. Ahora, éste está al corriente de todo…

–Otro enredo de mil demonios. A este paso, o salgo pitando de aquí o me vuelvo loco…

–Lo importante en estos momentos es recabar información, establecer un plan y, sobre todo, no cometer errores por precipitación o imprudencia…

–Por ejemplo…

–Intentar escapar, esconderse, decir cosas que puedan ser utilizadas contra ti, etcétera, etcétera…

–Comprendo. Pensaré. Y, cuando me calme, empezaré a organizarme y a elaborar un plan.

Dejo a Essig, mi buen amigo y servicial Essig, y me voy a casa. Tengo que hablar con Anita. Ya está en la cama. «Buenas noches». «Mañana hablaremos». «Sí, mañana».

En la fábrica de Oerlikon todo va sobre ruedas o sobre cojinetes. El jefe de la oficina me recibe muy contento. Tiene una noticia bomba para mí. Resulta  que la dirección de la empresa quiere abrir varias sucursales o delegaciones en Sudamérica. El hombre me dice:

–Siguiendo con nuestros planes de expansión queremos  inaugurar media docena de sucursales en Sudamérica. Concretamente en Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia, Perú… Para ello enviaremos una delegación formada básicamente por ejecutivos y técnicos. Pero también necesitaremos un intérprete, y estamos pensando en usted… ¿Qué le parece la idea? ¿Cómo está de portugués?

–En primer lugar, muchas gracias por la propuesta. Evidentemente, la idea me interesa. En cuanto al portugués, es tan fácil para nosotros que lo entendemos sin necesidad de estudiar…

–El proyecto está todavía un poco verde, pero va en serio. Será para el año próximo. Digamos que a partir de septiembre.

–De acuerdo. Ya me informará. Y, por favor, dígame si tengo que estudiar o preparar algo.

La cosa queda así. Seguimos hablando en los días siguientes. Después todo se ralentiza. Un año es mucho tiempo.

Lógicamente  no le digo nada a Anita, que me espera para hablar de lo nuestro.

–Creo que es mejor cortar nuestra relación. No funciona. Y no tengo ganas de enredos, ni de política, ni de dinero, ni de locos.  ¡Lo que me faltaba! ¡No sé por qué te metes en esos problemas!

–Imagino que unos son culpa mía, otros no.

–Es posible. Pero el balance es desolador, catastrófico. No hay quien lo aguante.

–Lo entiendo. Tienes razón. Dime que te debo y te lo pagaré.

–Justamente de eso mismo quería hablar yo. Llevas aquí… ¿cuántos meses? Bueno, lo estudiaré, lo estudiaré…

Efectivamente, Anita lo estudia y, días después,  me hace una propuesta. En presencia del tercer hombre. La situación está clara.

–Tendrás que abandonar la vivienda en el plazo de una semana.     Por tu estancia durante los meses que has vivido aquí deberás pagarme dos mil francos. Ya he descontado tus regalos mensuales…. Tienes un mes de tiempo. Cuando encuentres alojamiento, deberás comunicarme tu dirección postal….

Aquí interviene el tercer hombre para advertirme:

-Y que no se te ocurra montar una de esas jugadas de ajedrez a las que tan aficionado eres… ¡Ja! ¡Ja!

Me contengo para no estallar de rabia y no llorar de impotencia… Esto parece una maldición.

–De acuerdo, haré todo lo que me decís y seré un buen chico. Lo único que os pido es que me concedáis ese plazo de tiempo y, por favor, no digáis nada a mi jefe, pues sería contraproducente, malo para mí y, por supuesto, malo para vosotros.

–Capito. No te preocupes, muchacho, no somos tan tontos como para obrar en contra de nuestros intereses. Ya lo irás viendo…

Las últimas palabras del tercer hombre encerraban una advertencia y un plan. Estaba clarísimo, primero cobrar, después denunciarme.

Me quedo en mi habitación y elaboro un plan de urgencia. No diré nada a Essig. Si lo meto en líos será mucho peor para mí. También para él. De ahora en adelante tengo que actuar por mi cuenta. En solitario, a escondidas, sin consultar con nadie. Y, llegado el momento, saltar por sorpresa. Eso o la cárcel.

Empiezo a preparar el petate para cambiar de alojamiento. Mantengo las apariencias. En casa de Anita. En el trabajo. Sigo acudiendo esporádicamente al Select, donde a veces veo al bueno de Essig. Ahora está acompañado casi siempre  por una hembra con culo y tetas de puticlista. La mujer, de edad imprecisa, lleva el oficio, también el precio,  en la cara. Y en el movimiento de las nalgas.

El hombre me saluda y queda como avergonzado. No hablamos. Intento darle a entender que no hay ninguna novedad, que todo sigue igual. O, mejor aún, que todo se va arreglando.

La imagen de Essig, el abogado detective, empieza a difuminarse en mi cabeza como antes empezó a difuminarse la imagen, mucho más atractiva para mí, de Isabell, la mujer que más  me ha querido hasta ahora después de mi madre…

Despierto. Gare d’Austerlitz. París. 10 de julio de 1965.

Advertencia post scriptum

Efectivamente, Birkendorf, Aldea del Abedul en tierras de Wilhelm Tell,  no figura en los mapas de la época —mediados del siglo XX,  ese siglo nuestro que ya es historia—, de ninguna época.

¿Flor  de mi imaginario?

En realidad, Birkendorf es Zürich, metrópoli financiera, industrial y comercial  de la Suiza alemana y, por eso mismo, de  toda la Confederación Helvética.  Siempre activa y dinámica, nunca ostentosa,  hoy rica y un sí es no es  opulenta,   Zürich encarna, acaso como ninguna otra ciudad europea, el espíritu de la burguesía protestante a lo largo de cinco siglos de historia.

Ahí,  en el Lebensraum —espacio vital— que surge  y se despliega  entre el Rin, arteria vertical, y el Danubio,  arteria horizontal, floreció la Europa de la Reforma, la Europa  de la Ilustración (Aufklärung), la Europa  de la Revolución industrial.

Cogitare aude, sapere aude, legere aude,  agere aude…

En ese mismo Lebensraum situó Robert Musil su Kakania, imperio de naciúnculas, patria de apátridas.

Esa Europa y ese espíritu son los que  Miguel Benítez Expósito conoció, estudió y asimiló en su viaje de juventud.

¿Viaje de juventud?

Sí, viaje y sueño de juventud,

pero también y por encima de todo

emigración y exilio, fábrica, taller y escuela.

En rigor, Miguel Benítez Expósito es Ramón Ibero.  Trampantojos aparte, uno vivió y otro recordó y escribió lo vivido..

Esa fue su vida y esas fueron sus experiencias por espacio de ocho largos años, años de dolor,  de nostalgia —Sehnsucht!—,  pero también de trabajo, de aprendizaje, nunca de plenitud, siempre de superación.

Europa, Europa…

Ajedrez y matemática

Para mí, conocer a Anita Mayer y cambiar de domicilio fue todo uno. Dejo la proletaria Langstrasse con sus italianos y sus trattorie. especie de «Pequeña Italia» con fuerte regusto a gueto meridional,  y me voy a un barrio burgués, pequeñoburgués, poblado, casi exclusivamente, por aborígenes o, lo que aquí es casi igual,  descendientes del legendario Wilhelm Tell por vía directa, dialecto incluido. Pero en este caso el dialecto –Schweizerdeutsch o Suizerdütsch– es más fruto de una progresiva degeneración fonética de vocablos emanados de una fuente única y por lo tanto común  que amalgama  de voces pertenecientes a varias fuentes  consumada y sedimentada  en el transcurso de los años.

Como tantas veces en tantos lugares, aquí y ahora el lenguaje se ha hecho lengua, la lengua se ha hecho habla, el habla se ha  hecho dialecto y el dialecto se ha hecho idiolecto.

Neumünsterstrasse es una arteria de Birkendorf con establecimientos de lujo, semilujo y lujo kitsch. Burguesía media y baja. Personas  que trabajan afanosamente  durante la semana y rezan, pecan  y beben en los fines de semana. ¿Se emborrachan?

En el edificio donde tiene su piso Anita viven en total quince  familias. Entre sus componentes hay un par de abogados, dos funcionarios de rango medio, un agente de bolsa, una puticlista de alto standing, dos mecánicos de coches, un tendero y, según me explicó Anita, un carnicero que trafica con reses que le llegan de Luxemburgo. El hombre, con cara de lechón, es todo   un peso pesado. A los mencionados hay que añadir la propia Anita, que regenta su boutique de prendas femeninas prêt à porter con sello de la mejor confección europea y firmas que van desde la italiana  Brioni hasta la británica Mandy. Todo muy exclusivo, schick y kitsch.

Anita se mueve con donaire y complacencia entre garments y Klamotten, que es como llama a sus trapitos, danzando entre el  inglés y el alemán. Ella viste la tienda y da la talla. Melanie, su ayudanta y única dependienta, responde con creces a las exigencias del papel y lo mismo atiende a una respetable dama que saca de paseo a su Pudel, de nombre Dingo, mientras ella se prueba un   modelito exclusivo valorado en dos mil francos suizos.

Melanie, siempre atenta a los deseos de su ama, aparece y desaparece tan pronto como ésta se lo indica con una mirada. Lenguaje femenino entre mujeres. Además de ayudanta y dependienta,  Melanie es aprediza, pues aprende.

Entre sus encantos y atributos, Anita luce un sex appeal cultivado y comercializado no como gancho de machos sino como excelencia de una feminidad que se sabe superior en dones de la naturaleza. De hecho, la mujer es más mujer que el hombre hombre,  de la misma manera que la hembra es más hembra que el macho macho.  Y, sobre todo, la madre es siempre más madre que el padre padre.

Anita juega al juego de la vida entre las cuatro paredes de su  boudoir. Superados los cuarenta y realizados los deberes rituales que impone la mejor sociedad capitalista, ella, como otras mujeres afortunadas, ha encontrado un remanso agradecido y complaciente en esa edad imprecisa, casi estática, que, con ayuda de la cosmética y sus artes aplicadas, se prolonga hasta la antesala de la vejez y, a veces, hasta las  puertas de la mismísima muerte.

Cuando el caso lo requiere y la situación lo permite, Anita enhebra un hilo finísimo y muy valioso para aludir, en un par de puntadas, a su apellido -–Mayer– y al origen judío de éste y, por lo tanto, también de su familia y de ella.

A decir verdad, de las variantes que conozco -–Maier, Meier, Mayer y Meyer–, Maier es apellido de gentiles, un apellido tan vulgar como el alemanísimo Müller, con sus formas dialectales, y el español Rodríguez. Meier aparece casi por igual entre gentiles y miembros del pueblo elegido, mientras que Mayer es mayoritariamente judío y Meyer aún más.

Anita procura sacar a colación el tema de su ascendencia hebrea y, tirando de la sisa, hablar de un pariente suyo, residente en Londres, donde murió hace unas cuatro décadas dejando una fabulosa fortuna a disposición de quienes acrediten su condición de herederos.

Ella, Anita Mayer, figura en la lista de posibles beneficiarios elaborada por el abogado que lleva el asunto.   Y así se lo hace saber a las damas de los Goldschmidt y los Meyersohn que figuran entre sus clientas más distinguidas y  acaudaladas.

Evidentemente, nadie sabe si Anita recibirá un pellizco de la herencia que espera y reclama, como tampoco sabe nadie si es cierta la historia de la herencia. Lo que sí se sabe es que la historia alimenta su imaginación y de una manera u otra le da vida.

Cuando la conocí –finales de 1964–,  Anita ya había vivido y había dejado atrás un matrimonio que, acto seguido, la llevaría a  tomar la decisión de permanecer fuera de circulación y comercio durante un período de tiempo no precisado. De momento, con su boutique y sus escapadas a Sankt Moritz tenía suficiente para conservar la ilusión y la joie de vivre. Una vida cómoda, sin  grandes problemas y, naturalmente, sin grandes ambiciones.

Recuerdo muy bien que fue en una de esas espeluncas o cervecerías en las que  se bebe y se berrea al compás del Jodeln,  música  oriunda del Tirol que viene a ser como el flamenco de los Alpes y los granjeros alpinos.

A pesar de cultivar con empalagoso mimo las relaciones con  los Goldschmidt y los Meyersohn e insistir, siempre que puede y considera oportuno, en su ascendencia hebrea, Anita no tiene en su casa nada que se parezca a una menorá o unas filatcterias, tampoco libros de rezos que hagan pensar en el Talmud o la Torá.

No obstante, cuando recibe una primera visita de alguien que   ha despertado su interés no duda  ni un instante en mostrarle la   mezuzá que cuelga del dintel de su puerta, a la derecha, en alto y por dentro. La mezuzá -–un rollo con un pergamino en el figuran los  párrafos iniciales de la principal plegaria de los judíos– identifica la vivienda y protege a sus moradores.

Anita es superficial. Todo apariencia. ¿Sólo apariencia?

Es posible que la cabeza le dé para más, incluso para mucho más. Pero no tiene tiempo, ni ganas. Parece que con su boutique,  sus amistades y su vida de mujer emancipada tiene bastante para ir viviendo. No ambiciona mucho más.

Ahora, abril de 1965, está preparando la temporada de otoño, que empieza a primeros de  septiembre.

Aun así, la mujer para poco en casa. Lo justito para dormir, hacer sus rituales abluciones matutinas y vespertinas, poner en  orden sus cosas, contar su dinero, llamar a alguna amistad y poco más.

¿Lee?

A lo sumo el periódico, siempre y sólo por encima, los titulares, a partir de la tercera página, o sea, a partir de la cuarta página del Tages Anzeiger, que es el tabloide que Anita, compra, hojea y ojea a diario.

–Hoy no hay nada interesante. Habla de  Golda Meir, pero no explica nada nuevo. A lo sumo, este dicho yidish: «si mi suegra tuviera ruedas sería una carrroza».

Lo de Israel no tiene solución. Allí no se puede vivir y a la larga…

–¿Qué pasará a la larga… –le lanzo con intención de iniciar un diálogo.

–Pues que el Estado de Israel es inviable. Una dama muy importante, con muchísimo dinero, amiga mía, me viene diciendo desde tiempo que cuando los lobbies sionistas de Sudáfrica, Canadá  y Estados Unidos se cansen de enviar dinero, todo se vendrá  abajo.

–Es posible. Pero en Israel hay una sociedad con muchas ganas de luchar. Los jóvenes que llegan del Este, entre los que abundan los militares, están organizando las fuerzas de seguridad. Israel tiene el ejército más poderoso de la región; el mejor ejército del mundo en términos de organización y eficacia.

–Sí, todo eso y mucho más es cierto. Pero no se puede mantener. Lamentablemente. ¿Cuánto durará? Nadie lo sabe.

–Yo creo que, de momento, la última palabra la tiene Estados Unidos, y Estados Unidos ha decidido potenciar y apoyar a Israel.

Anita no contesta. Se pone a mirar la televisión.  Un programa de variedades y gente guapa. Entonces me dice:

–Ven a verlo. Te gustará.

Digo que sí con la cabeza y voy a sentarme a su lado. Me siento, y, como es sabido, de la proximidad nace el roce y del roce la intimidad.

La vida con Anita es agradable, aunque sin duda falta ilusión. Al menos por mi parte. El cambio ha sido brusco, demasiado  brusco. Salí corriendo de la Hohlstrasse y me  refugié en casa de Anita pensando, más allá de la aventura, en la esperanza de iniciar una nueva vida o, al menos, una nueva etapa.  De momento, todo en orden. Ella se levanta a las ocho y media y abre su boutique, según tiempo atmosférico y humor femenino, entre las nueve y las diez de la mañana. Yo sigo levantándome en torno a las seis, pues tengo un largo viaje con el autobús hasta la fábrica de cojinetes de Oerlikon, donde ahora redacto y preparo cartas de envío y documentación varia en alemán, inglés y español. El trabajo no está mal, el sueldo es ahora aceptable, pues permite vivir con cierta dignidad. Además, mi jefe, Herr Wiederkehr, está contento conmigo y se alegra de  que todo se haya arreglado.

Él tiene sus planes y yo los míos. Él quiere que me quede y me nacionalice. Este es el país más avanzado de Europa y tal vez del mundo, donde mejor se vive, donde más se gana, donde…

Mis planes son otros, muy otros. Primero, me gustaría tener una actividad laboral y profesional relacionada con la cultura.  Segundo, no tengo intenciones de permanecer en este país, que me discrimina y me humilla, que discrimina y humilla a todo ser humano que llega del sur y, según los nativos, es inferior…

Es sábado noche. Salgo a cenar con Anita. Un restaurante de medio pelo con cierto protocolo. La comida es buena, el servicio  aceptable. Hablamos. A ella le gustaría ir de vacaciones a Inglaterra. Le digo que con el idioma no habrá problemas. Se siente ofendida. Rectifico.

–Podemos empezar a practicar.

–Sí, claro, pero sobre todo a ahorrar.

–Depende del tiempo que quieras estar allí.

–Hombre, pues dos o tres semanas.

–De acuerdo. Iré a una agencia y preguntaré precios.

–Creo que lo mejor es todo incluido, Pauschalpreis, viaje en avión y estancia de tres semanas para dos personas en un hotel de     primera.

–Anita, la verdad es que no estoy acostumbrado a tantos lujos.   Yo, con una pensión o un hotel de tercera,  me conformo.

–Bueno, tú déjame a mí…

Y la dejo. De modo que vivo como invitado en su casa, donde soy tratado a cuerpo de rey. Durante la semana trabajamos; los fines de semana salimos y entramos.

Aun así, hago alguna escapada furtiva al Select, al club  de ajedrez de los burgueses, incluso al Odeon, donde han hecho acto de presencia las primeras oleadas de hippies.

Y llega la música de los Beatles. Yesterday  es una canción memorable.

En el club de ajedrez leo un mensaje colgado en el tablón de  anuncios: «Suche Schachmeister. Theorie und Praxis» Telefon: 5 34 00 23. Robert Steiner». Que literalmente significa: «Busco maestro de ajedrez. Teoría y práctica. Teléfono… Robert Steiner». Pregunto a un asiduo de sus salones y su sala de  juego. Y me informa:

–Es un chico inteligente. Un poco ido, pero inofensivo. Estudió matemáticas y filosofía y no sé qué más. Es inteligente,  demasiado inteligente. Alguna vez viene por aquí, pero no habla con nadie. Dicen que se le murió la madre, a la que estaba muy unido, pues no había tenido padre, y desde entonces vive en otro mundo. El mundo de sus ideas, de sus sueños, ahora el mundo del ajedrez, mañana…

–Mientras no sea agresivo…

–Eso sí se lo puedo asegurar. En absoluto…

–¿Y tiene dinero para pagar un profesor particular?

–El dinero no es problema para él. Tiene más del que necesita… Estoy convencido de que se entenderá con él.

–Muchas gracias, Herr Langescheidt.

Cuando llego a casa, intento explicarle a Anita mi nuevo proyecto, pero  se me adelanta:

–Tienes visita.

Es mi amigo Essig, el mismo que me rescató de las garras de Hacienda y la policía. Saludos de rigor. Naturalmente, con reticencias por mi parte. No quiero hablar de ciertas cosas  en presencia de Anita. Él lo capta, ella también. Rompo:

–Podemos ir a tomar una cerveza. Anita tiene trabajo. Ya sabes, sus cosas, cosas de mujeres… Essig se despide:

–Mucho gusto, señora…

–Mayer.

–Lo dicho, mucho gusto, señora Mayer.

Mi intención es cortar con el pasado y no meter a Anita en él. Essig, siempre agudo, lo capta al vuelo. Y está de acuerdo. Entramos en un Tea Room casi vacío, silencioso, en penumbra.

–¿Qué desea, Herr Essig?

–Un café, por favor. La noche pasada dormí poco. Ya le contaré.

–Estoy en ascuas.

–Me refería a otra cosa. Lo suyo está arreglado. O casi. Ahora  sólo hay que esperar y no cometer ningún error, ni por asomo.

–Lo entiendo. Y estoy dispuesto a seguir al pie de la letra sus instrucciones.

–Resumiendo. El funcionario de Hacienda con el que he tratado todo el asunto, Herr Braunfels, nos ha dado una solución. Usted pagará a Hacienda un total de tres mil ochocientos francos suizos y recuperará su pasaporte. En esa cantidad están incluidas: la deuda al Fisco y la penalización por los trabajos clandestinos… Ya sabe.

–¿Y mi pasaporte?

–Lo tendrás tan pronto como retiren de su cuenta el dinero adeudado. La cantidad que le he dicho. Lo mío son mil francos, de modo que le quedarán aún unos trescientos.

–Pues muy bien. Nos iremos a cenar. Yo invitaré a Anita. Y usted, ¿tiene alguna clienta para la ocasión?

–Ya pensaré. No me será difícil encontrarla. Además, si no encuentro ninguna, mejor para mí. Como usted sabe, como por dos.  Y, antes de que se me olvide, dos advertencias importantes: Primera.    Que sepa que está en libertad vigilada. El Maspoli aquel no quería que dejaran al español en libertad. Quería que lo encerraran en la cárcel y a continuación lo deportaran. La acusación más grave no era el asunto de Hacienda, fraude al Fisco, y tampoco las relaciones económicas con personas del Este. Lo más grave para el agente Maspoli, como para toda la policía helvética,  eran sus contactos  con los socialistas italianos. Dicen que son agentes comunistas y están aquí, en la Confederación, para organizar la revolución…  Mucho cuidado, amigo español. Esta vez se ha salvado porque su jefe en la fábrica de Oerlikon ha apostado por usted:  es  un buen trabajador, y aquí eso cuenta mucho…

–De acuerdo. No les defraudaré ni a él ni a usted, aunque sólo sea por la cuenta que me tiene. Y, a propósito, ¿qué le digo ahora a Anita?

–Muy sencillo. Que nos conocemos del Select, del ajedrez y todo eso. Los miembros de nuestra tertulia tienen fama de anticomunistas radicales. De hecho algunos nos conocen como los «Enemigos del Gulag».

En efecto, Anita acepta de buen grado la explicación: son amigos del Select, jugadores de ajedrez, intelectuales de cuño ácrata y anticomunistas. No hay ningún peligro.

Aun así, la mujer recela. Está pendiente del teléfono, de la correspondencia, del inquilino del tercero  primera, del que se dice que en realidad no es funcionario del ayuntamiento sino agente de la policía. A ver si le dice algo. En otro caso, siempre le queda el recurso de abordarle y preguntarle. En tiempos pasados fueron amigos, antes de que él se casara.

Salimos. Anita me habla de sus proyectos. Quiere pasárselo bien. Disfrutar de la vida. Vivir el día, vivir al día.

Es sábado noche. Essig al teléfono.

–Ya puedes pasar por la comisaría a recoger el pasaporte. Pregunta por Herr Braunfels. He hablado con él. Me ha insistido en que no te metas en líos de política, sobre todo eso. En la cuenta del Kantonalbank te quedan exactamente trescientos treinta y cinco  francos. Yo te haré un recibo, no factura. También me ha dicho con insistencia que procure  estar usted siempre localizable. Cabe la posibilidad de que le hagan alguna visita por sorpresa o alguna llamada. Por lo visto, es la norma en  estos casos. Repito,  ha  tenido usted mucha suerte. El Maspoli insistió hasta el último momento en que había que encerrarle o deportarle.  No se ha salido con la suya, pero está al acecho…

–Muchas gracias por todo, Herr Essig. Prometo tener en cuenta lo que me dice  y, en lo que me concierne, cumplirlo. No me queda otra alternativa.

Días después acudo a la agencia del Kantonalbank en Helvetiaplatz. Efectivamente, la cuenta está disponible. En total hay trescientos treinta y cinco francos. Y la libertad, libertad vigilada, pero libertad. En comisaría me entregan el pasaporte. Sin comentarios.

–Aufwiedersehn!

–Aufwiedersehn!

Intento concentrarme en el trabajo. Anita dice que estoy más alegre, y se alegra. La mujer sigue con sus proyectos. De vez en cuando habla de su herencia. Unas veces lo ve todo al alcance de la mano, otras, lejano, muy lejano, imposible. Si tuviera hijos…

¿Una insinuación?

No lo sé. Una cosa tiene clara Anita. Al abogado no va a darle ni un franco de su bolsillo. Lo que quiera se lo tiene que ganar. Le pagará cuando cobre. Así están las cosas.

El domingo, 15 de abril de 1965, recibo una llamada telefónica de Robert Steiner, el genio de las matemáticas. Que si nos podemos ver. Naturalmente que sí.

–Herr Steiner, dígame usted dónde y cuándo. Yo estoy libre a partir de las seis de la tarde durante la semana…

–Entonces, mejor el sábado. Tendremos más tiempo.

–De acuerdo. Si le parece bien, a las 11,30 en el Mövenpick de la Neumünsterstrasse. ¿Sabe dónde está? Estudiaremos el plan de trabajo…

–Sí, he estado alguna vez.

–¡Hasta el sábado!

Se lo digo a Anita y Anita me dice  en seguida que le invite a cenar un día cualquiera o a comer un domingo.

Robert Steiner es un hombre de edad imprecisa, entre los treinta y cinco y las cuarenta y cinco años, rubio, delgado, alto pero sin exceso. Lleva unas lentes finas, casi invisibles si no fuera por la huella de su miopía en los cristales. Dada su manera de mirar, uno podría pensar que se asoma al mundo y su realidad desde una atalaya, la atalaya de su cabeza. Sus facciones son equilibradas, simétricas, sin atisbo, sesgo o ramalazo de excentricidad, peculiaridad o anomalía en su mente. Es cierto que parece ausente o distante,  como si las palabras de otras   personas le llegaran con retraso o tuvieran un significado distinto para él y se viera obligado a procesarlas lentamente, muy lenta y minuciosamente. Su allure tiene algo de danza. Juraría  que no pisa el suelo, lo roza levemente, lo acaricia  y se desliza sobre él como si estuviera  libre del peso de la gravedad.

Robert Steiner llega puntualmente a la 11’30. Saluda con una venia ritual y muy ceremoniosa. Nos sentamos frente a frente.

–¿Qué desea tomar, Herr Steiner?

–Pues un té o, mejor, un vaso de leche caliente, bueno, cualquier cosa que no contenga alcohol…

–Muy bien, yo, si no le importa, me tomaré una cerveza Carlsberg,  la mejor cerveza del mundo, dicen…

–Para mí todas son iguales, pues nunca bebo alcohol.

–Perfecto. ¡Quién pudiera decir y hacer lo mismo!

–Bueno, vayamos a lo nuestro.

–Tiene usted razón, Herr Steiner. A propósito, hubo un gran jugador que se llamaba así. ¿Tiene usted alguna relación familiar con él?

–Me temo que no. Ni su nombre ni sus partidas.. Acaso debería investigar mi genealogía…, pero ahora no tengo tiempo, tampoco humor.

-Volviendo a nuestro tema. ¿Que proyectos tiene usted? ¿Y  en qué puedo ayudarle? ¿Se trata de una propuesta profesional-laboral o sólo de una sugerencia amistosa sin dinero de por medio?

–Yo me lo he planteado como un proyecto serio y un acuerdo serio.  Le puedo pagar hasta cincuenta francos suizos por sesión, de una a tres sesiones por semana.

–¿Y cuándo se supone que debe durar una sesión?

–De una hora o menos como mínimo  a tres horas como máximo. Dependerá del humor. En cualquier caso, debemos mantener el compromiso.  Si alguna vez no hay sesión de ajedrez por culpa mía, salvo que sea   una enfermedad grave, le abonaré sus honorarios, los cincuenta francos pactados.

–De acuerdo, Herr Steiner. ¿Y qué pasa si el que no cumple soy yo?

–Pues nada, absolutamente nada. Todo lo que tiene que hacer es avisarme con la debida antelación, si le es posible.

Herr Steiner tiene las ideas claras. Sabe lo que quiere y ya tiene pensado lo que está dispuesto a pagar. Empezaremos con una sesión por semana, los sábados a partir de las once de la mañana ¿Dónde? Le sugiero un restaurante blanco, alkoholfrei, situado junto a la iglesia adventista de Sankt Jakob. Silencio, recogimiento y buenas palabras. Pregunta:

–¿Podremos jugar con tablero?

–Sí, sí, estoy harto de ver alli gente jugando. Yo mismo he jugado. En general son muchachos con cara de seminaristas y feligreses. Kein Problem!

–Entonces, si le parece bien empezaremos el sábado próximo, día  20 de abril. Lo anotaré en mi agenda por razones de contabilidad. Nos sentaremos junto a la mesa del fondo, naturalmente  siempre  que sea posible…

–Yo traeré un juego portátil –piezas y tablero– y veremos cómo funciona…

Después de comentar algunos detalles complementarios del proyecto, nos despedimos con pocas palabras y aún menos protocolo. El muchacho es un ser decididamente singular. Cuando llego a casa se lo cuento a Anita, que en seguida se muestra interesada e intrigada. Quiere conocer detalles del personaje. Más que sus títulos y habilidades, le interesan cosas como la posición  socio-económica de su familia y de él mismo.

–¿Y cómo dices que se llama ese intelectual que has conocido?

–Robert Steiner.

–Steiner, Steiner. Ya veré qué averiguo. Un día, si te parece, puedes invitarle a… y así lo conoceré.

–Gracias, pero antes tenemos que ver en qué quedan las clases de ajedrez. Yo le he planteado el asunto como una actividad laboral.

–¿Y cuánto le has pedido?

–Cincuenta francos por sesión. Más adelante ya veremos. Primero tengo que ver si el asunto cuaja y, sobre todo, si el alumno tiene  posibilidades.

Las sesiones de ajedrez pueden ser una ayuda a mis siempre serias necesidades económicas, máxime ahora que parece que se está agotando la mina del Select y la industria de las traducciones no acaba de arrancar. De un lado, porque mi círculo de amistades es más bien reducido y, de otro, porque es una actividad clandestina y no estoy en condiciones, mi mucho menos, de tentar al demonio. Como fuente adicional de ingresos, las sesiones de ajedrez con el intelectual son menos prometedoras, pero, en contrapartida, no presentan riesgos, al menos de entrada.

Hablo con Anita y le pido que me asigne una cantidad mensual a pagar  en concepto de manutención y alejamiento. Me responde que, de momento, no corre prisa. Insisto y le digo que cada lunes le dejaré cien francos en la cocina. Naturalmente, siempre que esté de acuerdo.

–Como quieras. Ya hablaremos…

Llevo tres meses en casa de Anita, y la situación sigue siendo sumamente ambigua. Convivimos pero nuestras relaciones no están definidas. ¿Formamos una pareja al uso? ¿Soy un invitado  a todos los efectos o simplemente un huésped con sus derechos y sus obligaciones?

Anita no me contesta. Sigue mostrándose tan cariñosa y atenta como el primer día, sigue pendiente de mis necesidades, se interesa por mi situación en la oficina de Oerlikon, en el barrio y en la sociedad en general, pero siempre desde una posición distante, incluso en los momentos y las situaciones de intimidad.

¿Será su manera de ser?

Las sesiones de ajedrez con el intelectual en el restaurante   sin alcohol siguen adelante. Ahora, para entendernos,  los dos lo llamamos la sacristía de Sankt Jakobskirche.

El primer día, Steiner trajo una especie de programa de trabajo que, a ser posible, debíamos respetar y desarrollar. Aperturas y defensas con sus correspondientes variantes. Acciones tácticas en el medio juego. Finales: finales de torres y peones, finales de peones, finales de piezas menores y peones; finales de damas, finales de damas y torres, finales de damas y piezas menores, finales de damas, torres, piezas menores y peones. El programa terminaba con quinientas partidas de grandes maestros actuales y no actuales que debíamos reproducir y analizar sobre la marcha, pero aún tenía un colofón: quinientos finales que Steiner quería memorizar, pues, según sus palabras, se presentaban a menudo en la partida viva y respondían a esquemas que, por ser prácticamente fijos y constantes, servían de referencia. Para asentar la validez de su propuesta me dijo, poco menos que con sigilo, que Petrosian, actual campeón del mundo, tenía en su cabeza un total de ochocientos finales.

–¿Ochocientos finales?

–Eso he dicho. Yo quiero superarle. Y ser campeón del mundo.

Ahora lo entiendo. Steiner quiere ser campeón del mundo y me ha elegido como sparring. ¿Y a quién le voy yo con semejante historia? Evidentemente, no a Anita.

La mujer no tarda en ponerse a indagar. Indaga   y me cuenta. Pero antes quiere saber de qué hablamos en las sesiones de ajedrez. Así podrá completar el retrato  del intelectual.

–Sencillamente hablamos de cosas del juego. Líneas y variantes. Él  sigue un esquema metódico, cartesiano, mecanicista. Nada de filosofías, nada de teorías psicológicas sobre la partida y sus agentes-protagonistas. Steiner dice que el conocimiento está hecho de datos, datos concretos, a ser posible unidades discretas, quantum, quanta. Le repugna la metafísica. O le da miedo…

–Para, para. No entiendo muy bien lo que dices, pero me hago una idea… Digamos que le gusta lo concreto. ¿No es eso?

–Sí, eso. Y de ahí no sale. Siempre sigue el mismo orden. Se sienta, abre su agenda, toma un libro en sus manos. Recita. Cuando llega la Serviertochter pide lo mío, lo suyo y se procura el dinero para pagar. Paga. Iniciamos la sesión. De vez en cuando levanta la mirada y contempla la escena. Normamente terminamos a las doce en punto. Entonces se pone en pie. Su palabra es siempre: Schluss! Y me entrega los cincuenta francos.

–¿Cincuenta francos por jugar con esas figuritas? Pues no está mal.

–Bien dicho, no está mal.

–A mi tampoco me ha ido mal. Ahora sé que su señora madre, Madame  Steiner-De la Boëtie, se casó con un banquero de Ginebra que, al morir allá por el año 1944, le dejó una fortuna incuantificable.  De su mantenimiento y control se cuida ahora  un tal Stadler, Herr Stadler, albacea de la difunta dama. Parece ser que el joven intelectual tiene una asignación vitalicia de veinte mil dólares mensuales. Vive en  la mansión que fue siempre de la familia, pero hace vida aparte,  por su cuenta. Se dice que a raíz de la muerte de su madre quedó trastornado y vaga por la mansión y sus jardines como alma en pena. No le interesa el dinero. Y como no le interesa el dinero, el administrador está pendiente de la vida y la salud del susodicho, que, como es sabido, no está casado ni piensa casarse. Se sabe que hay por ahí una sobrina del padre, el banquero ginebrino, pero el astuto administrador está convencido de que podrá ignorarla y excluirla de la línea sucesoria y por lo tanto del reparto, de modo que, cuando falte el intelectual, tal vez incluso antes, pueda canalizar el caudal con todos sus aportes hacia la cuenta que tiene en el Dresdner Bank. Naturalmente, la cuenta está a nombre de él y de su hijo.

–Bonita jugada. ¿Y qué dice el intelectual a todo eso?

–Nada. Absolutamente nada. Ni se entera ni quiere enterarse. No le interesa el dinero de la familia o, si se prefiere, del padre, porque dice que es dinero usurpado de manera ilćita. Y como él ya tiene lo que necesita y más, no se preocupa. Nunca habla de dinero. Bueno, en realidad no habla ni de dinero ni de nada. No tiene amigos. Al menos no se le conocen. Tenía, eso sí, una amiguita o concubina, guapa por cierto. También dicen que visita regularmente la mansión Recamier, un prostíbulo de alto standing al que sólo se accede por recomendación.

–Interesante, interesante. ¿Y cómo te has enterado de todo eso?

–Contactos, amigo español, buenos contactos. Los contactos son información y la información es poder.

No contesto. Anita me mira. La amistad con Robert Steiner puede marcar un cambio en mi vida. Y tal vez también en mi relación con ella. La veo muy atenta a la jugada y al desarrollo de la partida…

Steiner y yo seguimos con las sesiones de ajedrez, de once a doce de la mañana, siempre en sábado, siempre en la sacristía de   Sankt Jakobskirche, siempre en la mesa del fondo, siempre solos, siempre sin mirones, sin Kibitze.

Anita me pregunta de vez en cuando cómo va la partida, y quién gana, y cuándo va a terminar, y quién va a ganar, y si vamos a jugar otra u otras. Y me mira con malicia. Anita también  juega su partida…, aunque a veces dice que está muy a gusto conmigo e incluso que me quiere…

Pero una tarde, cuando llego de Oerlikon, a eso de las seis, la veo hablando junto a la puerta de entrada con el inquilino del tercero primera. En su buzón, el inquilino figura como Erik Röhmer,  funcionario municipal, pero yo me he maliciado siempre que es policía, un agente de la secreta con alma de detective. Tiene cara de pocos amigos. No debe faltarle mucho para jubilarse. En cualquier caso,  se deja ver poco por el barrio, a veces habla con algún vecino, lo observa todo, siempre à la nonchalante. ¿Deformación profesional?

Anita me da las gracias por el dinero, la aportación semanal que le dejo, de lunes a lunes, en la cocina con un ritual, acaso protocolario, Ich liebe Dich escrito en un papel. Ella se levanta más tarde y llega a casa también más tarde. Puede decirse que durante la semana cada uno va a su trajín diario y la intimidad queda reservada a los fines de semana, salidas y entradas.

Anita no es exigente, si acaso con su make-up y con sus modelitos. La encanta mirarse y que la miren. Las mujeres por un motivo, los hombres por otro. La aterran las canas y las arrugas de la cara. Su rito diario empieza por las pestañas y, en invierno, termina con los leotardos. Le gustan que le digan que es guapa,  elegante, distinguida, que tiene eso que llaman sex-appel, pero no el sex-appeal de la zorra o de la gata. Ella busca   y cultiva el sex-appeal de la distinción, incluso de la superioridad femenina.

Hoy, viernes, llega a casa con ganas de hablar y contar. El negocio parece que le ha ido bien. Y ha cultivado sus relaciones con damas distinguidas o presuntamente distinguidas. Naturalmente, a ella lo que le interesa es que hagan honor al rango económico-social que les asigna con la inteligente colaboración de su ayudanta. Lo que deja no se deja. O, si se prefiere, sólo se deja lo que no deja.

Anita ha averiguado muchas más cosas de Madame Steiner-De la Boëtie, tantas como para llenar un libro tan grueso como el listín telefónico de Birkendorf. Relaciones sociales de alto rango y, sobre todo, dinero, mucho dinero. Su hijo, el intelectual y jugador de ajedrez, un caso perdido; no cuenta en los trajines del patrimonio.

No me atrevo a preguntar a mi Freundin, concubina y confidente si ha hablado con el policía, camuflado socialmente como funcionario municipal, del tercero primera. Pero ella se percata de que sigo la jugada. Sobre todo desde que los sorprendí hablando –tal vez intrigando– en la puerta de entrada. Aun así, en un descuido, canta:

–Herr Röhmer, me explica a veces cosas de interés. Por ejemplo, la historia de la familia del intelectual y la historia del propio intelectual.

–¿Y de mí, te ha contado algo? De momento, poca cosa. Que en su opinión eres un buen chico.

Nada más formular la pregunta, me doy cuenta de que he metido la pata, pues, en cuanto la ha captado, Anita hace instintivamente un movimiento con los ojos que viene a decirme: «Pues es cierto, me has dado una idea».

A partir de ese mismo momento sigo con atención y recelo sus movimientos, sus entradas y salidas, las llamadas telefónicas que  entran y salen de nuestro apartamento, que es suyo, en especial las que tiene y mantiene con el policía-funcionario y, de ahora en adelante, detective.

¿Qué más puedo hacer?

Las sesiones de ajedrez con el joven Steiner siguen adelante. Llevamos unos tres meses. Es hora de hacer balance. Lo hago y le explico:

–Mira, Robert, a mi modo de ver, tú eres el maestro, yo el alumno. Tú te mueves en un plano al que yo todavía no he llegado y, posiblemente, no llegue en toda mi vida. Eso quiere decir que, a lo sumo, puedo actuar como acompañante y sparring tuyo. Lo demás sería una estafa o un intento de estafa por mi parte…

–Creo, lieber Spanier, que te minusvaloras y me sobrevaloras. En la práctica, todo es mucho más sencillo. Tenemos un programa de trabajo, un método y un tablero con las piezas correspondientes. Todo lo que hay que hacer es seguir el camino iniciado. En filosofía todo son teorías, algo así como un magma o un continuum difícil de delimitar y cuantificar. En las ciencias exactas, por el contrario, se trabaja con datos y los datos son unidades discretas. El que más datos tiene acumulados en la cabeza es el que más sabe.

–Lo entiendo o trato de entenderlo y aceptarlo, pero me resulta muy duro, pues no tengo mentalidad científica, matemática, cuantitativa.

–Es posible que realmente sea así, pero analizar consiste precisamente en eso: en desmenuzar, en triturar la realidad hasta convertirla en papilla idónea para la boca y la cabeza.

–Claro, claro…

–El problema radica en que, una vez desmenuzada, triturada y analizada la realidad -–en rigor, siempre una parte de ella–, hay que recomponer esa realidad y reintegrarla en el mundo y en el lugar  que antes ocupaba en él. Como si nada hubiera ocurrido. Ese es, a mi modo de ver, el problema que plantea das Ding an sich. No das Ding an sich como realidad sino como concepto operativo. Aquello que se toca, y en este caso aquello que se percibe, deja de ser lo que era  y pasa a ser lo que es.

–A su modo, eso es lo que dijo Heráclito.

–Muy cierto. Y, por eso, Jahvé habla y dice: «Yo soy el que soy».  Sin tiempo, fuera del tiempo. En el ámbito de lo contingente lo   único que persiste es el cambio, manifestación necesaria de la naturaleza contingente.

–Y entonces, ¿qué hacemos?

–No sé. Lo único que puedo decirte es lo que yo pienso y lo que yo hago.

–Por favor, continúa.

–A mi modo de ver o, al menos, de acuerdo con lo que yo entiendo,  lo contingente supone necesariamente la existencia de algo no contingente. En el ámbito de nuestra manera de pensar, si existe algo es porque siempre ha existido algo.

–¡Dios!

–Claro, claro. Eso es lo que yo pienso. Lo que no sabemos, y acaso no podamos saber, es si nuestra manera de razonar es correcta, si sus conclusiones son necesarias o son aporías del lenguaje humano, un lenguaje retórico y poco preciso.

–Algo parecido he pensado yo también, aunque últimamente me inclino a aventurar  que el camino del conocimiento es el marcado por las ciencias físicas, las ciencias de la realidad  mensurable y cuantificable. Es más fácil concebir un universo físico sin metafísica que una metafísica sin universo físico.

La conversación con Steiner ha tomado un giro imprevisible. Recapacito y decido alejarme de esos terrenos. Al menos, siempre que esté en mis manos. Como, por ejemplo, ahora.

–¿Lo dejamos por hoy?

–De acuerdo. A mí también me cargan esas ideas. Son como una pesadilla.

–Para la semana que viene preparé la defensa siciliana. Variantes   más jugadas por los grandes maestros en los últimos años. Desde Naidorf hasta Bronstein.

–Me parece muy bien.

Cuando está a punto de despedirse, Steiner mira su reloj y me dice:

–Todavía tengo media hora… ¿Conoces la historia de Schachnovelle,  el jugador que jugaba consigo mismo con las piezas blancas y con las piezas negras y estuvo a punto de volverse loco?

–Conozo la historia. Y puedo decirte que si no terminó loco fue porque Stefan Zweig, autor de la novelita, no quiso. Además, yo conocí a alguien que, cuando estaba en la cama y no podía dormir,  imaginaba que en el techo de su habitación había un tablero con una partida suya. Y el pobre hombre se pasaba la noche  jugando y  analizando variante tras variante hasta que conseguía ganar la partida e imponerse a su contrincante. Naturalmente, siempre ganaba y siempre perdía, con lo que tenía motivos para estar contento y estar enfadado consigo mismo…

–Divertido, realmente divertido. Buenas tardes, Herr Spanier…

–Aufwiedersehn, Herr Enzyklopedist!

Aún no son las dos de la tarde. Camino siguiendo el curso del río en dirección a casa. Pienso en mi nueva situación. La amistad con Steiner me ha proporcionado una fuente de enriquecimiento intelectual y una pequeña ayuda económica. El trabajo en la fábrica de Oerlikon sigue su curso, ya dentro de una rutina que no me satisface, pues no tengo muchas posibilidades de aprender. Además, el trabajo en sí exige dedicación, mucha dedicación: dedicación en horas y dedicación en forma de entrega. La relación con Anita ha entrado en una fase de normalidad, pero últimamente presenta indicios de cierto debilitamiento. La mujer sigue mostrándose cariñosa conmigo, pero en su mirada hay cierta reserva.

¿Qué le habrá contado el funcionario-policía del tercero primera?

Decido hablar con mi buen amigo Essig. Voy al Select, no está, me acercó a su estudio de la Neumünstergasse, llamo, está.

–Un momento. Le abro. Es el portero con su campanilla.

Essig se alegra de verme. Me pregunta cómo va todo. Mi nueva vida. Mi nueva relación femenina. Le explico lo de las sesiones de ajedrez. Conoce a Robert Steiner. De oídas. Sólo de oídas. Han coincidido en alguna conferencia, en alguna sesión de teatro.

–Es un ser totalmente inofensivo. Vive en otro mundo. Un mundo superior. Y, como tiene dinero, no tiene problemas.

–Estoy de acuerdo con usted, Herr Essig. Pero si he venido a verle no es por eso, no es por Herr Steiner.  Es por un pálpito o un soplo.

–No le entiendo.

–Muy sencillo. En el edificio donde vivo con Anita vive también un policía. Se hace pasar por funcionario municipal pero es agente de la secreta. Se ve que le han contado algo sobre mí y ahora el hombre se dedica a espiarme y controlarme. A distancia, claro. A veces habla por teléfono con Anita. O se ven en la escalera, en el ascensor. Es lo que sé hasta ahora…

–Considero que eso, en sí mismo, puede ser molesto pero no es grave. Lo que tienes que hacer es no moverte.  No huir ni caer presa del pánico. En cualquier caso, creo que deberías hacer como si la cosa no fuera contigo. Transmitirles la impresión de que ni sabes nada ni te preocupa lo que hagan.

–Creo que ese plan está muy bien y lo voy a seguir. Otra cosa será lo que decida hacer en mi cabeza. Tengo que prepararme para lo peor.

–¿Qué quiere decir?

–Pues que no estoy dispuesto a que me cacen, después de lo que he  pasado y a la vista de lo que podría pasarme.

–Lo entiendo, pero no se lo aconsejo…

–¿Y qué me aconseja usted? ¿Que me deje atrapar como una rata? No, gracias.

Essig se encoge de hombros, se vuelve y me dice adiós, como si pensara que ha hecho lo que debía y podía.

Ahora Anita se muestra especialmente cariñosa conmigo. La presencia de Robert Steiner ha estimulado su instinto femenino y, muy concretamente, su deseo de codearse con miembros de la alta burguesía local. Me pregunta de qué hablamos, que no sea ajedrez, y cuando le digo que nuestras conversaciones son muy raras, corta y va al grano.

–Invítale a cenar aquí, con nosotros, un sábado o a comer un domingo. De paso le preguntas qué plato le gusta en especial.

–Procuraré hacerlo. No te lo aseguro. A mi esas cosas no me van…

Dejo a Anita con la palabra en la boca, cosa que, además de estar mal, es peligrosa. ¿Una mujer contrariada?

En la siguiente sesión ajedrecística, maestro y ayudante o sparring hablan de algunos grandes maestros del tablero y su personalidad, de  filosofía y política, concretamente de Martin Heidegger, de religión y política, concretamente de Pío XII, el papa Pacelli, de sociedad y solciología, concretamente de la sociedad civil alemana y su actuación bajo el nazismo y durante la guerra, cuyas huellas aún pueden verse en las ciudades, en los campos y en las personas,  concretamente en sus ojos…

El sparring  vuelve al juego  y suelta:

–David Bronstein, agudo jugador y eterno perdedor, sostiene que cuando dos personas hacen la misma jugada, esa jugada no es la misma, pues el estado de ánimo de cada una de ellas  es distinto.

–Evidente, evidente. ¿También a efectos prácticos?

–También a efectos prácticos, pues, a partir de esa jugada, la partida seguirá su propio curso en cada caso concreto y real. Dos personas han coincidido tangencialmente en un punto espacio-temporal, eso es  todo.

–Como en la vida, como las personas en sus relaciones unas con otras…

–Lo entiendo, pero no estoy seguro de que sea así, quiero decir,  no estoy seguro de que sea siempre así y sólo así.

–Digamos que entre dos personas, por lo común de diferente sexo,   puede haber, y de hecho hay en ocasiones, eso que llamamos intimidad. Ahí el ser humano queda prendido y deja de estar solo.

–¿Te refieres a eso que llaman amor?

–Sí, a eso, aunque yo rara vez utilizo tal palabra. Su campo de aplicación me parece excesivamente amplio, y, por eso mismo, creo que no es siempre correcto. En cualquier caso, a mi modo de ver no todo lo que llamamos amor responde a la misma genealogía, a la misma dinámica, ni siquiera al mismo instinto…

–Al mismo instinto, sí. En lo demás cabe la posibilidad de que tengas razón. Naturalmente, con permiso de Sigmund Freud.

–Cierto. Podemos entender que hay un instinto básico que, al manifestarse y desarrollarse, se diversifica. Eso es lo que vemos y sabemos.

–O lo que creemos ver y creemos saber…

–Martin Heidegger lo tuvo más fácil. Se subió al carro del vencedor y predicó la llegada del superhombre –der Übermensch– y, cuando vio que se había equivocado, se aferró a su orgullo y se enrocó.

–Muy bien dicho: ¡se enrocó!

–En definitiva, eso es un lujo. No todos pueden hacerlo…

–Claro, tienen que coincidir ciertas cualidades subjetivas y ciertas condiciones o circunstancias objetivas…

–Eso nos dice también que, por ejemplo, la personalidad puede entenderse no sólo como identidad y forma de ser indeleble y persistente sino también como coraza y máscara.

–Según las circunstancias, más coraza que máscara o más máscara que coraza.

–Esa es la esencia de la alienación.

–El ser humano es un ser alienado por el pecado original y a partir del pecado original. Un ser con dos personalidades, dos máscaras, dos corazas…

–Y, por eso, cuanto más falso es un ser humano, más auténtico es.

–En cualquier caso, el ser humano no tiene conciencia de su condición. No quiere tenerla.

–Tú lo has dicho. Tampoco Heidegger. Tampoco Eugenio Pacelli, Pío XII.

–Pío XII era un asceta. Pertenecía a un tipo humano que solía darse entre los clérigos que conocí en mi infancia. Seres embutidos en sotanas que en realidad eran sayones, seres   sumamente severos consigo mismos y con los demás, híbridos, sí, sexualmente híbridos. Represión, abstinencia y flagelación en nombre de la fe, en nombre de la religión, en nombre del catolicismo.

–¿Y Heidegger?

–A mi entender, Heidegger fue siempre nacionalsocialista. La superioridad del alemán, Herrenvolk, pueblo señor y pueblo de señores. En su primera etapa así lo hizo constar. En su segunda etapa, desde después de la guerra hasta su muerte en 1976, se refugió en su caparazón.  Como hombre,  no es precisamente un modelo de lealtad, de generosidad, si acaso de soberbia, soberbia irreductible.

–Ese es el Heidegger filósofo, ¿no es así?

–Sinceramente, creo que sí. La filosofía de Heidegger es la filosofía del ser, el ser como ente, ser en sí y para sí, como la cosa en sí y para sí, sólo que por decisión y, sobre todo, por superioridad  del yo. Cuando Heidegger habla del ser habla del  yo, de sí mismo. Yo y lo demás. Ser y tiempo es en realidad   ser y estar. O, más exactamente, ser del ser y estar del ser…

–Creo que lo comprendo. Pero Heidegger da a entender que, para los seres humanos,  todo termina con la muerte: Sein zum Tode…

–Así es; al menos, así lo veo yo…

La sesión de ajedrez de este sábado, quince de mayo  de 1965, termina bruscamente. Dejamos a los maestros del tablero, dejamos al filósofo del ser, al papa asceta, saludo a mi colega y me voy corriendo a casa. Anita tiene una sorpresa para mí.

–Sí, he hablado con el funcionario del tercero primera. No son cosas agradables. En resumen me ha venido a decir que estás en libertad vigilada. No se ha probado que hayas hecho algo malo,   pero hay indicios. Y me han pedido que colabore con la policía y que, si veo algo sospechoso, se lo comunique a nuestro vecino.       Parece que te tiene ganas.

–Y eso, ¿por qué?

–Pues, porque, de acuerdo con lo que sé y ya sabía, no puede ver a los extranjeros, concretamente a los del Sur, italianos, españoles, turcos  y comparsa. Lo suyo es un odio irrefrenable. Se ve que tenía una novia, una muchacha del país, y un siciliano la dejó embarazada. Luego ella dijo que la había violado,  pero  en el juicio no lo pudo demostrar y el siciliano se fue tranquilamente a su país. Eso ocurrió hace como diez años, pero  al policía no se le ha ido el odio.

–¿Y qué tengo que ver yo con el siciliano?

–Nada, absolutamente nada. Pero él dice que eres igual que él.   Físicamente, en la manera de hablar…

–Pero yo ni soy italiano ni he hablado italiano con él.

–No importa. Para él es así. Y no parece que vaya a cambiar.   De momento…

Las palabras de Anita me dejan sin aliento por unos istantes. Luego trato de ordenar mis ideas y establecer un plan de defensa, pero…

–En todo ese asunto tuyo con la policía, lo más grave no es precisamente lo de los impuestos, tampoco las relaciones con el aristócrata checo y un posible contrabando de divisas, sino tus contactos con los comunistas italianos.

–Anita, si me lo permites te diré una cosa: no eran comunistas, eran socialistas…

–Es lo mismo, todos son iguales. Y, además, yo no sé qué diferencia hay entre un socialista y un comunista. O un bolchevique…

–De acuerdo. Fueran comunistas o socialistas o, como tú dices, bolcheviques, eso ocurrió hace más de tres años. Nos veíamos y hablábamos porque trabajábamos en la misma fábrica. Todos se fueron a otros países. En estos momentos no sé ni qué hacen ni donde están… Debes creerme, mujer.

–No se trata de que te crea yo. Se trata de que te crea la policía. Y no estoy dispuesta a que el día menos pensado se presenten aquí dos agentes a las cuatro de la mañana y te lleven detenido…

–¡Menudo disparate!

–No hay disparate que valga. Eso es lo que me ha dicho el del tercero primera…

Como la discusión va alcanzando niveles peligrosos, corto.

–En cualquier caso, debes saber que te quiero, Anita. No tengo nada que ocultarte y no voy a perjudicarte…

Anita hace un mohín, un mohín femenino, un mohín con química:  coquetería, picardie y, ya junto a la cama, con pierna a la remanguillé.

Salto en el vacío. Mañana será otro día.

Repaso la situación. Repaso y repeso los peligros. Hablo con Essig. Comprende mi situación. Me aconseja. No hagas nada raro. Sigue tu vida. Concéntrate en el trabajo. Es importante. Lo más importante. Preguntarán a tu jefe. Su información es muy valiosa. Tenlo en cuenta. Probablemente también preguntarán al intelectual aristócrata. Tiene dinero. Influencia. Contactos. Amistades.  Medios. Llegado el momento, nos echará una mano. O las dos. Además tratarán de averiguar qué periódicos lees, qué libros tienes, quién te escribe, cómo se llama, desde dónde. Vigila tu correspondencia. Vigila el teléfono. Entradas. Salidas.    Si hay alguna novedad, llámame. O te llamo yo.

–Aufwiederhören.

–Aufwiederhören, Herr Essig.

No me tranquilizo, tampoco me muevo. Al menos, innecesariamente. Sólo de arriba abajo, de abajo arriba. La noche es larga. Da para eso y para mucho más.

Sigo con las sesiones de ajedrez. Steiner me trae un libro. Der Weg zu Nichts (Camino a la nada). Comentamos. El camino va de Heidegger a Nietzsche, pasando por la desintegración del ser, acaso de la realidad, al menos la realidad percibida. No me gusta el tema. Creo que no es ni bueno ni sano para mi amable profesor, tampoco para mí, agradecido discípulo suyo. Se lo digo. Sonríe. Lo acepta. Lo agradece. Decidimos escenificar una partida en vivo y en directo. Escenificar significa en este caso reproducir. Es una partida entre Lasker y Capablanca. Lasker anciano, Capablanca joven.

¿Quién gana?

Estamos en plena guerra fría. El bloque comunista aumenta su presión sobre Occidente. Las naciones fronterizas de Europa lo notan. Y reaccionan. Controles cada vez más rígidos. En la Confederación Helvética estuvieron a punto de imponer una dictadura militar por deseo expreso de los ciudadanos. Entonces se dijo que era la mejor manera de hacer frente a la amenaza nazi y la probable invasión del país por las tropas alemanas. Ahora, con una situación no menos amenazante, se vuelve a airear la idea. El macizo de San Gotardo es un búnker inmenso.

Todo eso, y muchísimas cosas más, me lo cuenta Steiner, que ahora, además de ser amigo mío, me aprecia y me valora. Y, cuando habla de mí, dice con orgullo: der gute Spanier…

Al parecer, ha dicho a su administrador que soy una de las pocas personas que le entienden.

Y, a decir verdad, no es fácil. Le entiendo, pero tengo que hacer un gran esfuerzo y, a menudo, usar escaleras. O quedarme a dormir a la intemperie, en una montaña cubierta de nieve, completamente solo. A punto de dar en loco y morir de soledad,       nunca de frío. Con Steiner, la cabeza me arde, parece que a cada momento  está a punto de estallar…

Anita no tiene esos problemas. Hablamos. Está más tranquila. El del tercero primera no da señales de vida. Está mudo. Se limita a vigilar. A seguir el rastro, la huella. Al parecer, los servicios secretos del país están concentrados en la amenaza comunista que viene del Este, como el viento. El Föhn.

Por la mañana, nada más levantarse, Anita me dice:

–Todo se arreglará… Y sonríe. Yo también.

Y me voy a trabajar.

Parece que he conseguido poner orden en mi vida y mis cosas. Ahora tengo que elaborar un plan de supervivencia y más allá. Sigo con la idea de escapar, de anticiparme a un nuevo zarpazo, a  una nueva maniobra del agente del tercero primero, el mismo que va diciendo por ahí que el español es un número, que no descansará hasta que lo vea en la cárcel o en tren con destino a España. Naturalmente, esposado. Y en esas está el agente Eric Röhmer, aunque, según mis informaciones, no es muy inteligente que digamos.

Anita también está más tranquila. Después de hablar varias veces con Essig ha recobrado la confianza en mí. Él la ha convencido de que soy un buen chico y llevo una vida ordenada. Y, sobre todo, trabajo, nunca falto a la cita.

Robert Steiner también ha contribuido decisivamente al nuevo clima. Para Anita, el intelectual es  una persona rica, influyente y distinguida, una auténtica personalidad. Eso significa que pertenece a la clase social a la que ella desea pertenecer y se empeña en pertenecer.

A causa de los últimos sobresaltos he dejado de acudir asiduamente el Odeon, también al club de ajedrez de los burgueses y, lo que es más lamentable, al Select con sus partidas de cinco minutos, con reloj, a dos francos, a tres francos, a cuatro francos, a cinco francos und so weiter, hasta treinta y dos francos, que ponía fin a la escalera y en el argot recibía el nombre de Paradisvogel, Ave del paraíso.

Aun así, Robert Steiner y yo seguimos con las sesiones de    ajedrez, que en realidad son conversaciones de temas diversos, desde  religión hasta política, pasando, claro está, por la filosofía   y la teología. Para mí, hablar con él es un enriquecimiento múltiple: de conceptos y de términos y expresiones lingüísticas.  Y así se lo hago saber en varias ocasiones.

Por todo ello, accedo a una insinuación de Anita y le invito  a cenar en nuestro apartamento, que en rigor es el de ella.  Siete de la tarde, domingo, 1 de junio de 1965. Ritual gastronómico y burgués. Anita, anfitriona y ama de casa, ha encargado  una cena completa para tres personas a un restaurante de prestigio. Servicio  esmerilado a domicilio. Con maître y camareros. Prescinde de  ellos, muy a su pesar. Ella quiere estar a la altura de las circunstancias. El papel le va. Evidentemente a mí, no.

Llega el ilustre invitado. Ocupa el lugar de honor. Trae un regalo para la señora anfitriona. Una diminuta figura de porcelana. Asegura que es china. Que tiene más de cien años. Que  perteneció a su madre, antes a su abuela,  antes a un antepasado suyo que fue cónsul o embajador en China, tal vez en Hong-kong  o en Peking. De eso hace ya como un siglo. Primera mitad del siglo XIX. Anita queda maravillada. Es un gran halago para ella.  Seguro que sacará partido a la joya.

En el curso de la cena, el intelectual habla, ella está pendiente de sus deseos. No me siento celoso, pues tengo el convencimiento  de que forma parte del rito.

Evidentemente, no sé ni qué comemos ni qué bebemos, pero puedo ver que el invitado engulle con visible fruición y premura, premura rayana en la gula y apenas contenida o disimulada. Para decepción mía, al intelectual le va la buena mesa…

¿Se ha venido  abajo mi ídolo?

A raíz de la cena me siento un poco decepcionado, pero después, cuando reanudamos las sesiones de ajedrez, compruebo que no ha quedado nada. Al menos nada visible, al menos nada permanente, al menos nada que deba o pueda preocuparme. A lo sumo, me viene a decir que nunca terminas de conocer a una persona. A un hombre, por unos motivos; a una mujer, por otros motivos.

En cambio, Anita me habla a menudo con elogio del intelectual Steiner. Claro que para espantar las moscas, siempre, o casi siempre, empieza diciendo:

–No es mi tipo. No me gustan los intelectuales. Son sosos. Hablan de cosas que sólo ellos entienden y sólo a ellos interesan. Además son lentos, distantes. ¿Qué puedo hacer yo con un intelectual?

La entiendo. Pero también entiendo a Steiner, que llega el sábado, 7 de junio, y, tan pronto como nos hemos instalado en nuestra Stammtisch de la sacristía de la iglesia de San Jacob,   me suelta con jubiloso sigilo:

–Herr Spanier, aquí tiene usted doscientos francos. Es su Stipendium por las clases de ajedrez correspondientes a todo el mes de junio. Mañana vuelo  a Zagreb, donde asistiré a un congreso internacional de matemáticos. Supongo que volveremos a vernos en julio, pues estoy muy interesado en continuar con las sesiones de ajedrez. He descubierto que el ajedrez es bueno para las matemáticas y las matemáticas para el ajedrez…

El intelectual me entrega un papel y sin dejar de señalarlo me instruye:

–Este, de la izquierda, es mi teléfono particular, sólo mío,  y este de aquí abajo es el de la residencia en la que me alojaré en Zagreb. Cuando llegue le llamaré para ver cómo funcionan las comunicaciones entre los dos países. El congreso es puramente científico, totalmente apolítico, si es que hay algo apolítico en estos tiempos y estas tierras…

–Lo entiendo. Pero, ¿es tan importante como para ir y tener luego problemas?

–Yo siempre he hecho lo que he querido. Nunca me he metido en política y nunca he tenido problemas…

Efectivamente, el 9 de junio, Robert Steiner toma el avión en Kloten y se planta en Zagreb. Me llama. Todo en orden. Mucho frío. Frío del Este. Calles vacías. Caras vacías. Cuerpos enfundados en ropas y convertidos en fardos. Incluso las mujeres. Vida dura. Eso me dice el matemático. Y pone fin a la precipitada comunicación:

–Si pudiera, me volvería ahora mismo a casa. Esto es un infierno. Un infierno frío y vacío. Aquí nadie ríe. Las caras son máscaras.  Incluso las de los niños. Pero, ¿he visto niños en esta ciudad?

Trato de consolar a mi amigo el intelectual y le digo que eso es una primera impresión. Estamos a las puertas del verano. Con el buen tiempo los perfiles se definen y aparecen rincones de vida y de calor. Los emigrantes sabemos algo de eso. La diferencia está en que el  nuestro  no era un viaje de estudio y nosotros no éramos intelectuales. Éramos piltrafillas que huíamos de la miseria y buscábamos un medio de vida.  Steiner es un afortunado en muchos conceptos y como tal debería hablar. O no tanto…

El 29 de junio, a las cinco de la tarde,  me llama y me dice que está deseando volver. Que en los actos oficiales del congreso se habla inglés, pero que luego los congresistas del Este hablan ruso, serbio o «bolchevique», pues no se les entiende nada; naturalmente, los de la Commonwealth inglés y los francófonos francés. Como es lógico, él está el grupo germano formado por alemanes, austríacos, suizos   y elementos sueltos de Hungría, Polonia, Rumanía, Serbia e incluso la Unión Soviética. El ambiente no es muy cordial, más bien tenso. Distante. Frío como el tiempo. En general, las ponencias no son muy interesantes. Sólo algunas.  Claro, claro,  para él.

–¿Y has aprendido algo?

–Algo, sí; pero no mucho… Ya te explicaré.

–Me dejas en ascuas.

–El asunto  es muy complicado o muy sencillo. Un alemán se atrevió a decir que «todo lo que no es cosa en sí –Ding an sich– es convención», y no pudo terminar su ponencia, pues sus colegas   se le echaron encima… como una jauría…

–¿Y por qué?

–Supongo que lo interpretaron como un acto de arrogancia…

–¿Y lo era?

–Creo que no, pero entiendo que, veinte años después de la guerra, aún se pueda interpretar así. En la teoría, doctrina o tesis se quiso ver una declaración de la superioridad de la ciencia alemana… Y los otros no la aceptaron.

–Fuera de ese contexto, yo quiero entender que todo lo que no es     física, realidad física, es convención…   Todos los valores son convenciones.

–Lo pensaré, lo pensaré… A ver qué me sale. De momento, «todo lo que no es física es convención».

–Así es. O, al menos, eso es lo que decía el alemán Herbert

Rudiger…

Interesante. Todo lo que no es física es metafísica, o ideología, o superestructura… Estoy deseando volver a ver a Steiner y escuchar su explicación in extenso…

Domingo, 5 de julio. Marco el número de su casa en Weidenhügel, zona residencial de Birkendorf situada junto al lago. No contesta nadie. Llamo al día siguiente, tampoco.  Vuelvo a llamar el martes, tampoco. El propio Steiner me había asegurado por teléfono que en esas fechas estaría de vuelta en  casa. ¿Qué hago? Pregunto a Anita. Dice que hará alguna gestión. Una clienta suya vive en la zona. Es vecina de los Steiner de toda la vida. No le sorprende. El muchacho siempre tuvo cosas raras.   A veces desaparece y reaparece al cabo de medio año, un año o así en los periódicos. Foto incluida. Es él, dicen entonces todos.  Y hasta la próxima.

Robert Steiner tiene fama de intelectual y, como tal,  de persona excéntrica. Inofensiva pero excéntrica. De modo que no hay que preocuparse. Y tampoco se puede hacer nada. Aun así, no me doy por vencido, tampoco por satisfecho. Le explico el caso a Essig, mi detective particular. Me pregunta por qué quiero averiguar dónde está, qué  hace, qué le ha pasado…, y le contesto que porque es amigo mío, le tengo por buena persona, nos vemos prácticamente cada semana  y mantenemos una curiosa relación profesional-laboral en torno al tema del  ajedrez…

–¿Cómo?

–Pues muy sencillo. Empecé dándole lecciones de ajedrez. Teoría  del juego: aperturas y defensas, golpes tácticos en el medio juego. Finales, finales de…

–Basta, basta, ya tengo bastante… Quiero decir que,  como no entiendo nada, no hace falta que sigas…

–Entonces resumo: ajedrez teórico y ajedrez práctico.    Partidas simuladas y partidas en vivo y en directo…

–De acuerdo. ¿Y qué ha pasado?

–Pues se fue a un congreso de matemáticos en Zagreb, Yugoslavia, y parece ser que ha vuelto, pero nadie sabe dónde está.

–¿Pero ha vuelto realmente?

–Parece ser que sí, pero yo no he conseguido hablar directamente con él.  Tengo una carta suya;  mejor dicho, una postal, pero está  fechada el 30 de junio y fue enviada desde Zagreb…

–Entonces, lo primero que hay que hacer es averiguar si Steiner llegó realmente a Kloten y a Birkendorf… Realizaré algunas indagaciones  y te llamaré. Es posible que tenga que hacerte algunas preguntas más. Por ejemplo, compañía con la que volaba, hora de llegada  y cosas así, minucias…

–De acuerdo. No sé gran cosa, pero…

Yo estaba convencido de que Essig averiguaría algo.    Aquello era lo suyo. Averiguar el paradero de personas desaparecidas… era su trabajo. De eso vivía y  con eso disfrutaba… Sobre todo cuando daba con la solución y aparecía el desaparecido o ponía de manifiesto que el muerto vivía…

A Anita le molesta la desaparición de Robert Steiner. Ya lo decía ella: «De un intelectual nunca te puedes fiar. ¿Y sabes por qué? Pues porque nunca sabes qué piensa, qué trama, qué maquina… No quiero intelectuales a mi lado».

Aun así,  a Anita  le halaga  poder decir que la une una estrecha  amistad con la familia de los Steiner, que tienen su residencia en Weidenhügel, sobre el lago de Birkendorf, que Robert Steiner frecuenta su casa, que…  la   última vez que éste estuvo  en su casa le expuso su nueva teoría  científica….

Al margen de intrigas y chismorreos, yo estoy     seriamente preocupado por mi amigo, y más que por su integridad física  por su  equilibrio psíquico. La última vez que hablé con él, cuando se disponía a subir al avión,  tuve un presentimiento. Y su imagen, subiendo la escalerilla del avión como si fuera la escala de Jacob, quedó grabada en mi cabeza como una  de esas imágenes que simbolizan y sintetizan una vida, una manera de vivir, una manera de ser, un modo de  estar en el mundo…

Cuando me llamó Essig, me imaginé lo peor.  Aún tuve suerte.

–Spanier, podemos vernos?

–Sí, claro, de qué se trata,  a quién te refieres…

–¡Un momento! Despacio. Por tiempos.  Nos vemos  y te lo explico todo. Se trata de Robert Steiner. ¿Entendido?

–De acuerdo. Esta noche, a las ocho en el Select…

Llego al Select, pido una cerveza, me la sirven, pago, me siento, me pongo a leer el periódico, crisis en Europa por la  guerra fría, miro el reloj, llega Essig, saluda a sus colegas,  los colegas le saludan, me dice que lo siente, trabajo, no es nada, le invito a sentarse, qué quiere tomar, lo mismo, cerveza, aquí la tiene, ya está pagada, vamos al asunto.

—Eso, vamos al asunto. Resulta que nuestro amigo e inteligente Robert Steiner está en una clínica psiquiátrica. Ha sido  ingresado en ella a petición del administrador de los bienes de la familia. Al parecer, cuando el joven Steiner llegó a su casa residencia procedente de Zagreb, se encerró en sus aposentos, concretamente en su estudio, apagó la luz y permaneció sin dar señales de vida hasta que los bomberos, llamados por el ama de llaves de los Steiner, se presentaron en la residencia y, tras montar una de sus escaleras, penetraron en el estudio del intelectual por la ventana de su bohardilla.

–¿Y cómo estaba él?

–Pues perfectamente. Bueno, un poco desorientado, pero bien. El médico que lo reconoció, fue el que aconsejó su ingreso en una clínica psiquiátrica por miedo a que atentara contra su propia vida…

–Curioso, curioso, pues yo lo conozco desde hace casi un año y nunca he visto en él ideas suicidas. Me da la impre…

–Ya lo puede decir. Creo que yo también pienso lo mismo y tengo la misma sospecha.

–Digamos que usted tiene más conocimiento de la situación en su conjunto y, por lo tanto, más elementos de juicio…Aun así, le digo sinceramente que todo me huele a un montaje…

–Sí, un montaje del administrador, no para matar a Robert Steiner sino para librarse de él, declarándole incapacitado, unzurechnungsfähig, y quedar él como albacea y administrador único y absoluto  de los bienes de la familia.

–Bonita jugada. ¿Y cree usted que le saldrá bien?

–No lo sé. Herr Ehrlich, abogado de Robert Steiner, me ha pedido que colabore con él y haga algunas indagaciones de tipo policial, detectivesco… Como en las películas. Y en esas estoy.

–Pero la pensión vitalicia de veinte mil dólares mensuales no se la pueden quitar, ¿no es así?

–Efectivamente, no se la pueden quitar. Además de no quitársela, el administrador quiere utilizarla como coartada, pues así será más fácil convencer a Robert Steiner de que debe quitarse de en medio   y vivir tranquilamente su vida. Conservará la pensión y la residencia familiar con carácter vitalicio. Ese es el pacto. Todo lo que nuestro joven tiene que hacer es aceptar y firmar.

–¿Y está usted de acuerdo?

–Yo, personalmente, no, pero hay que ver qué decide Robert Steiner y qué es lo mejor para él. Cabe la posibilidad de que efectivamente sufra un trastorno de personalidad, y ya la hemos liado. Se le declara incapacitado, y el administrador se queda con todo. Complicado, muy complicado…

–Y él, ¿qué dice?

–Pues, según el momento y el estado de ánimo que tenga. En general, él lo que quiere es que le dejen tranquilo. Pero también tener suficiente dinero para vivir como hasta ahora de por vida. Eso lo tiene muy claro…

Cuando llego a casa, Anita me pregunta por Robert Steiner.  Le cuento la mitad, menos de la mitad, lo que me parece. Corto, a retazos y embarullado… No es fácil contárselo en pocas palabras y con orden…

–Y entonces, ¿qué va a hacer él?

–No se sabe. Tiene su abogado. Essig colabora con él. Lo que quiere decir que estaremos informados en todo momento.

–Eso está bien. Ya irás diciéndome lo que sepas. Sólo lo gordo. Los chismes me gustan, pero no esos, los otros. Ya sabes…

–Lo comprendo.

Y, como lo comprendo, me mantengo al margen pero al mismo tiempo pendiente de lo que Essig me va diciendo. De momento he perdido a mi mejor amigo, a mi mejor interlocutor y a mi único alumno-profesor.

Hablo con Anita. ¿Qué podemos hacer? A mi me gustaría ir a verlo. No parece una buena idea. Se lo podemos preguntar a Essig.  Que nos diga si es posible, si es aconsejable, si es o no es peligroso.

–Como quieras. Se lo preguntas tú a Essig, que para eso es amigo tuyo. Yo, si es necesario, te acompañaré… Ahora ya no tengo ningún interés especial, pues la cabeza me dice que de ahí no va a salir nada….de provecho, claro.

Hablo con Essig y Essig me dice que podemos intentarlo. Robert Steiner ha salido de la clínica y ahora está en su residencia de Weidenhügel, sobre el lago. Se pasa el día sentado en el jardín con la cabeza apoyada en  una mesa y los ojos fijos en lo alto. No habla. A veces toma un libro y lee o intenta leer, pero de pronto lo deja,  se pone a reír cada vez más fuerte, hasta que su criada acude sobresaltada.

–Tranquila, mujer, no es nada. Estoy bien. Pon alpiste al canario y llámame a la hora de comer. O, mejor, a la hora de cenar.  Estoy resolviendo un problema. A ver si me da tiempo.

–Como desee el señor….

Cuando vamos a verle, Robert Steiner está allí, en su  silla, junto a su mesa, mirando al tilo, al aire, al cielo, al infinito.

Su asistenta lo observa durante unos minutos y luego se vuelve a Anita y a mí para decirnos:

–Como ven ustedes, no se puede hablar con él.

No volví a ver a Robert Steiner, pero pensé muchas veces en él. Agradecí a  Dios haberle conocido. Y siempre he recodado, recuerdo y recodaré   sus preguntas: «Mein lieber Spanier, ¿crees tú que el ser humano puede concebir un número sin sujeto, sin referente; por así decir, en el vacío?

No tuve que contestarle, pues en seguida añadió: «Recuerda,  querido amigo,  que hay música, armonía, sin sonido, sólo con movimiento. La armonía de los astros es movimiento, pero un movimiento que, al no tener referente, no es movimiento…

¿O acaso es el vacío el marco y el referente del universo, de la misma manera que la nada es el marco y el referente del vacío?»

La cabeza no me alcanza

En la última derrota de mi vida

busco los restos de mi patria.

A ser criminal y Judas

la cabeza no me alcanza.

La cabeza no me alcanza

a ser criminal y Judas.

Viaje

Conozco a Anita. Mujer mariposa. Mujer chic. Das ewig Weibliche. Lo eternamente femenino.

Sigilo. Sigilo en el lugar y sigilo a  la hora de mi última decisión.

Es de noche. La noche es mi gran aliada.

Subo al tren. El tren pone rumbo al norte. El norte empieza, río arriba, en la otra orilla del Rin.

Distancia espacial.

El cansancio me sumerge en el sueño. Al conjuro del sueño, en el cristal opaco de la ventanilla se proyecta, sólo para mí, la película muda Último episodio de una vida. Memoria. Salto de ayer  a mañana.

Distancia temporal.

En el sueño revivo,  en el tren resucito. Ensoñación y viaje. Fuga y liberación.

Despierto. Gare d’Austerlitz!. París. Junio de 1965.

¿Coalición o clase dominante?

A mi modo de ver, lo que Francesc de Carreras llama «coalición entre la sociedad política y la falsa sociedad civil» cristaliza siempre, siempre, en una clase dominante.

Una observación: esa clase dominante está formada no por una falsa sociedad civil sino por las capas superiores de la sociedad civil real.

Ésta designa siempre o casi siempre a los políticos y, nolens volens, los convierte en funcionarios a su servicio.

En mi opinión, eso es lo que ocurre en regímenes políticos como el español, llamados convencionalmente democráticos.

Y, naturalmente, eso es lo que ocurre, en mucha mayor medida,    en el predio/feudo catalán, en el que los políticos son funcionarios aconductats por los miembros de  cien familias, sus hijos y los hijos de sus hijos.

¿Ha oído hablar alguna vez el señor De Carreras del Sanedrín catalán?

En cualquier caso,  ¿no hay sociedad civil responsable,  crítica e independiente? Pues no hay democracia. Pantomimas aparte.

Corbacho, Corbacho

Si , como afirmo y sostengo,  Celestino Corbacho es analfabeto profundo, se comprende que sea incapaz de hablar durante cinco minutos sin cometer faltas gramaticales.

A mi modo de ver, esa condición  es precisamente la que movió  a los separatistas catalanes a endosar semejante lumbrera al Gobierno de Zapatero –¡el Gobierno de España!–  en calidad de agente y camello: agente doble y camello inconsciente e irresponsable de  droga independentista.

Evidentemente, eso no es nada comparado con  lo de la fiera corrupia puesta e impuesta como ministra de Indefensa.

Ya lo dijo Pujol ben Gurión: «Nos enviarán a la Guardia Civil!» Y que mis ojos lo vean…

La trama que nunca existió

En pleno verano de 1963, digamos que a mediados de  agosto, recibí una carta extensa y detallada del aristócrata checo especializado en el tema de la tauromaquia,  desde las capeas de las alquerías y los villorrios de la alta Extremadura  hasta  los encierros pamploneses de san Fermín y la feria de abril sevillana, pasando por la corrida goyesca  con su vistosa escenificación. Me daba las gracias por la traducción, que tanto a sus dos asesores como a él les había parecido excelente, habida cuenta de que, además de respetar el pensamiento original, en ella se empleaba un lenguaje adecuado al tema y su realidad social.

El texto parecía obra no de un estudioso centroeuropeo sino de un español culto y entendido. Eso le dijeron. Y, en cierto modo, así era.

Consecuentemente, Herr Bergsteiger me otorgaba su conformidad para que redactara un glosario integrado por un total de cincuenta a cien referencias, algunas de ellas  con foto o dibujo para clarificar ideas y acortar la explicación textual. Ésta no debía sobrepasar en ningún caso las diez líneas por entrada y concepto.

En su carta me decía también que  el importe de este trabajo adicional me lo abonaría  de acuerdo con las condiciones estipuladas y hasta ahora cumplidas. En este caso, mediante giro postal a nombre de Miguel Benítez, tan pronto como recibiera el texto.

Hablo con Isabell. Redacto el esquema del glosario.   Éste empieza con Arrastre y termina, cómo no, con Tauromaquia. En la plaza de papel meto un total de setenta y cinco términos más, así como veintisiete ilustraciones entre fotos, grabados (reproducciones de aguafuertes de Goya) y dibujos. Casi un mes de trabajo.  incluidas las labores de  localización y acoplamiento de las ilustraciones al texto.

El día 25 de septiembre Isabell se lo envía como paquete postal exprés a Herr Bersteiger y, concretamente, a su residencia de Melnik, a orillas del Moldava y el Elba. El envío incluye una nota  en la que se comenta de manera sucinta el trabajo y su precio, que es de 480 marcos alemanes. Naturalmente, confío en que tanto lo uno como lo otro merezca su aprobación,

Y así es. Primero, una llamada:

–Herr… Spanier, todo en orden. Perfecto. Envío…

–Muchas gracias, Herr Bersteiger.

Me sorprende el laconismo y la premura del aristócrata checo al teléfono, pero tres días después recibo el giro postal de 480  marcos y la sorpresa se traduce literalmente en desconfianza y recelo  al comprobar que  el giro ha sido efectuado en  Viena por alguien que firma con las letras D.S.

Está claro que esas letras corresponden a las iniciales de nuestro señor Bergsteiger, pero, ¿a qué viene tanto sigilo? ¿Por qué el envío se hace desde Viena?

Faltan veinte días para Navidad. Navidad de 1963. Decido llamar a Herr Bergsteiger para felicitarle las fiestas y desearle un  buen año nuevo. Lógicamente, aprovecharé la ocasión para   preguntarle por el libro. Cuándo se publicará y  si se mantiene en pie el proyecto de hacer una edición simultánea, acaso conjunta,  en alemán, inglés y español.

Marco el número. No recibo señal. Vuelvo a marcar. Tampoco recibo señal. Repito la operación varios días,  unas veces  seguidos y otras alternos, a diferentes horas. No recibo señal. ¿Seguro que no me he equivocado? ¿Es correcto el número? Decido escribir. Escribo. Cuatro días después  de Navidad, exactamente el 28 de diciembre, me viene devuelta la carta con el sobre cubierto de sellos, matasellos y anotaciones a mano. Una de ellas ordena y manda: Retour; otra, Back to sender.

Intrigante, muy intrigante.

Mi primera idea es acudir al consulado de Checoslovaquia y, carta en mano, preguntar, acaso pedir una explicación. Hablo con Isabell. Me lo desaconseja.

–Es posible que le haya ocurrido algo desagradable.

–¿Por ejemplo?

–No olvides que el país tiene un régimen comunista y está sometido a los soviéticos.

–Pues ahora que pienso creo que tienes razón.

Abandono la idea. Dejo pasar unos días y entonces me acuerdo de mi viejo y querido Musgaño (Spitzmaus). Me planto en el Select, no juego, espero,  ahí llega, no me ve, se sienta en un rincón, saca un libro pequeño de no sé donde, se pone a leer, lee y escribe, pide un Kaffee-Milch, se lo sirven, echa un sorbo, paga, sigue leyendo, sigue anotando, otro sorbo,  me acerco:

–Buenas tardes-noches, Herr…

–Hola, Spanier… ¿Cómo le van las cosas?

–Bien, bien, no puedo quejarme. ¿Y a usted?

–Hombre, ni mal ni bien. Yo soy viejo, y la pensión…

–Pero, ¿cobra usted pensión?

–Pues claro, como todo bicho viviente, quiero decir como  cualquier otro ser humano… Bueno, bueno, ¿qué te trae por aquí? Hacía tiempo que no se te veía el pelo…

–Quiero hacerle una pregunta. Si usted me ayuda a mí, yo le ayudaré a usted…

–Hombre, siendo así, cuente conmigo…

–¿Se acuerda usted de aquel señor checo de porte aristocrático que apareció aquí, en el Select, hace ya algún tiempo?

–Sí me acuerdo.

–¿Sabe usted que ha sido de él? ¿Le ha ocurrido algo?

–En concreto, no sé gran cosa… Según mis fuentes de información, que aún tengo algunas, a  varios aristócratas checos las autoridades comunistas les requisaron las propiedades. A él, además, lo metieron en la cárcel por tráfico de divisas.

–¿Tráfico de divisas?

–Es lo que me dijeron…

–¿Y sigue vivo?

–Eso, mi joven y querido amigo español, ya no lo sé. Ni yo ni, probablemente,  nadie a este lado del telón de acero.

Saqué del bolsillo el billete de veinte francos que tenía a punto, se lo entregué sigilosamente a mi querido informante y salí del local sin apenas despedirme de él y procurando que nadie me viera. Minutos después, al teléfono:

–Isabell, malas noticias. No habrá libro de toros. La autoridad gubernamental ha suspendido la corrida.

–¿Qué dices?

–Lo que oyes. Ya te lo contaré con más detalle.

Por la noche, cuando Isabell llegó a mi habitación de  la Hohlstrasse, le expliqué todo lo que sabía pero con premura. El asunto me quemaba. Suerte que la operación se había hecho con dinero negro, sin papeles, sin facturas,

Días después decidimos salir a cenar para celebrar nuestra última joint venture. Nadamos en vino y así nos quedamos dormidos entre palmas  y banderillazos.

La nueva actividad es sin duda más  lucrativa que el trabajo en la fábrica de cojinetes y el de los trebejos en el Select. Aunque, por lo visto, también puede tener sus riesgos.

En abril de 1964, tras una ausencia cautelar de cuatro meses, aparezco y comparezco de nuevo en el viejo local de intelectuales, bohemios y  parásitos de Birkendorf. Busco   tertulia y partida.

Nada más entrar se dirige a mí un hombre joven al que conozco de vista.

–Tú eres der Spanier, nicht wahr?

–Sí, soy el español… ¿Y tú?

–Ya me conoces. Me llamo Adolf Baumgartner.  He estudiado historia universal y estoy preparando mi tesis doctoral. Trata de la invasión de Europa por los bárbaros. Uno de los textos que quiero utilizar para documentarme está escrito en español y necesito que alguien me lo traduzca. He pensado que tú podrías ser ese alguien. ¿Qué te parece? ¿Estarías dispuesto a hacerme la traducción?

–Hombre, primero tengo que examinar el texto, echarle un vistazo y ver si estoy en condiciones de hacer lo que me pides.

–Lógico, pero ten en cuenta que no es un texto para publicar, sólo  para utilizar como fuente de documentación e información.

–En ese caso, creo que sí puedo hacerlo. Además si tengo alguna duda, ya te consultaré.

–Eso mismo. Mira,  son unas cincuenta páginas de libro. Puedo pagarte novecientos francos. Tienes un mes de plazo. ¿Te parece bien?

–Me parece muy bien.

Tan pronto como recibo el libro llamo a Isabell y, en cuanto llega a mi habitación, trazamos el plan de trabajo. Proporcionalmente, ahora tenemos mucho más tiempo que   con el libro de tauromaquia. En menos de tres semanas la traducción está lista. Hacemos una revisión final con dos lecturas por separado, y fertig!

Se la entregamos al doctorando, cobramos, lo  celebramos. Días después me ve en el Select y me da las gracias de nuevo. Tiene una teoría propia y original sobre el tema de su tesis. ¿Fue realmente una invasión? ¿Eran en verdad  bárbaros? Su respuesta en ambos casos era no. De ahí arrancaba su teoría y ese era el núcleo de su tesis doctoral.

Isabell está contenta. Se alegra, sobre todo por mí. Me dice que he descubierto un filón. Le contesto con una sonrisa y un «no  será para tanto».

Un par de meses después, hacia  septiembre, voy al club de ajedrez de los burgueses con el propósito de participar en un torneo abierto que ofrece varios premios en metálico. Alguno pescaré. Eso es, al menos, lo que pienso y espero. Mientras estudio el calendario de las partidas, veo llegar a alguien que conozco tanto de vista como de oídas.  Sé que trabaja para la FIFA, que es abogado y tiene un cargo importante en este organismo. Mal jugador de ajedrez, por lo general se limita a husmear y meter cuchara, siempre a favor del ganador o presunto ganador.

Así que me ve,  se acerca à la nonchalante y me dice que quiere hablar conmigo.

–Privat.

–Comprendo.

El hombre de la FIFA me explica que este organismo  envía sus comunicados  a las federaciones nacionales en inglés y en el idioma respectivo. Ahora hay que traducir varios de esos comunicados del inglés al español. El texto tiene que estar traducido fielmente y redactado en un lenguaje gramaticalmente correcto. Es para publicar.
–¿Se atreve usted?

–En principio, sí, pero sería conveniente que revisara el texto traducido una persona competente en las dos lenguas y sobre todo en temas de fútbol o, más exactamente, de su organización.

–De eso no se preocupe. Tenemos varias personas que se dedican precisamente a eso, a revisar los textos traducidos: forma  contenido.

–Entonces, de acuerdo.

El funcionario de la FIFA, de nombre Roth, me entrega una carpeta con unos folletos. Nos sentamos, los hojeo, ojeo, leo por encima. El trabajo no parece excesivamente complicado.

–Bueno, ya lo he visto. Respetaré el formato y, para facilitar el cotejo del original y la versión española, numeraré los apartados, siempre dos números iguales: 1/1, 2/2, 3/3 und so weiter…

–Muy bien. Veo que tiene usted orden en sus ideas.

–Sí, claro. El orden de las ideas es el orden de las cosas. Y viceversa.

–Estupendo, Herr Spinoza! ¿Y qué me dice del precio?

–¿Precio? Tengo que contar las palabras. Así, a ojo, dos mil francos. Si me equivoco, peor para mí.

–De acuerdo. Plazo: mes y medio. Pago a la entrega del trabajo, naturalmente con factura oficial.

Herr/Mister Roth levanta su impresionante mole de carne y soberbia, me mira desde arriba, hace ademán de saludarme, se arrepiente, se marcha, se vuelve y, como si  se dirigiera a una cucaracha o a un insecto, escupe  por encima del hombro, sin mirar abajo:

–Ya me avisará cuando termine el trabajo.

–Por descontado. Con mucho gusto…

Llamo a Isabell.

–Un hijodeputa necesita un traductor y me ha convertido en una cucaracha.

–¿Cómo? ¡No entiendo nada!

–Tengo que traducir unos folletos del inglés al español para la FIFA. Sí, de fútbol. Son como ciento cincuenta páginas. Un mes y medio. Lo podemos hacer perfectamente:  treinta días para traducir y quince días para corregir y revisar. Los dos. Como siempre. Pago al contado, con factura oficial. La mitad para cada uno. Esta vez tendremos que declararlo. No hay escapatoria. O lo dejamos…

–Eso nunca.

–Pues, manos a la obra. Te espero. Ya lo tengo todo a punto.

Esta vez no me he atrevido a pedir un anticipo al comitente. Cuando me entregó el trabajo había varios socios y Kibitze delante, todos ellos conocidos. En cualquier caso, estoy un poco mosca. Roth tiene un cargo oficial y es persona influyente. Lo de la factura no me gusta ni un pelo

Cuando tengo terminada la traducción, le llamo y nos citamos para el sábado de la semana siguiente, a las cuatro de la tarde, en el club de ajedrez. Le repito el precio. Dos mil francos.

–¿Metálico o cheque?

–Cash, siempre cash.

Sábado, cuatro de la tarde, club de ajedrez, Römergasse 5, erste Stock.

–¿Herr Roth?

–Jawohl!

–Aquí tiene la traducción con la factura. Y también sus folletos.

-Sehr gut. Le echaré un vistazo…

Herr Roth, siempre envuelto en su aire prepotente, se acomoda y empieza  a mirar y remirar la traducción y, simultáneamente, los folletos originales: 1/1, 2/2, etc. Cuando llega a la página veinte pasa a la cuarenta, de aquí salta a la ciento diez y de aquí vuela a la última. Cierra la carpeta con la traducción y los folletos dentro y grita con voz y ademán de referee:

–Me parece bien.

Hace una pausa, piensa, coge su cartera de mano y en seguida vuelve a gritar:

–Aquí está el dinero. Dos mil francos. Cuente.

Cuento. Levanto la cabeza. Le miro. Me mira.

–Hasta la vista.

–Hasta la vista.

Estoy contento. El negocio prospera. Negocio e industria. Llamo a Isabell para decírselo. La mujer ríe con ganas.

–Tendrás que cambiar de oficio, y también de industria. Dejas los cojinetes y los peones de ajedrez y te pones a traducir full time…

Pero lo cierto es que sigo intrigado. Al despedirse, el funcionario de la FIFA hizo un gesto sospechoso, tan sospechoso como su mirada. Estoy inquieto.

Se lo explico todo a Isabell, incluidos, claro está, mis temores. Le doy su parte de la última operación y le pregunto:

–¿Cuanto dinero tenemos?

–En el banco, dinero de los dos hay ahora unos quince mil francos. Diez mil míos y cinco mil tuyos. Lo tengo   anotado todo. Por supuesto, también las cantidades que me has entregado y lo que me has ido pidiendo. Cuando quieras…, para mí es muy fácil. Está en una hoja de papel. Además tengo los apuntes del banco.

–No hace falta. Sabes que te creo. Pero no estoy  tranquilo. Ahora tengo en casa mil francos del de la FIFA. A mí me va bien que la cuenta del banco esté a tu nombre. El día que te vayas a España ya hablaremos. O quizás antes…

–Y, a propósito, ¿crees que Mister Roht te dará más trabajo?

–Te repito que no lo sé. Lo dudo. Y, en cierto sentido, no lo quiero. Es un dinero que me quema los dedos…

De momento sigo en la fábrica de cojinetes. Sueldo de subsistencia. No debería quejarme. Si me administrara bien, podría vivir. Hay quien lo hace y, además, ahorra. Y además envía dinero a su familia en España, en Italia, en  Turquía, en Yugoslavia, en Hungría. Hasta quinientos francos al mes.  Los trabajadores extranjeros –llamados unas veces Gastarbeiter y otras Fremdarbeiter, o sea, trabajadores invitados o trabajadores extranjeros– envían mucho dinero a sus casas. Demasiado. Las autoridades del país anfitrión se quejan. Y los bancos también. Los nativos se hacen eco de la noticia y manifiestan continuamente su animadversión a los extranjeros.

Sigo yendo al Select. Sigo trabajando en la fábrica de Oerlikon, allí donde la metrópoli cambia de nombre. Sigo levantándome cada día laborable a las seis menos cuarto de la mañana. Sigo viendo, casi cada día y cada noche,  a Isabell, mi refugio,  refugio de un emigrante perdido en el corazón de Europa, la Europa  de los años sesenta, los años de la  guerra fría con atisbos y conatos diarios de guerra caliente, la Europa continental del carbón y el acero con su clima duro y sus gentes durísimas, crueles.

Si quiero seguir con  las traducciones –una industria clandestina o casi clandestina que permite aprender cobrando–, tengo que comprar libros de consulta y, sobre todo, diccionarios. (En alemán, un diccionario —Wörterbuch— es un libro de palabras.) Diccionarios bilingües, de equivalencias en dos idiomas. También descriptivos, Con definiciones y explicaciones. Diccionarios generales, diccionarios técnicos, especializados, por materias. Diccionarios de política, de historia, de sociología, de psicología, de psiquiatría, diccionarios de ajedrez, diccionarios de ciencias ocultas.

De momento, para mí casi todo  son ciencias ocultas. Lo único que manejo bien, con agilidad, es la máquina de escribir. Y, en otro plano, las figuras de ajedrez.

Isabell quiere verme. Consultarme algo, explicarme algo, preguntarme algo. Tiene pensado pasarse un año en España. Tal vez en un lugar de la Costa Brava, o en Madrid, o en la isla de Lanzarote, allí donde para unos termina el desierto y para otros empieza. Después, cuando vuelva, quiere comprarse un coche y un piso. Esos son sus grandes sueños.

—¡Ja! ¡Ja!

—No te rías, Miguel. Lo tengo todo bien pensado, y puedo hacerlo. Ya lo verás.

–Cuando vayas a marcharte, por favor, avísame.

–Por descontado. Si quieres tu dinero no tienes más que decírmelo. A mí tampoco me hace gracia tener en mi cuenta bancaria un dinero que no es mío. Aquí, el Estado controla todas las cuentas y todo el dinero depositado en los bancos.

–Me lo imagino, aunque también tengo mis reservas.

–Y, otra cosa, ¿cómo  estás de latín? Lo digo porque en nuestro hospital hay un médico joven de nacionalidad iraní que quiere que le den unas clases.  Algo elemental. Parece ser que el pobre habla inglés e incluso  alemán, pero no entiende lo de los casos gramaticales. Alguien le dijo que, para eso, lo mejor es empezar con el latín. Con la gramática latina. Y he pensado que tú  podrías echarle una mano y, de paso, ganarte un dinerito.

–Hombre, la idea no está mal. Habrá que ver cuántas clases necesita y cuánto puede pagar. Quiero decir, si es solvente. Para evitar evasivas y evasiones, en un caso así lo más indicado es cobrar por adelantado. Como mínimo un mes, ocho clases, Diez francos por clase, total ochenta francos. Podemos empezar, por ejemplo,  el lunes de la semana que viene, que es primero de mes.

–Se lo diré y te contestaré. Sé que el padre del muchacho  es muy rico. Tiene un cargo en el gobierno. Supongo que él posee una buena formación intelectual. En nuestro hospital está haciendo prácticas. Parece que después quiere viajar a Estados Unidos y quedarse allí unos cuantos años.

–Ya iremos viéndolo. Puedo explicarle los casos gramaticales de manera que los entienda. En una semana,  los cinco del latín y en otra semana  los cuatro  del alemán. Dejaremos el vocativo para más adelante. O para siempre. En realidad no sirve de gran cosa. Y se los explicaré por separado, con ejemplos. Estoy seguro de que no se le olvidarán en toda la vida. La lengua tiene una base lógica. Y, por supuesto, también la gramática.  Ya lo comprobarás. Yo, afortunadamente, no tuve esos problemas. Los tuve, sí, de pequeño, pero eso fue  hace ya mucho tiempo, illo tempore.

Vino el iraní, al que Isabell y yo llamaremos siempre, desde el primer momento, el Sha de Persia. Le di una primera clase. No pagó. Le recordé el pacto-trato-acuerdo. Sí, lo sabe. El próximo día, viernes, traerá el dinero. Eso espero. Pero no es así. Clase y lección. Casos gramaticales en latín. Casos gramaticales en alemán. Ejemplos prácticos. Él repite conmigo. Lo ha entendido. Es inteligente. Pero sigue sin pagar. Tengo la mosca detrás de la oreja. El Sha de Persia no me gusta ni un pelo. El lunes siguiente se presenta con su novia. Alemana, rubia, alta exuberante. Prepotente. En un apartado le recuerdo lo del dinero. El Sha de Persia se hace el longui. Se lo repito. Sigue haciéndose en longui. Estoy a punto de romper la baraja. Se lo digo en voz alta para que lo oiga también la aspiranta. A ver si reacciona. Él o ella. Ni por esas. Opto por continuar con los ejemplos. El muchacho simula un compromiso. Tiene que marcharse.  Adiós clases, adiós dinero, adiós Sha de Persia y valquiria alemana.

Entre el trabajo oficial y la industria clandestina salgo adelante con cierta holgura y cierta complacencia. Cada día que pasa es para mí una demostración cumplida de que la Providencia no me abandona. Tanto es así que, tras hablar con Isabell y pedirle consejo, decido abrir una cuenta en el Kantonalbank, agencia número 15, y depositar en ella mi dinero, los cinco mil francos que me quedan de las  últimas operaciones. No es mucho, pero siempre serán una ayuda en caso de necesidad o de emergencia.

En el otoño de 1964, con los rigores del frío en el alma, tuve un sobresalto que trocó en realidad mis temores y pasó a ser el inicio de una larga y cruel pesadilla.

Recibí una carta de Hacienda, concretamente del Esteueramt. Para entendernos, de la Oficina de Recaudación de Impuestos o, más sencillo aún, de la Agencia Tributaria. Era una citación. En el plazo de siete días debía presentarme en la oficina  de Helvetiaplatz, situada a ciento cincuenta metros de donde yo vivía.

–¿Su nombre?

–Miguel Benítez Expósito.

–Ya veo. Lleva usted como tres años sin pagar  sus impuestos al Estado.  Quiero decir, en su totalidad y a su debido tiempo. Primero, en 1961, deja usted pendiente un pico de quinientos ochenta francos; después, en 1962, desaparece usted del mapa a efectos fiscales y por último, en 1963, le localizamos en Oerlikon, donde ahora trabaja. Y este año, este año de 1964,  tendrá que pagar usted todo lo atrasado… No podrá retrasar más los pagos.  Sabemos que tiene una cuenta  en el Kantonalbank con cinco mil francos. ¿Que quiere hacer?

–¿A cuanto asciende mi deuda?

–Espere, se lo diremos en seguida. Un momento. Mire, usted tiene ahora una deuda de  dos mil  ochocientos francos. ¿Cómo quiere pagarla?

–Por meses. En doce meses y doce cuotas.

–Me parece muy bien, pero lamentablemente eso ya no es posible. Después de tantos retrasos, no podemos concederle ningún plazo más. Tendrá que pagarlo todo de una vez. Tiene dinero suficiente. Y aún le sobrará.  Además tenga presente que mientras tanto, o sea, hasta que no haya saldado su deuda con el Estado, su cuenta bancaria permanecerá bloqueada. Si fuera usted sensato…

–Lo entiendo, lo entiendo…, pero cada uno sabe sus cosas.

–Claro, claro. En resumen, ¿está dispuesto a  pagarlo todo de una vez?

— Naturalmente que sí.  Lo único que pretendía era elegir la fórmula más coveniente para mí como extranjero…

–No sé muy bien qué quiere decir usted con esas palabras, pero en este caso sólo hay una fórmula: pagar y callar.

Pronto tendrá noticias nuestras. Le escribiremos. De momento, recuerde que tiene bloqueada la cuenta del Kantonalbank…, con sus cinco mil doscientos veinte francos. Deberá firmarnos una autorización para que podamos  retirar el dinero que nos adeuda. Usted tendrá sus comprobantes. Todo legal como siempre.

–¡Por supuesto!

Hablo con Isabell.

–Problemas.

–¿Qué problemas?

–Impuestos. Me han bloqueado la cuenta.

–Mira, Miguel, aquí de Hacienda no se escapa nadie.  Te retendrán el dinero hasta que pagues. Eso lo hacen con todo el mundo. ¿Cuánto debes?

–No llega a tres mil francos. En total. Dicen que he estado casi tres años sin pagar a Hacienda. Yo creo que eso no es verdad. Es prácticamente imposible que un trabajador extranjero esté un año sin pagar sus impuestos. No sé qué ha pasado. Imagino que ahí hay un error. O un fraude.

–¿Un fraude? ¿De quién? ¿Cómo?

–No sé. Es lo único que se me ocurre…

–Bueno, si estás dispuesto a pagar y tienes dinero, como imagino,  todo se puede arreglar.  En cualquier caso, te quitarán el pasaporte para que no te puedas mover. Y avisarán a la empresa en la que trabajas.

–Ya lo han hecho. Las dos cosas.

–De momento, no harán nada más. Con el bloqueo de la cuenta y el pasaporte tienen bastante.

–¿Me meterán en la cárcel?

–Creo que no. Si no has cometido ningún delito, claro.

–A mi modo de ver, no he cometido ningún delito. Otra cosa será lo que ellos digan. O quieran ver.

Aún no había transcurrido un mes desde la citación de Hacienda cuando recibo un aviso urgente de la policía. El día cinco de octubre debo presentarme, papel en mano,  a las siete de la tarde en la Comisaría central.

Me presento. Tengo el miedo en el cuerpo. Espero como una hora. Llega un agente alto, delgado, habla italiano.

–Usted, sí, usted, ha tenido contactos y relaciones económicas con un súbdito checo llamado Dieter Bergsteiger…, ¿no es así?

–Sí, relaciones económicas. He hecho unos trabajos para  él.

–¿Qué clase de trabajos?

–Traducciones.

–¿Traducciones? ¿Qué traducciones? ¿Nada más que traducciones? ¿Por qué importe? ¿Dónde están las facturas? ¿Dónde está el trabajo? ¿Cuándo ha sido eso? ¿Qué comprobantes tiene? ¿Ha pagado a Hacienda? ¿Sabe que eso es delito, delito grave?

La catarata de preguntas me abruma, me aturde. Las entiendo y, en cierto modo, las conozco de antemano, pero    son como un alud que me arrolla y me sepulta. En un instante me veo en la cárcel, una  cárcel   fría y oscura en un país que no es el mío, y sufro una crisis nerviosa. Estoy a punto de perder el conocimiento…

–Déjate de teatro. Eso no es más que teatro. Lo hacen todos tan pronto como ven las orejas al lobo. Espera ahí fuera. Hasta que se te pase.

El agente me agarra con fuerza del hombro izquierdo, tira de él hacia arriba y me da un empujón, al tiempo que  escupe:

–Vas a tener tiempo para meditar y recordarlo todo.

Media hora más tarde aparece en la puerta el agente, que, como averiguaré después, se llama Leandro Maspoli, nacido en Lugano. El terror se apodera nuevamente  de mi cuerpo y mi alma. No acierto a ponerme en pie. No sé si rebelarme o pedir clemencia.

–Puedes marcharte. Tendrás que venir aquí el lunes próximo y todos los lunes de todas las semanas, hasta nueva orden. Te refrescaremos la memoria. Y que sepas que no debes viajar, ni cambiar de domicilio ni de lugar de residencia sin nuestro conocimiento. Ahora no tienes pasaporte. Si tienes que identificarte te bastará con el Ausländerausweis. Tu cuenta bancaria está bloqueada. Trata de ser un buen chico y portarte bien si no quieres terminar en la cárcel. Te falta un pelín. Con un poco de suerte te caerán de cinco a diez años. Eso como mínimo.

Salgo de la comisaría y me pongo a llorar. Es de noche. ¿Dónde voy? Me echo a andar. A las diez, con un frío que hiela el alma, las calles de Birkendorf están  desiertas. Algún policía de patrulla. Alguna prostituta en la acera. El policía me mira, la prostituta me piropea.

¿Acaso sabe ella lo que es saberse extranjero y sentirse perseguido…?

Tan pronto como veo a Isabell, le explico la situación a grandes rasgos: Hacienda y la policía, sus medidas y sus investigaciones; mi situación en el trabajo y fuera de él.

Tengo que elaborar a toda prisa un plan de emergencia para hacer frente a los peligros más graves y acuciantes, y, sobre todo, para salir de aquí cuanto antes.

Pero, ¿qué puedo hacer si no tengo pasaporte y para colmo me han bloqueado la cuenta bancaria con todo mi dinero? No obstante, mi primera idea es poner a Isabell fuera de peligro. No mencionarla en mis declaraciones, en mis escritos, en mis llamadas.

–Isabell, de ahora en adelante será mejor que no nos veamos.

–De acuerdo, como quieras, Miguel. Me iré a España. Ya sabes, tengo algún dinero ahorrado. Me basta y me sobra. ¿Puedo ayudarte?

–Sí, pero no con dinero…

–Entonces, ya me dirás.

–Necesito un asesor. En asuntos de Hacienda y en asuntos  policiales.

–Digamos entonces un asesor financiero y policial.

–Eso mismo. ¿Conoces a alguien que reúna esas condiciones y no pida mucho dinero? –Hago una pausa para coger aliento y pensar. Continúo–:

–Como sabes, en la cuenta bloqueada hay cinco mil francos. Tres mil son para Hacienda. Tal vez algo más por   la penalización. Lo tengo calculado. Me quedarán  libres unos mil quinientos. Eso es lo que puedo o podré pagar. Pero tiene que ganárselos. Quiero decir, tiene que desbloquearlos.

–Entendido. Justamente conozco un tipo que podría sacarte de apuros. Se llama Rudolf Essig. Es abogado,  pero creo que lo expulsaron del gremio o el colegio profesional. Ahora ejerce en calidad de investigador privado y realiza gestiones detectivescas por encargo. Lo localizarás fácilmente. Es un tipo gordo y grande como un caballo. Siempre va muy descuidado, pero tiene fama de ser persona culta y avispada. Frecuenta el Select. Allí tiene su tertulia. Ya sabes,  artistas, intelectuales, profetas y videntes. Lumpenintellektualität!

–¡Ja! ¡Ja! Me parece que lo conozco. En el Select y su zona de infuencia le llaman Essigsauer, el Avinagrado. Uno de estos días me dejaré caer por allí y, antes de hablar con él, le observaré.

–Es asequible, muy asequible. Siempre tiene ganas de hablar y dar lecciones. No le preocupa el dinero. Vive con poco. Sus principales clientes son las prostitutas. Y casi siempre  cobra en especie, quiero decir en carne…

Efectivamente. Voy al Select, descubro a Essigsauer con sus oyentes. Me sumo al quórum y al coro. Hasta que intervengo:

–No está claro cuál será el fin de la humanidad. Ni siquiera si va a tener un fin. En cualquier caso, el mundo de las ideas está supeditado al mundo de la física. Al menos, eso parece lo lógico.

–Muy bien dicho. Y usted, ¿quién es? –responde complacido y orgulloso el disertante.

–Alguien que cree haber nacido para pensar.

–No está mal para una persona tan joven. Ya tendremos ocasión de hablar y polemizar. Éste no es el momento…

–Para mí tampoco. Mire, vengo con intención de hacerle una consulta profesional. Pagando, claro.

–Diga, diga.

–Tengo un asunto pendiente con la justicia. Concretamente con Hacienda y con la policía.

–Entonces será mejor que pase usted por mi despacho. Aquí tiene mi dirección, el teléfono y el horario de atención al cliente.

Leo: Rudolf Essig. Jurist. Steuerberater. O lo que es igual: Rudolf Essig. Jurista. Asesor fiscal.

Creo que he encontrado lo que necesito. Termino de leer: Zigeunergasse, 5. Telefon: 5 678 453.

Cuando llego a mi habitación encuentro una nueva citación. Dos: una de Hacienda y otra de la policía. Las dos para el día 20 de octubre; las dos, entre siete y ocho de la tarde.  Las dos, claro está, seguidas y coordinadas. Decido llamar a Essig.

–Señor Essig, soy el español que estuvo hablando con usted en el Select hace unas horas.

–Sí, ya recuerdo. ¿Qué le ocurre, junger Mann?

–Quiero hacerle una consulta profesional. Naturalmente, pagando.

–De acuerdo. Mañana por la noche, sobre las nueve, en mi despacho. Usted ya tiene la dirección.

–Sí. Gracias. Nos vemos.

La Zigeunergasse está en la parte vieja de la ciudad.  Es una callejuela estrecha y empinada. En este caso, cuesta arriba, pues voy andando desde el puente. La casa es vieja. En la planta baja hay una tienda de animales exóticos. Desde macacos hasta serpientes, pasando por loros, papagayos y pajaritos del Nilo. A la derecha de la tienda está la puerta de acceso a las plantas altas de la casa. Dos.  Junto a la pared cuelga una cadena que, si se tira de ella, hace sonar una campanilla situada en alto. Tiro, la campanilla suena y apenas cinco segundos más tarde se asoma a un ventanuco un hombre, ya anciano, mal encarado, que pregunta:

–¿A quién quiere visitar usted?

–Al señor Essig.

–De acuerdo, le abro. Primera planta, segunda puerta del pasillo. En la puerta está escrito su nombre: Essig, Jurist.

–Danke schön!

La escalera, toda ella de madera, cruje bajo los zapatos. El pavimento de la primera planta, igualmente de madera, cruje también. Y resuena. El pasillo es largo y estrecho. Tiene puertas a izquierda y derecha. Con un número y un rótulo en cada una de ellas. Nombres propios y anónimos. No sé por qué pero, mientras voy andando, pienso en el Bateau-Lavoir parisino y picassiano. Imagino que cada puerta corresponde a un estudio de artista. Viviendas de una sola habitación. Con cocina, cama y mesa. Y así es. Al menos por lo que puedo comprobar ahora. Aquí es. Rudolf Essig. Jurist.

–Herr Essig?

–Sí. ¿En qué puedo servirle?

–Mi nombre es Miguel Benítez. Soy el español del

Select, el jugador de ajedrez.

–¿Y cuál es su problema?

–Problemas. Antes debo decirle que trabajo en Oerlikon, concretamente en la fábrica de rodamientos Magna AG. Además, desde hace algún tiempo realizo traducciones del inglés y el alemán al español. Free lance, naturalmente. Y, casi siempre, sin factura.

Y volviendo a los problemas. Primero. Llevo dos años y pico sin pagar los impuestos a su debido tiempo. Segundo. Algunos trabajos de traducción no los he declarado; he cobrado en dinero negro. Para colmo, el comitente del trabajo más importante, un trabajo por valor de unos quince mil marcos alemanes, era checo y, según parece, ha sido detenido por tráfico de divisas. Yo de todo eso ni sabía ni sé nada. Sencillamente, hice mi trabajo, cobré y me metí el dinero en el bolsillo.

–¿Y en concreto qué tiene que ver la policía con todo eso?

–No lo sé. Me imagino que, investigando, investigando, han llegado hasta mí, pero yo soy un pobre emigrante/inmigrante que se gana la vida trabajando. Ahora los de Hacienda han bloqueado mi cuenta  en el Kantonalbank y quieren cobrar.

–¿Cuánto dinero tiene en la cuenta y cuánto dinero debe a Hacienda?

–Tengo unos cinco mil francos suizos, y a Hacienda le debo en total como tres mil francos, tal vez un poco más. Digamos trescientos francos. No lo sé exactamente, pero supongo que no pasarán de tres mil quinientos francos. Eso significa que tengo  mil quinientos francos para  usted.

–Lo entiendo. Creo que aquí lo primero que hay que hacer  es pagar a Hacienda y desbloquear la cuenta. Si usted no ha hecho ninguna otra cosa mala, vamos a dejar que la policía siga investigando e incluso vamos a ofrecerle nuestra colaboración. Le tienen que devolver el pasaporte y dejarle vivir. Ya hablaré yo con el agente ese, Leandro Maspoli, o como se llame.

–Me han citado para el día 20 de octubre. Los dos. Los de Hacienda y el agente de policía.

–Iré con usted Será mejor. Así conoceré los cargos de primera mano y organizaré la defensa.

–Muchas gracias. Ya me dirá lo que tengo que pagarle. Usted sabe el dinero que hay… Eso es todo.

–No se preocupe, todo saldrá bien.

–Yo con mil francos tengo más que suficiente. A lo mejor,  menos. Depende de las gestiones que haga y del  tiempo que invierta en ellas.

Acudo a las dos citas con Herr Essig. Un acierto. El hombre se hace respetar. Hablan con él, a solas. Después me lo explica. No sé si todo o sólo lo más importante.

–En resumidas cuentas, ellos quieren que pagues lo que debes y te dediques a trabajar honradamente. Si la policía descubre alguna cosa rara o sospechosa, te deportarán o te encerrarán. Te has metido en un buen lío, pero en cierto modo has tenido suerte, mucha suerte. Aquí, la policía no se anda con contemplaciones… Ríete de la policía israelí o de la policía comunista, la Stasi.

Después de conocer al jurista Essig y hablar varias veces con él empecé a recuperar la tranquilidad. No me fue fácil. Desparecida Isabell por motivos de seguridad, me resultaba muy difícil conciliar el sueño por las noches. Y también quedarme a solas en mi habitación. Pensaba que la policía se presentaría en cualquier momento. A veces me despertaba sobresaltado en medio de la oscuridad, me erguía en la cama y preguntaba a gritos: «¿Quién es?». Y también: «¿Dónde estoy?» «¿Hemos llegado a París?»

Pero poco a poco el bueno de Essig me fue devolviendo la tranquilidad con sus consejos y su ayuda. Además de dar la cara por mí ante los de Hacienda y ante la policía, explicando a funcionarios y  sabuesos  que yo era un chico extranjero que llevaba una vida normal, dedicado a mi trabajo, fue a ver a mi jefe en la fábrica de cojinetes y le expuso mi situación y mis intenciones. Todo un acierto, pues, según supe después, el hombre, atemorizado ante el alud de  noticias y rumores que circulaban en torno a mi persona, había decidido prescindir de mí y dejar que  me despidieran. Con ello, puede decirse que Essig me salvó la vida.

A las dos citas siguientes de Hacienda y la policía acudo acompañado por Essig, que toma la palabra en representación mía y dice, primero:

–Ustedes pueden retirar, ahora mismo, el dinero adeudado por Herr Miguel Expósito. Incluso el correspondiente a la traducción. Que lo calculen y lo incluyan en la cuenta. ¿De acuerdo?

–De acuerdo. Así lo haremos.

–Según mis cálculos, en total serán unos tres mil trescientos francos suizos. Por lo tanto, no tienen por qué preocuparse. Cobrarán hasta el último Rappen.

Después, cuando comparecemos ante el prepotente Maspoli, Essig le explica que lo de Hacienda está ya pactado y, por lo tanto, arreglado. Y se despide:

–Además, el español pagará los impuestos correspondientes a la traducción del libro encargada por el checo, incluido el recargo por penalización. Y eso es todo. Herr Expósito no tiene nada que ver con tráfico de divisas porque él no ha sacado ni un franco del país. Así que, por favor…, tan pronto como tengamos la cuenta de Hacienda con el finiquito, esperamos que ustedes, los de la policía, le devuelvan el pasaporte.

–Primero vamos a comprobarlo todo. El muchacho tiene que portarse bien. Pagar sus deudas. Y no complicarse la vida no complicárnosla a nosotros. Todo es muy fácil o, si lo prefiere, muy difícil… En su momento tendrán ustedes noticias nuestras.

–Me parece bien. Puede estar seguro de que por nuestra parte no va a tener ningún problema. Deseamos colaborar con las autoridades, con la Justicia.

Gracias a la aparición y la intervención de Essig, realmente providenciales, había conseguido parar el golpe. Y, además, elaborar un plan para salir adelante. Evidentemente, tenía que cambiar y no complicarme la vida, como había hecho hasta ahora.

De momento seguiría trabajando en la fábrica de cojinetes de Oerlikon, que hasta ahora había sido mi mejor baza. En cuanto al ajedrez, no sabía si dejarlo o continuar jugando como hasta ahora e incluso hacerme profesional o semiprofesional. Hay quien vive del ajedrez. No son muchos, pero los hay. Algunos, los mejores incluso viven bien. La pregunta es: ¿tengo realmente talento para intentar la aventura? Algunos indicios dicen que sí. El gran inconveniente es la edad. A los treinta años debería ser un jugador conocido y consagrado a escala internacional. No es mi caso, pero si tenemos en cuenta que aprendí a leer y escribir con diez años…

Otra posibilidad es la traducción. Incrementar progresivamente mi dedicación y, simultáneamente, comprar libros, sobre todo diccionarios, para estudiar hasta conocer a fondo dos o más lenguas.

Un tercer punto es cambiar de habitación. Donde vivo ahora no estoy a gusto. Mi casero, Herr Bechtolt, desconfía de mí y quiere que me vaya. Me lo ha insinuado. Lo más probable es que, si no me voy, me eche. Aquí la ley es estricta y sencilla. Un  mes de plazo y a la calle.

Como ahora ya tengo cierta amistad con Essig, aficionado al ajedrez, a la filosofía y en general a las ciencias del espíritu o Geisteswissenchaften, le consulto los tres problemas –ajedrez, traducción, domicilio–, y me contesta:

–Creo que puedes y debes seguir jugando al ajedrez, pero no como un tahúr, como un Gambler. Prueba suerte en algún torneo abierto y mide tus fuerzas y tus posibilidades. Lo de la traducción es una buena idea y una vía para tu promoción laboral. Es posible que se adapte mejor a tus condiciones y conocimientos que el trabajo en la fábrica de cojinetes. Y, en cuanto a tercer punto, cambiar de domicilio, me parece muy acertado si quieres empezar una vida nueva… Ahora que recuerdo, hay un cuarto punto sin duda tan importante como los mencionados pero infinitamente más peligroso. Dinamita pura.  Me refiero a tus relaciones políticas con socialistas y comunistas…

–Pero si yo…

–Es igual. A la policía no vas a convencerla. O te lo quitas de la cabeza o no hay nada que hacer. Todo se vendrá abajo.

–De acuerdo. Lo he entendido.

–Lo único que debes tener en cuenta es que estamos en la sancta sanctorum del capitalismo mundial. En eso no hay distinción entre nativos y extranjeros. La policía  nunca  permitirá que alguien arruine el negocio nacional. Y mucho menos si ese alguien es de fuera.

Evidentemente, mi situación sigue siendo difícil, incluso peligrosa, pero ahora ya tengo un plan para salir de ella y liberarme de mis problemas, problemas con Hacienda y con la policía, que, aquí y ahora, son los más acuciantes, no los más graves, tampoco los más peligrosos. De todos modos, debo andarme con cuidado, con mucho cuidado, no cometer errores y, sobre todo, no tentar la suerte. En la práctica, eso significa que no debo tener contacto ni con socialistas ni con comunistas.

Aun así, la  vida me resulta cada vez más dura. Y, si para colmo, Isabell se iba y me dejaba solo, ya  no  tendría siquiera aquel rincón donde me presenté una noche de invierno,  vencido, acosado, atemorizado, y le pedí  un regazo en el que cobijarme y llorar, una cama en la que dormir. Isabell, alma de ángel en cuerpo de mujer, me  dio lo uno y lo otro.

Y, a la mañana siguiente, cuando me levanté, ya había tomado una decisión. Huir, escapar, dejarlo todo… Aquel país nunca sería mi país. Aquellas gentes nunca serían mis compatriotas.

¿Qué quedaría en mi de aquella lengua en la que en cierto modo había aprendido a pensar?

Afortunadamente, la gestión de Essig empieza a dar resultados. Positivos, muy positivos. De momento, Hacienda acepta su propuesta. Y también la policía, a través del agente Maspoli. Él, Herr Essig, garantiza que su defendido/protegido cumplirá con sus obligaciones. Pagará todo lo que debe y no escapará del país. Ese es el trato o, más exactamente, el gentlemen’s agreement.

Nos vemos en el Select como por casualidad. En realidad, le he estado buscando y él estaba esperando que yo apareciera por allí. Me explica sus gestiones: las ya realizadas, las que están en curso, las que tiene previstas.

–Muchas gracias, Herr Essig. Le estoy muy agradecido.  Pero, ¿puedo hacerle una pregunta?

–Sí, por favor. ¿Por qué me ha ayudado si no había dinero?

–Bueno, yo necesito poco para vivir. El asunto me interesó. Pero, sobre todo, desde el primer momento creí en ti. Vi que estabas en un apuro y necesitabas ayuda, una ayuda que, por su naturaleza, yo podía brindarte. Y te la brindé. Espero que sea para bien. Yo también me cobraré mi parte, mil doscientos francos. Aún te quedarán unos doscientos o trescientos.

–Lo suficiente para irnos a cenar un par de veces.

–Algo es algo. Lo importante es que, al parecer, todo se va a solucionar. Si no surge algún imprevisto…

–¿Algún imprevisto? ¿Qué imprevisto?

–Quiero decir, suponiendo que no salga a la luz algo que   permanecía oculto. O que la policía no empiece a ver conjuras comunistas por todas partes. Ya te he dicho lo que es este país. Y no olvides que estamos en plena guerra fría. A pocos kilómetros del telón de acero.  Y del muro de Berlín.

–Lo sé. Lo sé…

Dejamos el asunto de Hacienda y la policía, y nos ponemos a hablar de política, política europea. La situación es tensa, con peligros constantes y amenazas cada vez más agresivas y acuciantes por parte de los soviéticos.

–Ya está bien de política. Ahora explíqueme algo del ajedrez. Por ejemplo, cómo empezó usted a jugar y para qué sirve ese juego…

–Del ajedrez le podría explicar muchas cosas, y también de los ajedrecistas. De su carácter, de su personalidad, de sus manías, de sus supersticiones, de sus arrebatos, de sus patologías. Entre los grandes jugadores, a partir de la categoría de maestro internacional para arriba, abundan los desequilibrados.

–Y eso, ¿por qué?

–Yo tengo una teoría sobre el particular. En mi opinión, muchos de los grandes jugadores son autodidactas y desarrollan una actividad intelectual para la que no están preparados, esa actividad es comparable en esfuerzo y profundidad a la que realiza un pensador o un científico, con la diferencia de que, en la mayoría de casos, el jugador de ajedrez no ha tenido una formación académica adecuada; en realidad, no ha tenido ninguna formación. Es un autodidacta más o menos puro. El desequilibrio psíquico se manifiesta como  consecuencia obligada de su actividad… Bueno, eso es lo que pienso yo…, que probablemente también soy un desequilibrado. El ajedrez fomenta el desequilibrio y el jugador de ajedrez ideal es un desequilibrado: maníaco, susceptible, casi siempre irascible, sumamente desconfiado, lopsided!

–¡Ja! ¡Ja! Gracioso. Siempre se ha dicho que para comprender a un loco es conveniente estar, como mínimo, un poco loco.

–Sí, claro, de lo contrario no te harás cargo de sus problemas, ni los entenderás. Porque son problemas que no se pueden explicar con palabras..

–En realidad, ese es un problema común a la mayoría de personas que profundizan en un tema sin tener la debida preparación y la debida asistencia, y se dejan llevar por  sus impulsos. A partir de ahí, el resultado más probable es el caos, o la locura, o el delirio.

–Sí, pero no siempre.

–He dicho más probable. También ha habido genios y grandes pensadores que eran personas equilibradas.

–Es cierto. No muchos, pero los ha habido. En el ajedrez, Capablanca, por ejemplo. Y otros. Botvinik. El doctor Euwe. El problema de los jugadores de ajedrez es, a mi entender, que no necesitan una formación académica u oficial ni para estudiar ni para aprender ni para destacar. Sólo inteligencia y entrega. Eso hace que busquen la soledad, el aislamiento y, en consecuencia, que vean enemigos por todas partes.

–¿Paranoia?

–Sí, paranoia. Pero hay muchas tipos  de paranoia. Esa es una.

–Otra cosa. ¿Tú crees que el ajedrez merece tanto esfuerzo incluso en el mejor de los casos, incluso si se  triunfa y se alcanza el éxito y el reconocimiento social?

–Pregunta peliaguda, pero no sólo referida al ajedrez sino a otras muchas actividades humanas, incluso, si se quiere, a todas las actividades humanas, intelectuales y no intelectuales. El valor asignado a una actividad debe ponerlo cada uno. Social e individualmente el valor es una convención. Las cosas no tienen valor en sí mismas. Hay que ponérselo. Si se quiere. Y el valor que uno ponga a algo será el valor que tenga para él, acaso sólo para él.

–Cierto. Pero la vida en sociedad nos proporciona escalas de valores…

–Es verdad, pero en cada uno de nosotros está la posibilidad de aceptarlas o no aceptarlas, cómo aceptarlas, hasta qué punto aceptarlas und so weiter.

–Vamos a ese asunto por hoy. ¿Echamos una partida?

–Pero, Herr Essig, sabe usted jugar al ajedrez?

–Un poco, un poco. Una última pregunta, ¿para qué sirve el ajedrez?

No contesto. Jugamos. La partida, amenizada con comentarios ajedrecísticos, políticos y filosóficos, terminó, como es de suponer, en tablas.

Aprovecho una pausa para decirle que, si lo desea, puede seguir fumando, aunque, a decir verdad, yo no llego al extremo de Mihail Botvinik.

–¿Y a qué extremo llegó Botvinik?

–Pues a pedir a su contrincante, que en realidad era su sparring, que fumara y además le echara el humo en la cara e incluso en los ojos cuando estaba pensando…

–Eso es un chiste.

–No, es una anécdota. Una anécdota auténtica. Tuvo lugar cuando el judío Botvinik se preparaba para el campeonato del mundo. Y no hace tanto, fue en los años cincuenta. Su contrincante era David Bronstein.

Una semana después llamo a mi abogado y avalista para preguntarle cómo va todo, pues ni los de Hacienda ni los de la policía han vuelto a citarme.

–Todo está arreglado, quiero decir pactado: pagarás y te  devolverán el pasaporte.

–¿En cuanto tiempo?

–Si no surge nada raro, en menos de un mes. Lo del aristócrata checo lo han dejado morir, silencio administrativo,  pues no hay indicios de que hayas sacado clandestinamente dinero del país. Meter en el país dinero de fuera es un mérito, no un demérito y menos aún un delito. Además, en tu viaje a Checoslovaquia no ha aparecido nada ilegal o sospechoso. Eso es todo lo que me han dicho. Intuyo que los tiros van en otra dirección. Y, a propósito, el viernes, 30 de octubre, tenemos una tertulia en el Schrank, el estudio de un pintor, filósofo y trotamundos que acaba de regresar de la Unión Soviética. Estás invitado…

–¿A qué hora?

–A partir de las siete. El estudio está en el edificio donde yo vivo. Es el número 15. El pintor se llama  se llama Igor Turgueniev, sí, Turgueniev, como el novelista…

–¿Hay que llevar pócimas y/o brebajes?

–Hombre, es conveniente que lleves algo para comer y algo para beber. Lo normal es  que cada uno consuma de lo suyo, pero siempre sobra. Más comida que bebida.

–¿Y de qué se hablará en la tertulia?

–De todo y de  nada. Como siempre. Cada uno habla de lo que quiere. Lo nuestro es una república, una república y una democracia. ¡Ja! ¡ja! Lo digo en serio.

–En principio, me apunto.

El viernes, 30 de octubre de 1964, comparecí en el estudio número quince de la Zigeunergasse, 5. Eran las siete en punto de la tarde. Me abrió la puerta un hombre avejentado. Intentó sonreír mostrando su desvencijada dentadura postiza entre el pelo de la barba y el pelo de la cabeza que le caía a uno y otro lado de la cara y cubría sus mejillas.

–Der Spanier, nicht wahr?

–Sí, el español.

Quiero recordar y creer que en total habría unas veinticinco personas; más hombres que mujeres, más viejos que jóvenes, más barbados y barbudos que rasurados, más sucios que limpios, más anarcos que burgueses, más ateos que devotos feligreses, más parásitos del capitalismo que anticapitalistas activos.

Comían y bebían y hablaban a la vez. Todos o casi todos. En un momento de descuido, Herr Essig me presentó como Schachfigur y Dolmetscher. Y siguieron comiendo y bebiendo y  hablando.

A eso de las doce, algunos empezaron a dar muestras de cansancio. Alguien se sentó en una butaca de uno de los rincones y se puso a declamar poemas en una lengua extraña. Sí, juraría que eran poemas.

Herr Essig, que al parecer había organizado el ágape-happening-tertulia, tomó la palabra para decir a los que aún podían oírle y escucharle que no tenía mucho sentido seguir lamentándose de la opresión que sufrían los intelectuales disidentes en la Unión Soviética, sin hacer nada para ayudarlos e incluso liberarlos.

–¿Y qué podemos hacer? –soltó un hombre más bien joven con facciones eslavas y acento del Volga.

–Esa es precisamente la pregunta. Podemos pedir, por ejemplo, que dejen en libertad a todos aquellos disidentes, intelectuales o no intelectuales, que no atenten contra la seguridad del Estado. Y que permitan  salir del país a los que tienen nacionalidad suiza o alemana o israelí. Y que…

–Creo que con eso ya está bien. El anfitrión, Igor Turgueniev, tomó la palabra y con ella puso fin a la reunión. Eran más de las tres de la mañana del día 31 de octubre de 1964…

Cuando salí a la calle, los copos de nieve lanzados por la ventisca empezaron a herir mi cara como proyectiles. Por un momento creí encontrarme en Rusia, en sus estepas sin fronteras, en sus desiertos blancos.

¿Dónde quedaba España?

Como desde hacía años no tenía contacto con compatriotas, no sabía prácticamente nada de lo que ocurría en España, un país cada vez más remoto para mí. Cuando oía hablar español, me sorprendía de entender aquella lengua, de identificar a las personas que lo hablaban. ¿Cómo es que yo podía hablar como ellas o casi como ellas?

En la fábrica de cojinetes, el jefe de mi oficina  seguía confiando en mí, entre convencido y deseoso de que continuara a su lado. Por eso, aunque yo no pensaba permanecer allí, me esforzaba en mantener las apariencias. Exteriormente nada había cambiado, nada denunciaba mis intenciones.

Pero lo cierto es que vivo con  el alma atormentada por la angustia y la tristeza…

Acudo al Select. Es viernes por la tarde. Tengo partida. El cliente, un pipiolo con pocos recursos intelectuales, se deja ganar la pasta con facilidad. Partidas de cinco minutos con reloj. El muchacho se pone nervioso. Cuando tiene que jugar, aprieta el botón del reloj. Cuando tiene que apretar el botón del reloj, juega. El pobre se hace un lío. Y no le salen las palabras. Pierde y paga. Le gusta jugar con el  español. Los mirones disfrutan viendo cómo el extranjero esquilma al indígena. El indígena se cansa de perder, de apoquinar, de ver que los mirones se ríen de él. Uno de ellos se dirige mí:

–¿Dónde aprendió a jugar?

–La necesidad obliga.

–Y la inteligencia. Yo  soy amigo de Miguel Najdorf y de Reshevski. Nos criamos juntos en Varsovia.

–¿Todos judíos?

–Sí. De pequeños, todos jugábamos al ajedrez. Unos mejor que otros. Reshevski, primero; después, Naidorf, vecino mío. Yo me he dedicado siempre a los negocios.

–¿Negocios? ¿Negocios?

–Varios. Primero, tejidos; después, diamantes. Vivo entre Buenos Aires, Rotterdam y Basilea. También Birkendorf. Medio año viajando, medio año en casita. Y jugando al ajedrez.

–No está mal. El negocio va bien, no puedo quejarme. Y mi hijo continúa la tradición familiar. Ahora estaré una semana acá, pero, ya digo, vengo a menudo.

El judío polaco-argentino desapareció. Lo vi una vez más en la calle, al cabo de un año más o menos. Estaba muy atareado. Iba con un compatriota o correligionario, y los dos gesticulaban mucho. Business, business. Dinero, dinero…

Recibo carta de Alemania. Severino Severini sigue en Hamburgo. Trabaja. Está bien. Me cuenta que está organizando un grupo. Lo suyo, lo de siempre. Ya son siete: cinco italianos, un español y un sudamericano. Se reúnen todas las semanas. Quieren empezar a actuar en  la  fábrica en la que trabajan. Todos están en la misma. En diferentes secciones, pero en la misma fábrica. No quieren llamar la atención. De momento, sólo hacer  proselitismo. Severino me pregunta si quiero ir allí. Hay trabajo para todos. Allí, las condiciones de vida son  más duras, pero las relaciones entre las personas son bastante más humanas. Muchas, sobre todo las de cincuenta años para arriba, viven todavía bajo los efectos de la guerra. Se habla de ella con horror, con dolor, incluso con vergüenza. Etwas unmögliches! En algunos lugares se ven  aún huellas del ominoso conflicto. De los bombardeos, de los combates callejeros. Como en Berlín.

Contesto rápidamente por carta al socialista italiano. Le explico de manera sucinta mi situación y el acoso al que estoy sometido.

Le pido que no me escriba más. De momento. Si decido ir a Alemania ya se lo comunicaré. Por favor, silencio.

Repaso mentalmente mis amistades femeninas como posibles ayudas y las ciudades donde residen como posibles destinos de mi viaje de huida. En Baden Baden vive Johanna, de la que no sé nada desde hace varios meses. En Berlín está Gertrude, a quien conocí a orillas del lago de Birkendorf;  tuvo que volver precipitadamente a casa por culpa del muro. Me escribe con cierta regularidad. Estoy convencido de que me acogería y me ayudaría. Al menos en un primer momento.

No hay mucho en lo que escoger. Y no es precisamente bueno. Me refiero a países y poblaciones. Todo, al alcance de la policía helvética. En menos de veinticuatro horas estaré localizado y tal vez incluso detenido. Tengo que buscar una variante más favorable para mí, menos accesible para ellos, menos previsible.

Aunque en los últimos meses he realizado varias traducciones, algunas con bastante provecho económico, y he intervenido en otras ayudando a Isabell, el negocio se ha detenido, por falta de fuentes de aprovisionamiento. Acudo a una agencia del ramo y me dicen que ellos ya tienen su equipo: colaboradores fijos, profesores, catedráticos, etc. Además yo tengo que hacer los trabajos de tapadillo, a ser posible sin factura oficial, sólo un simulacro para cobrar, pues la fábrica en la que trabajo   no lo aceptaría. Aquí, todo ese tipo de aficiones y ocupaciones se interpreta no sólo como un fraude al

Estado sino también como un menoscabo de la atención debida al trabajo remunerado. Lo entiendo. Supongo que tienen razón.

Sigo, pues, con el ajedrez. Las traducciones no llegan. Los amigos socialistas del norte de Italia salieron de estampida tan pronto como se olieron que la policía les seguía los pasos. Más que probablemente, un chivatazo. Por la carta de Severino Severini intuyo que están diseminados por Europa, desde París, hasta Berlín, pasando por Bruselas y, naturalmente, Hamburgo. Los activistas políticos de  izquierda fueron siempre  huidos de la justicia.

No es mi caso. Yo también estoy a punto de convertirme en un huido de la justicia pero por otros motivos, motivos más groseros, menos nobles, incluso más punibles.

Aun así, no hubo trama. Todo fue obra del instinto de supervivencia. La andorga manda, la cabeza obedece, traduce  y fija los ojos en el horizonte.